lunes, 26 de septiembre de 2011

Condenado a una lucha trágica.



Este es J., un tipo “mu echao pa lante” y muy elegante, pero que está prisionero de dos vicios, ha buscado la muerte en varias ocasiones, y vuelve a reanudar la marcha: recuperación/caída, ¿cuántas veces? Muchas desde que se fue de casa porque ya no aguantaba más, no soportaba hacer sufrir a su mujer y sus hijos que lo querían con locura y él les había fallado. Cada una de sus caídas se produce en un lugar diferente porque, cada vez que se recupera sale huyendo, pero de quien huye es de sí mismo, y como él no cambia pues se encuentra consigo mismo en cada sitio donde vaya, y vuelve a caer, porque no se gusta, porque se considera culpable de un daño enorme que ha causado a su mujer, a la que quiere con locura, y a sus hijos.

Pobre J. , es prisionero de dos pasiones contrarias: su familia y sus dos vicios que le alejan irremediablemente de los suyos. ¡Cuánto llora este hombre! Él es un tipo elegante, cae bien, pero con el tiempo le asalta ese “demonio” que lleva dentro, se siente culpable y vuelve a beber y así hasta que casi se destruye; menos mal que es fuerte. ¡Qué lucha! Es la mayor tragedia que he conocido en el tiempo que llevo de voluntario. Es como un Sísifo condenado a vivir trágicamente, a merced del capricho del dueño de sus vicios, porque él mismo ya no es dueño, tiene una lesión en el cerebro que le obliga a tomar un medicamento que le impide tomar alcohol, con lo cual podéis imaginaros, una bomba. Pues con esta granada de mano que lleva consigo y que le ha explotado en varias ocasiones es capaz de sobrevivir, sobrevivir para después de la batalla llorar por los suyos a los que ha causado tanto daño y porque al seguir viviendo sigue haciéndoselo, porque es incapaz de dejar sus vicios que sabe que le alejan irremediablemente de los suyos.

Al final, después de tres meses de descanso y rehabilitación en los que había recuperado su aspecto elegante y había encontrado buenos amigos en la asociación de alcohólicos anónimos, a cuyas sesiones asistía con regularidad,  la convivencia en el albergue le resultó imposible y se fue. Vino a nosotros de nuevo, deteriorado, avergonzado, y le recomendamos ir a Jerez, con el hermano Juan Carlos, el Hermano de la Misericordia, al que le mandamos confiados a todos los que aquí ya no podemos atender.

Gracias a Dios allí se fue y allí debe seguir, sin duda en buenas manos, ojalá el hermano le sirva de consuelo y sea capaz de ayudarle a echar ese demonio que J. lleva dentro. Nunca había presenciado una lucha interior tan fuerte, con tanta plasticidad, porque J. me consideró amigo suyo y confidente, y me permitió estar presente cuando, en su empeño por arreglar su vida, siguiendo el consejo de la trabajadora social, nos leía episodios de su vida una vez a la semana. Era una tarea que realizaba con gusto y le servía de terapia, escribir su biografía, animado además porque le habíamos dicho que escribía muy bien, que tenía una caligrafía elegante, como lo era él en su porte y maneras.

En estas conversaciones baso mi relato, por amor a J., para ofrecerle mi recuerdo permanente y desearle paz.

Hoy no sabemos el paradero de J., ¡qué pena! le ha llegado una carta de su consuegro, ofreciéndole ayuda, pero yo confío en que cualquier día aparezca para recoger la respuesta a  sus  cartas que con tanto esfuerzo y tanta  fe escribía.

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