lunes, 29 de junio de 2015

Johnson, o académico


http://observador.pt/opiniao/johnson-o-academico/

La Iglesia católica, la misma de la Inquisición y de los padres pedófilos, es quien sobre todo acoge a los drogadictos, a los más pobres, los huérfanos, los leprosos, los viejos abandonados, etc.

Ya me habían hablado de él y hasta lo había visto y oído en la excelente entrevista que aquí, en el observador, Laurinda Alves le hizo, pero sólo la semana pasada conocí personalmente a Johnson Semedo, alias João Semedo Tavares, o simplemente,  Johnson.

Su historia es parecida a la de muchos otros. Nacido en 1972, en Santo Tomé y Príncipe, en una familia muy pobre y numerosa –es el penúltimo de siete hermanos- emigró, a los dos años de edad, a Portugal, donde ya se encontraba su padre, minero. Desde entonces, su vida transcurrió en un barrio problemático de la capital: Cova da Moura.

Johnson, al sentir en la piel el estigma de su condición, rápidamente abandona la vida familiar y escolar por la vagancia y la práctica ocasional de pequeños robos. En su testimonio, refiere lo que fueron esos años de su vida: “Drogas, hurtos, delincuencia, criminalidad (…). Sin sueños, sin objetivos, sin reglas. (…) Una vida de miseria, con enormes dificultades y de una pobreza extrema” (Johnson Semedo, Estou tranquilo, Aletheia, 2014, p. 11).

Aunque nunca se vio envuelto en crímenes de sangre, la práctica reincidente de robos y asaltos acaba por llevarlo a la prisión, donde cumple una pena de diez años de reclusión. En todos los presidios por donde pasó –Penitenciaría dee Lisboa, Caxias, Setúbal, Leiria, Linhó, Vale de Judeus y Coimbra- siempre consiguió drogas.

Cumplida la sentencia e indultado de la extradición a la que fuera también condenado, Johnson regresa Cova da Moura, donde ya no se encuentra su padre, entre tanto fallecido. Queda entonces su madre, gravemente enferma, a su cargo.  Su muerte, poco tiempo después, lo hizo regresar a la drogodependencia, de la que logra librarse gracias a una psicóloga que consigue su internamiento en una institución católica de desintoxicación y rehabilitación social, el Vale de Acór, en Almada.

Concluido, con éxito, el tratamiento, Johnson comienza una nueva vida. Vuelve a los estudios y termina el 12º año, consigue el carnet de conducir, se emplea como motorista de una agencia de noticias, se casa y tiene tres hijos, a los que hay que añadir uno más, el hijastro, que acoge como suyo también.

Hasta aquí, su historia no es más que un caso de éxito. Ciertamente loable, pero banal. La diferencia que hace de Johnson Semedo alguien especial comienza después, cuando supera “su” problema y decide ir al encuentro de muchos otros que, como él, andan extraviados. Nace entonces la Academia Johnson, un proyecto piloto de recuperación de jóvenes de Cova da Moura, sobre todo por la vía del deporte y del acompañamiento escolar.

El relato autobiográfico de Johnson Semedo impresiona por la crudeza y por la desnudez de su sinceridad. No es un texto sentimental en que el protagonista se viste la piel de de víctima del sistema, para así disculparse. Tampoco se enorgullece, ni ‘asume’ sus fechorías, que reconoce como tales. No maquilla su pasado y, por eso, no tiene  escrúpulo en reconocer que también él fue racista, por su aversión a los ‘blancos’ (p. 33-34). Ni se blanquea a sí mismo, identificándose como ‘preto’ (p. 39). Usa siempre un lenguaje genuino y frontal, políticamente incorrecto, sin eufemismos.

Hay una presencia constante en el relato doloroso de su vida: sus padres y su familia. Es la muerte accidental del hermano Fernando Jorge la que golpea la espoleta del proceso de su autodestrucción. Pero son sobre todo sus padres las grandes referencias de su existencia. Cuando, bajo custodia policial, visita por última vez al padre hospitalizado, este ya no consigue decirle nada con palabras, sino que se lo dijo con lágrimas que aquel hijo nunca olvidará. Consciente de las muchas dificultades económicas de su familia, hasta el punto de a veces pasar hambre, Johnson pone en la cartera de la madre algún dinero que robaba, pero esta nunca lo aceptaba y siempre lo devolvía. En profundidad, él no es capaz de comprender la enorme dignidad de la actitud de su madre, fervorosa católica, que lo visitará en los diferentes  establecimientos penitenciarios en que estuvo detenido.

