domingo, 21 de junio de 2015

¡Jesús, sí; Iglesia, no!


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Los que aman a Cristo, pero no a su Iglesia, ya están en camino a la verdad. Pero, como Saulo de Tarso, también son llamados a la conversión, o sea, a amar a Jesús en la Iglesia, que es verdaderamente su cuerpo.

Es frecuente encontrar hombres y mujeres de buena voluntad que les gusta mucho Jesús de Nazaret,  sus inspiradas enseñanzas y  su proverbial bondad, pero sienten una profunda aversión por la Iglesia católica. En su jerarquía, en sus dogmas, en sus leyes, en su disciplina, en sus exigencias morales y también en los escándalos que, desgraciadamente, desde siempre la acompañan, no son capaces de vislumbrar la grandeza del maestro de Nazaret, que tanto entusiasma a las multitudes desde hace dos mil años y ahora también conmueve a no pocos contemporáneos. La fe de estos ‘cristianos’ anticlericales se resume en un solo artículo: ¡Jesús, sí, Iglesia, no!

El argumento parece tener alguna pertinencia. Hace dos mil años no había ningún Catecismo de la Iglesia Católica, ni ningún Código de Derecho Canónico, ni tribunales eclesiásticos o excomuniones y, por eso, hay quien quiere ver, en la Iglesia actual, una nueva versión de los antiguos fariseos y doctores de la ley. Otros tal vez no lleguen tan lejos su anticlericalismo, pero insisten en la sencillez del cristianismo inicial, que la Iglesia habría desvirtuado, razón que invocan para entender que pueden muy legítimamente adherirse a Cristo, sin pertenecer por eso a la Iglesia católica.

El patrón de estos ‘cristianos’ anticlericales tiene un nombre: Saulo de Tarso. O sea, San Pablo, pero antes de su conversión. Saulo, por supuesto, nunca persiguió a Cristo, ni consta que se hubiera opuesto a su magisterio. Tampoco aparece entre aquellos que públicamente lo contradecían. Con todo, Saulo fue uno de los que participó activamente en el martirio de uno de los primeros diáconos, San Esteban, como implacable perseguidor de la Iglesia primitiva. Por tanto, “Saulo devastaba la Iglesia: iba de casa en casa, arrastrando hombres y mujeres y los encarcelaba” (Act 8, 3).

Es cuando Saulo, “respirando siempre amenazas y muertes contra los discípulos del Señor”, se dirige a Damasco, con poderes para apresar a los cristianos que hubiera allí,  y ocurre su conversión. Interpelado por alguien que le pregunta por qué lo persigue – “¿Saulo, Saulo, por qué me persigues?” – pide a su extraño interlocutor que se identifique, lo que él hace diciendo: “Yo soy Jesús, a quien tú persigues” (Act 9, 1-6).

En un diálogo tan breve, Jesús afirma, por dos veces, que es perseguido por Saulo de Tarso, lo que, en realidad, no sólo no era verdad como parecía indicar una extraña manía persecutoria. De hecho, para Saulo, Cristo era alguien que ya había muerto y pasado a la historia y que, por tanto, ya no valía la pena seguir. Él perseguía sí a la Iglesia, pero no a Cristo; a los cristianos, pero no a Jesús de Nazaret.

Es, de hecho, muy significativo que en ese diálogo tan breve, Jesucristo haya dicho, por dos veces, que él y la Iglesia son una sola y la misma realidad. Podía haber dicho: “¿Saulo, Saulo, por qué persigues a mis discípulos? O: ¿por qué persigues a mi Iglesia? Jesús, al ser interrogado sobre su identidad, debería haber dicho que era el Maestro, o el Señor de aquellos que eran perseguidos, pero nunca el propio objetivo de la persecución que, de hecho, no se dirigía directamente a él, sino a sus fieles, a su iglesia.

San Pablo construirá su eclesiología a la luz de esa revelación: la Iglesia no es una institución o una realidad distinta de su divino fundador, sino Cristo realmente presente en el mundo y en la historia, en el espacio y en el tiempo. Por eso, no es posible amar verdaderamente a Jesús fuera de la Iglesia, ni ser de la Iglesia sin ser en Cristo. No son dos términos análogos, sino sinónimos. No son dos realidades diferentes, sino dos modos distintos de una misma presencia. Y, si es verdad que hoy, sólo por la fe, es posible ver a Cristo en su iglesia, también es cierto que, hace dos mil años, sólo por la fe era posible ver al Hijo de Dios en la humanidad de Jesús de Nazaret.

No hay dos Cristos, sino uno solo, que es, simultáneamente, Dios y hombre verdadero, y que tiene un nombre: Jesús de Nazaret. Es este Jesús el que la Iglesia no sólo adora sino que también es. El otro, el de los cristianos anticlericales, nunca existió, ni existe, sino en su imaginación. Amar a Cristo, sin amar a su iglesia, es tan contradictorio como absurdo sería querer a alguien despreciando su cuerpo. Amar a la Iglesia es amar a Cristo, porque el cuerpo de