Es ejemplar y paradigmática la acción de la Dra. Maria do Castelo, la sicóloga clínica que logra su recuperación, porque cree en su cambio de vida aunque, al mismo tiempo, lo responsabiliza, sin disculparlo o sustituirlo. Así como extraordinario es el mérito de Vale de Acór, del padre Pedro Quintela, que, como tantas otras instituciones cristianas, no es un mero discurso inflamado contra las injusticias sociales o el flagelo de la droga, sino un servicio efectivo a los más necesitados. Sí, la misma iglesia católica que, para algunos, es sólo sinónimo del manido estereotipo de la inquisición o del tristísimo escándalo de los padres pedófilos, es también y sobre todo quien acoge a los drogadictos, a los más pobres de los pobres, a los huérfanos, a los leprosos, a los viejos abandonados, etc.

At last but not least, la academia de Johnson no surgió por iniciativa del poder político, ni por el patrocinio de un poderoso grupo económico, ni por vía de un gran apoyo comunitario, o de un abultado subsidio estatal de solidaridad social. Nació de la generosidad de un hombre, católico, con diez años, motorista de profesión, casado y padre de cuatro hijos. ¡Funciona!


sábado, 27 de junio de 2015

El pobre y el prójimo



                                                        Ilustração de Carlos Ribeiro

Donde y cuando un hombre sufre, ahí mismo surge  la necesidad de un prójimo.

El sufrimiento mayor es el del dolor que se siente cuando no se tiene con quien compartirlo. La soledad es una deficiencia en el ser, no hay yo sin nosotros. No hay individualidad sin comunidad. El fin de cada ser humano es el amor, un compromiso en que se realiza el yo en nosotros.

El otro no debe nunca ser un instrumento que yo utilizo con vista a alcanzar cualquier otro fin. Nadie es una cosa. El otro nunca es mío. Es un yo. Otro yo. Forma parte del mundo en que yo soy sólo si el fuera también.

Sólo compartir combate la pobreza.

Los gestos nos definen… pero también el silencio entre ellos.

Nuestra sociedad se ha construido en torno al egoísmo. Se consume en el sentido de comprar, usar y desechar. Todavía más. La mayor miseria de nuestro mundo es que algunas personas son, para nosotros, insignificantes. Están fuera de nuestro mundo. Descartados. Excluidos, extraño mundo este, donde ser explotado es, aún así, algo bueno, pues significa que aún se forma parte de los visibles.

Sí, en algunos casos, la riqueza es justa y la pobreza es fruto de la negligencia, es también verdad que donde abundan la riqueza y la pobreza, ahí falla la comunidad. Hay una razón simple para que los pobres sean pobres. Y no es sobre humana. La miseria de unos es una señal concreta de que la riqueza de otros conlleva una violencia. Porque tiene lo que no usa. Porque poseen como superfluo lo que para otros sería esencial.

Se aíslan, excluyen al otro. Apuntan lejos, donde no lo puedan ver ni oír. Llegan a temer cualquier contagio. Desconocen que donde los ricos tienen la ansiedad, tienen los pobres la esperanza. No saben que hay en la pobreza una alegría auténtica, que deriva de una libertad inmensa. Pero esto es un misterio absoluto para quien nunca estuvo privado de casi todo.

La grandeza de cada uno de nosotros sólo se descubre cuando somos capaces de dar lo que tenemos a lo que somos.


Ser pobre es, aún así, tener alguna cosa, pero tener falta de lo que es esencial. La pobreza sólo atañe al espíritu en el caso de aquellos que creen que los bienes materiales son lo que más importa.

Es de la mayor importancia que consigamos atraer a los que están al margen más cerca del centro. Junto a todos. Donde seamos capaces de ser quien somos, todos. Mi próximo es mi vecino, que puede haber sido forastero, pero que ahora ya no lo puede ser más. En el espacio y en el tiempo. Está ahí, conmigo, y con nosotros… mi hermano. Soy yo, allí. Nosotros

¿Cuántas veces fue el otro que se acercó a mi cuando yo estaba abandonado al sufrimiento? ¿Cuántas veces, después, se fue cuando quedé bien sin cobrar nada? ¿Cuántas veces fui yo capaz de hacer lo mismo?

¿Cuántas veces olvido el bien que me hicieron porque prefiero guardar el mal que causaron?

Amar al otro como a mí mismo es colocar en el centro del amor que me atrae a mí y al otro. Amar es crear algo mayor que uno. Un nosotros. Amar no es andar detrás de Dios. Es tenerLo detrás de nosotros, contento conmigo, contento con el otro, feliz con nosotros.




domingo, 21 de junio de 2015

¡Jesús, sí; Iglesia, no!


http://observador.pt/opiniao/jesus-sim-igreja-nao/

Los que aman a Cristo, pero no a su Iglesia, ya están en camino a la verdad. Pero, como Saulo de Tarso, también son llamados a la conversión, o sea, a amar a Jesús en la Iglesia, que es verdaderamente su cuerpo.

Es frecuente encontrar hombres y mujeres de buena voluntad que les gusta mucho Jesús de Nazaret,  sus inspiradas enseñanzas y  su proverbial bondad, pero sienten una profunda aversión por la Iglesia católica. En su jerarquía, en sus dogmas, en sus leyes, en su disciplina, en sus exigencias morales y también en los escándalos que, desgraciadamente, desde siempre la acompañan, no son capaces de vislumbrar la grandeza del maestro de Nazaret, que tanto entusiasma a las multitudes desde hace dos mil años y ahora también conmueve a no pocos contemporáneos. La fe de estos ‘cristianos’ anticlericales se resume en un solo artículo: ¡Jesús, sí, Iglesia, no!

El argumento parece tener alguna pertinencia. Hace dos mil años no había ningún Catecismo de la Iglesia Católica, ni ningún Código de Derecho Canónico, ni tribunales eclesiásticos o excomuniones y, por eso, hay quien quiere ver, en la Iglesia actual, una nueva versión de los antiguos fariseos y doctores de la ley. Otros tal vez no lleguen tan lejos su anticlericalismo, pero insisten en la sencillez del cristianismo inicial, que la Iglesia habría desvirtuado, razón que invocan para entender que pueden muy legítimamente adherirse a Cristo, sin pertenecer por eso a la Iglesia católica.

El patrón de estos ‘cristianos’ anticlericales tiene un nombre: Saulo de Tarso. O sea, San Pablo, pero antes de su conversión. Saulo, por supuesto, nunca persiguió a Cristo, ni consta que se hubiera opuesto a su magisterio. Tampoco aparece entre aquellos que públicamente lo contradecían. Con todo, Saulo fue uno de los que participó activamente en el martirio de uno de los primeros diáconos, San Esteban, como implacable perseguidor de la Iglesia primitiva. Por tanto, “Saulo devastaba la Iglesia: iba de casa en casa, arrastrando hombres y mujeres y los encarcelaba” (Act 8, 3).

Es cuando Saulo, “respirando siempre amenazas y muertes contra los discípulos del Señor”, se dirige a Damasco, con poderes para apresar a los cristianos que hubiera allí,  y ocurre su conversión. Interpelado por alguien que le pregunta por qué lo persigue – “¿Saulo, Saulo, por qué me persigues?” – pide a su extraño interlocutor que se identifique, lo que él hace diciendo: “Yo soy Jesús, a quien tú persigues” (Act 9, 1-6).

En un diálogo tan breve, Jesús afirma, por dos veces, que es perseguido por Saulo de Tarso, lo que, en realidad, no sólo no era verdad como parecía indicar una extraña manía persecutoria. De hecho, para Saulo, Cristo era alguien que ya había muerto y pasado a la historia y que, por tanto, ya no valía la pena seguir. Él perseguía sí a la Iglesia, pero no a Cristo; a los cristianos, pero no a Jesús de Nazaret.

Es, de hecho, muy significativo que en ese diálogo tan breve, Jesucristo haya dicho, por dos veces, que él y la Iglesia son una sola y la misma realidad. Podía haber dicho: “¿Saulo, Saulo, por qué persigues a mis discípulos? O: ¿por qué persigues a mi Iglesia? Jesús, al ser interrogado sobre su identidad, debería haber dicho que era el Maestro, o el Señor de aquellos que eran perseguidos, pero nunca el propio objetivo de la persecución que, de hecho, no se dirigía directamente a él, sino a sus fieles, a su iglesia.

San Pablo construirá su eclesiología a la luz de esa revelación: la Iglesia no es una institución o una realidad distinta de su divino fundador, sino Cristo realmente presente en el mundo y en la historia, en el espacio y en el tiempo. Por eso, no es posible amar verdaderamente a Jesús fuera de la Iglesia, ni ser de la Iglesia sin ser en Cristo. No son dos términos análogos, sino sinónimos. No son dos realidades diferentes, sino dos modos distintos de una misma presencia. Y, si es verdad que hoy, sólo por la fe, es posible ver a Cristo en su iglesia, también es cierto que, hace dos mil años, sólo por la fe era posible ver al Hijo de Dios en la humanidad de Jesús de Nazaret.

No hay dos Cristos, sino uno solo, que es, simultáneamente, Dios y hombre verdadero, y que tiene un nombre: Jesús de Nazaret. Es este Jesús el que la Iglesia no sólo adora sino que también es. El otro, el de los cristianos anticlericales, nunca existió, ni existe, sino en su imaginación. Amar a Cristo, sin amar a su iglesia, es tan contradictorio como absurdo sería querer a alguien despreciando su cuerpo. Amar a la Iglesia es amar a Cristo, porque el cuerpo de una persona no es sólo algo que le pertenece, sino que es ella.

Los que aman a Cristo, pero no a su Iglesia, ya están en camino a la verdad. Pero, como Saulo de Tarso, también ellos son llamados a la conversión, o sea, a amar a Jesús en la Iglesia, que es verdaderamente su cuerpo.




sábado, 20 de junio de 2015

La bondad de la alegría y de las tristezas



https://www.facebook.com/jlmartins/posts/10204298429488439:0


                                                      Ilustração de Carlos Ribeiro

La alegría nace de un contento interior. Sólo hay alegría cuando hay equilibrio y sosiego profundos. Se puede fingir alegría, disfrazando con ella estados íntimos de tristeza, así como se puede contenerla manifestándose el agrado de una forma más moderada. Muchas veces se confunde la alegría con la locura, porque nunca es fácil comprender si aquello que allí salta, ríe y danza, lo hace por haber encontrado la paz en su corazón o si esas son una forma desesperada de intentar alcanzar un estado de agradable sosiego interior.

Hay pues la alegría que brota de la paz interior; otra que es sólo un disfraz; y, la que es una forma desesperada de buscar sosiego del alma, intentando llevarlo de fuera a dentro.

Nuestra paz depende más de lo que somos y queremos ser que de aquello que acontece en el mundo a nuestro alrededor. La verdadera paz no está en los otros o en las cosas, reposa en el fondo de nosotros… y nos hace reposar en el fondo de sí. También en una rueda, todo gira… menos el eje.

Hay tristezas superficiales y profundas. Unas y otras coexisten en el corazón de quien es feliz. La vida está hecha de ganancias y pérdidas. Subimos y descendemos pendientes, unas veces suaves, otras empinadas. Pero nuestro camino nos lleva siempre adelante. El mañana hará del hoy pasado sin que podamos hacer mucho al respecto. La alegría auténtica pasa por comprender que la existencia es este desafío constante de vivir siempre más, por mucho que queramos vivir en un estado compuesto sólo de buenos momentos.

En la vida como en el camino, más que comenzar alegre, importa llegar satisfecho. Comprendiendo siempre que la vida sólo tiene sentido si cada llegada fuera la partida para una nueva aventura. Siempre. Por más feliz que sea la llegada y más triste la partida…

Las alegrías superficiales son siempre tempestuosas y pasajeras, siendo señales claras de la aproximación de infidelidades más profundas. La alegría auténtica nos permite huir del tiempo y experimentar, por unos instantes, la eternidad. Pero, con la misma calma que así nos eleva, también nos vuelve a colocar en el suelo.

La alegría y las tristezas revelan la esencia dinámica de nuestra existencia. Vivir es estar lanzado en pleno vuelo entre dos horizontes… pasando por mil mundos de esperanzas y dolores, bellezas y tormentos, sin que nunca sea posible detenernos en ninguno.

Es bueno recordar los días y años en que vivimos con más sabiduría. En que éramos felices y ni siquiera teníamos idea de eso. Pero visitar el pasado de forma recurrente es no aceptar la vida como ella es: un presente siempre nuevo. La esencia de cada uno de nosotros es una migaja de vida, un pedazo de luz que garantiza que seamos parte de algo mayor que, aunque no lo podamos comprender, es posible sentirlo… si fuéramos capaces de admirarlo.

La alegría brota de una armonía con nosotros, más que con los otros. La alegría resulta de una actitud de bondad pura. Una forma de estar atento a las pequeñas cosas y a las señales sutiles de lo que hay en este mundo más elevado. Sólo la verdad ve la verdad. Sólo la bondad ve la bondad. Sólo quien se atreve a ser verdadero y bueno puede admirar el camino que debe construir. Por donde tendrá paz y será feliz, a cada paso…

No hay nadie, por mucho mal que haya hecho, que no consiga invertir los peores hábitos y hacerse bueno y verdadero.

La alegría es un bien y solo tiene sentido si se comparte. El gozo por la desgracia ajena es una locura, en el peor y más triste sentido de la insania mental y emocional.

La verdadera felicidad encuentra en el silencio  su más elocuente expresión.


Nuestros dolores también se alivian por la sola compañía  de quien nos quiere bien. Amar es hacerse presente. Entregarse como un bien. Aunque lejos en el espacio y en el tiempo, el amor encuentra siempre forma de llegar. Y quien lo espera ya vive un poco de aquello que espera… una alegría. Profunda. Verdadera. A pesar de todo.

miércoles, 17 de junio de 2015

‘fumar mata’…



Me llamó una buena amiga, y también voluntaria de cáritas, para pedirme la receta del bizcocho de manzana, que tanto gusta y tanta fama me está dando de buen cocinero… Pero la media hora de teléfono la dedicamos a otros asuntos, empezamos arreglando el país, y en seguida nos centramos en los nuestro,  en cómo aliviar la pesada carga de algunas personas necesitadas que acuden a cáritas, en sus distintos servicios.

Ella tiene un caso que le preocupa especialmente ahora, quiere que yo intervenga, y tanto confía en mí, que no me puedo negar a hacer algo por lo menos. Sus comentarios me dieron el motivo ineludible para escribir esta nueva denuncia: la persona que le preocupa tanto en estos momentos, tiene que recoger colillas para poder fumar un cigarrillo, en el que quemar  su ansiedad, su desesperación, su frustración… como tantos separados, desunidos, empobrecidos, maltratados…

¡Qué absurdo, y qué pedante, y hasta injusto, me resulta ahora ver en un paquete de cigarrillos  la leyenda ‘fumar mata’!…

Es cierto que ya hemos comentado muchas veces este signo del deterioro social y de las condiciones de vida de los excluidos sociales: ‘se ha vuelto a la recolección de colillas’, cuando prácticamente había desaparecido poco antes de la crisis.

¡Pero en qué mundo vivimos! Ahora todos somos jueces unos de otros, y así nos va… No nos entendemos, vivimos en una nueva babel, en la que lo que se destruye no es precisamente una torre, sino las mismas personas, que en un número creciente descienden en la escala social hasta la exclusión. ¡Palabras terribles! Más aún porque, de tan habitual, se nos acerca cada vez más y amenaza nuestra propia seguridad. Una sociedad que tan altas cumbres de desarrollo material ha alcanzado, que se ha vuelto egoísta hasta el extremo de sacrificar a muchas personas, nacidas, bien formadas,  incluso antes de nacer, insensible a las capacidades, los méritos… premiando sólo el servilismo con el nuevo ídolo multiforme del progreso.

Me dicen que soy pesimista. Sí, lo soy, socialmente mucho. Pero sigo creyendo en el ser humano, porque Dios me lo permite,  y me llama a su encuentro con frecuencia entre los excluidos sociales;  en la misma proporción que entre las personas que, por suerte aún, no son excluidos sociales.

También me recordó mi amiga que esta crisis ha provocado un aumento de las enfermedades y del número de pacientes. No había terminado de hablar y me asalta otra denuncia ya repetida: ‘…en cambio la atención sanitaria disminuye su calidad y número de prestaciones’. Esto, terriblemente casa con lo que he dicho más arriba, que a los altos responsables de la economía, el gobierno y la paz en el mundo, no les importa demasiado lo que le suceda a la creciente  masa de excluidos sociales.




domingo, 14 de junio de 2015

El “Mister” Jesús, un mal entrenador



http://observador.pt/opiniao/o-mister-jesus-um-mau-treinador/  13/6/2015, 0:03

Todos los días aparecen nuevas ‘evidencias arqueológicas’ acerca de Jesús pero, que se sepa, aún ninguna negó que Jesús de Nazaret, después de carpintero, fuese así mismo entrenador.

Mucho se ha dicho y escrito sobre Jesús. Algunos no esconden su desprecio por alguien que consideran materialista, interesado y oportunista. Otros, por el contrario, miran con expectación hacia el nuevo mesías, de quien esperan el milagro de la copa, condición necesaria para que una esponja limpie su pasado de sumisión al adversario. En un ambiente aún crispado por las emociones, no es fácil llegar a un veredicto objetivo y desapasionado. Pero, aunque persistan algunas dudas, una conclusión puede ser la ya adelantada: Jesús no es, decididamente, un buen entrenador.

Tal vez algunos piensen que quien lo dice es un imberbe resentido, que quiere aprovechar este espacio para verter su resentimiento partidista, o un fervoroso adepto de su eterno rival, ahora titular del  prometedor entrenador. Ni una cosa ni la otra. En realidad, el mister al que se refiere esta crónica ni siquiera es el blanco de los noticiarios deportivos de estos últimos tiempos, sino  un remoto homónimo que, hace cosa de dos mil años, también fue un polémico entrenador.

No consta que Jesús, el otro, ha asumido alguna vez cualquier función directiva en el club futbolístico de Nazaret que, de haber existido, no dejó rastro. Todos los días aparecen nuevas ‘evidencias arqueológicas’ acerca de jesús pero, que se sepa, aún nadie negó que Jesús de Nazaret, después de carpintero, fuese así mismo entrenador.

Por tanto,  cuando comenzó su magisterio público, Cristo escogió un equipo de colaboradores, los apóstoles. Si once son los jugadores de un equipo de futbol, doce eran los discípulos más próximos del galileo, aunque tuviese muchos más adeptos porque, en una ocasión, envió setenta y dos de estos a predicar. Entre estos últimos debía haber todo tipo de gentes, pero aquellos doce eran  su selección, porque fueron personalmente escogidos por el Mister.

Sucede, con todo, que aquel equipo dejaba mucho que desear. En términos intelectuales, aquellos jugadores eran bastante primarios. No eran propiamente personas muy inteligentes, porque no entendían, muchas veces, lo que el Mister les decía en los entrenamientos. Para suplir esta deficiencia, Jesús tenía que darles explicaciones complementarias, como se acostumbra a hacer con los malos alumnos.

Desde el punto de vista táctico, eran también bastante limitados: mientras el Mister les hablaba continuamente de otro campeonato, el del reino de los cielos, sus expectativas no iban más allá del título recampeonato nacional. En vez de temer al equipo del maligno, el principal adversario, recibían la formación rival de los fariseos.

Tampoco eran grandes de corazón: abundaban, entre ellos, las discusiones de balneario, por mezquinas rivalidades. En una ocasión, cuando el equipo, camino de Jerusalén, fue mal recibido en Samaria, Santiago y Juan quisieron que descendiera fuego del cielo y destruyese a los samaritanos, al modo del moderno apedreamiento de los autocares de los equipos contrarios. Cuando una desesperada fan suplicó a Jesús, a gritos, la cura de la hija muy enferma, en vez de compadecerse de ella o interceder por ella, pidieron al Mister que mandase callar a la madre, lo cual tampoco denotaba buenos sentimientos (Mt 15, 21-28).

¿Serían, por lo menos, piadosos? No parece, porque Cristo se retiraba siempre solo a lugares donde, de madrugada o de noche, rezaba. Incluso cuando, ante la inminencia de la gran final, pidió a su equipo que se concentrase y se uniese a su rezo, en el estadio del huerto de los olivos, no lo logró y quedó, más de una vez, solo. Fue además solo como ganó la copa del mundo (Jo 16, 33).

Del mismo modo en términos físicos, la selección dejaba mucho que desear. Bartolomé, también llamado Natanael fue visto durmiendo debajo de una higuera. Tomás, otro de los jugadores, tenía poco espíritu de equipo, que sólo creía en los goles que veía. Felipe, también titular, quería ver al presidente del club, por dudar que él y el mister fuesen uno solo. ¡Más extraño es que el veterano del equipo, Simón, a pesar de haber  negado por tres veces al entrenador, que lo llamó Satanás, o sea el nombre del presidente del club maligno, no vio rescindido su contrato, ni siquiera dejó de ser el capitán del equipo! Peor aún: el traidor, Judas, que era ladrón y robaba para el equipo contrario, había sido igualmente escogido por el entrenador que, sabiendo de su mala índole, nunca lo debería haber contratado.

¿Será que un fracaso tan rotundo se debió a la falta de buenos candidatos? De ningún modo porque, entre los contemporáneos del Mister de Nazaret, se encontraba su primo Juan Bautista, un autentico campeón de la fe, y su amigo Lázaro, que él resucito y que, por tanto, después de esa fantástica recuperación, debía estar en excelente condición física.

Hasta tenía quien le financiase los pases más costosos, porque eran sus amigos Nicodemo, “un jefe de los judíos” (Jo 3, 1); María, que le ofreció “una libra de perfume de nardo de gran precio” (Jo 12, 3); y José de Arimatea, el acomodado discípulo en cuyo sepulcro él sería sepultado (Mt 27, 57).  Ningún presidente de club le cerró la tapa de las contrataciones, ni ningún acto vergonzoso le impidió optar por los mejores de Galilea, de Judea y Samaria.

Como afirmó Marcos, una especie de redactor del periódico deportivo de la época, el mister escogió “los que quiso” (Mc 1, 13). Quiere esto decir, sin sombra de duda, que él, el entrenador, fue el único responsable de su propio plantel.

No, decididamente Jesús no fue un buen entrenador. El equipo que él formó era, a todos los títulos, lamentable. Nadie contrata jugadores tan flojos como aquellos que el Mister de Nazaret, consciente y voluntariamente, escogió. ¿¡Por qué lo hizo!? Tal vez para que nadie se sienta, por pequeño que sea, indigno de este equipo, la Iglesia, para la cual él llama a todos los hombres y mujeres, garantizando a todos los que perseveren en ella por el amor, la victoria final.



sábado, 13 de junio de 2015

Sólo los grandes se humillan





                                                      Ilustração de Carlos Ribeiro

Querida amiga,

Al contrario de lo que acostumbra a pasar, la humildad exige que la persona se humille. Una persona humilde reconoce su pequeñez e insignificancia, tiene los pies bien asentados en el suelo y sabe que, por mucho que podamos volar, somos tierra… y a la tierra hemos de volver.

La humillación de nosotros mismos es la expresión extrema de la humildad. Así como la humillación de otros es la manifestación exterior de más profunda arrogancia, un orgullo que no es más que podredumbre, sed de elogio, flaqueza que tiene vergüenza de sí misma y procura, a toda costa, elevarse pisando a otros. Como si humillando a los que están a su lado alguien pudiese hacerse mayor. Casi nunca se dan cuenta de eso, pero aquellos que humillan a los otros son, tal vez, las principales víctimas de su maldad…

Debemos ser humildes. Según yo creo, la humildad no es una virtud, sino tan solo la verdad. No somos sino poca cosa. Es bueno que conozcamos nuestros límites, porque eso implica también que tomemos conciencia de nuestras potencialidades.

Cuando somos orgullosos tenemos una visión deformada y desajustada de la realidad. Creemos ser más de lo que somos y no nos damos cuenta del valor de los otros que, por peores que sean o menores que parezcan ser, siempre serán para nosotros algún bien…

Cuando no somos humildes creemos que no necesitamos de nadie. Imagine que una estatua es vista por cuatro personas diferentes al mismo tiempo. ¿Podrá alguna de ellas decir que tiene la única perspectiva buena, la más perfecta? ¿Cuál es el lado verdadero de la realidad? Tiene sentido compartir lo que somos, dialogar y así enriquecernos unos a otros. Creo que hasta el propio escultor, si escucha lo que le dicen los que admiran su obra, podrá aprender más sobre la riqueza de lo que creó…

La humildad es una forma de relación con el otro, colocándolo por encima de nosotros. Pero no crea que eso vuelve a quien se humilla más vulnerable. Al contrario. Un yunque se vuelve más duro a cada golpe… y es siempre mejor descender de los altares de la arrogancia, de donde muchos intentan derribarnos, para el suelo donde estamos más seguros, con buen equilibrio y con espacio. Sólo la pequeñez permite la verdadera grandeza. El orgullo es envidioso, la humildad generosa. El orgullo divide, la humildad comparte.

Cuidado, sin embargo: las falsas libertades crean verdaderas pasiones. La misión de servir al otro, parece una pérdida pero es, en verdad, una liberacion.

Si repara bien, las personas más nobles casi siempre tienen maneras sencillas, siendo que buena parte de la multitud tiene la idea de que las maneras sencillas son señal de poco valor.

La humillación de los que se colocan al servicio de los pobres y oprimidos es, sin duda, un gesto divino. Hay quien, por amor, es capaz de cambiar el pañal o bañar a un encamado o, más sencillo, de escuchar con atención a alguien que necesita tener con quien hablar de sus dolores. Esto es tan raro como sublime. El bien necesita de mí, de pasar a través de mí, para llegar al otro, así yo sabré anularme y ser instrumento de ese algo mayor que yo.

Claro que será siempre más fácil llorar con quien llora que compartir la alegría de quien está contento.

Humillarnos es un trabajo duro y exige mucha persistencia. No nos obliga a hacer muchas cosas, sino que orientemos todo cuanto decidimos en vista a un mismo fin. Es importante que, aunque sea a paso lento, y con muchas paradas, nunca caiga en la tentación de volver atrás. Sería descender, sí. Pero en poco tiempo habría de encontrarse en un agujero mucho más profundo que el sitio desde donde comenzó… También importa que no se contente con los primeros buenos resultados; siempre podemos ser un poco mejores. Siempre.

Permítame un consejo final: no tema ser humilde. Humíllese. Aunque duela. Y cuando se sienta pobre y oprimida, recuerde que no está sola. Nunca. Donde hay humildad, habita el amor. El amor nos hace esclavos, pero sólo en él llegaremos a lo mejor de nosotros mismos. Todo lo demás puede ser muy valioso, pero sólo en apariencia.

Somos poco… pero un poco divino.

Rezo por usted y confío en usted.


Le agradezco, mucho, por juzgarme digno de su tiempo.

Agradecido,

lunes, 8 de junio de 2015

Las razones de la sinceridad


José Luis Nunes Martins

https://www.facebook.com/jlmartins/posts/10204225304380357:0


                                                       Ilustração de Carlos Ribeiro

Hay quien no oculta sus faltas. Hay quien prefiere ser poco, pero entero que tener que mezclarse con impurezas para parecer mayor. Hay quien nunca se amolda a las situaciones hasta el punto de transformarse en otro, perdiéndose a sí mismo. La sinceridad es la cualidad esencial del que, no siendo perfecto, es aún así valioso, porque es real y auténtico.

Ser sincero es más que tener un gesto ejemplar una palabra verdadera. Es ser entero en cada decisión, en cada palabra… Ser sincero es una elección que se renueva cada hora.

Todos fallamos. El error es una señal evidente de que somos limitados, pero es también el punto a partir del cual cada uno revela lo que es. Unos ignoran, otros prefieren disculparse, culpando a quien no tiene la culpa. Otros aún, pocos, reconocen sus errores y procuran enmendarse, no a través de disfraces o pinturas superficiales, sino de un cambio más profundo.

Sólo quien decide ser fuerte, consigue llegar a ser sincero. Es duro y supone una elevada capacidad de sufrimiento. Por eso, no es algo que se deba esperar de personas débiles y pobres de voluntad.

El sincero consigue resistir a la maldad y seguir adelante, aún cuando sólo parece haber caminos torcidos. Escoge ser puro e inocente, por la fuerza y el coraje con que resiste a todo lo que lo seduce y amenaza, pero que, en verdad, sólo lo quiere disminuir  a través de la culpa.

Hay personas que no buscan artificios en su relación con los otros, se revelan tal como son.

Nunca es una buena opción ocultar nuestros defectos. Quien se deleita con las bellas apariencias raras veces le importa lo que tiene valor profundo. Así como quien se preocupa por el valor real sabe que no hay gente sin defectos, grietas y flaquezas, y que la verdadera integridad es la de reconocernos como somos, no porque seamos mejores, sino porque no queremos ser peores, creándonos ilusiones.

Una persona sincera es igual a sí misma. Crece, pero se mantiene fiel a su pureza original. No crea equívocos, aunque prefiera reservar para después lo que tiene de mejor.

Otros son los que se giran y giran, dando vueltas y más vueltas sobre sí mismos, a fin de, rastreando siempre, intentan llegar a lo que no es suyo, a lo que no son… sólo porque no tienen fuerza ni coraje para ser. No se dan cuenta de que por ese camino descendente, no hay sino vacíos disfrazados de cosas grandes.

Cuando una verdad se acrecienta con unas cuantas verdades más, con intención de que la mezcla pase después por valiosa, lo que se obtiene es sólo una mentira repintada. Y, por más refinada que sea, no dejará jamás de ser una impureza.

No es fácil doblegar a alguien sincero y honesto. Porque, a pesar del sufrimiento que eso le causa, sabrá que la verdad es siempre mayor que la malicia de los que intentan lo que fuere preciso  para que nadie sea sino como ellos son.

La hipocresía es más común que la sinceridad. Es preciso crecer mucho, al punto de ser capaces de la verdad aún después de las mentiras. Al final, son las mismas máscaras que no esconden lo que nos impide ver el mundo y a los otros tal como son.

La sinceridad, jamás puede ser la razón para hacer daño a alguien. Ser sincero es también saber escoger  que decir y que callar. No debemos decir todo cuanto pensamos, más aún si no lo hubiéramos pensado con honestidad e inteligencia. El silencio es parte esencial de la verdad y de la sinceridad.

Si hay palabras que son gestos dignos de alabanza, también hay palabras que sólo llegan a ser buenas si se cumplieran por las manos de los que osan decirlas.

Una buena acción, o una palabra verdadera, no pierden su valor sólo porque nadie los reconozca… Parte de la dureza de la sinceridad es el abandono al que   se envía a los sinceros… aquellos que se deciden a seguir por el camino que conduce al cielo. Derecho.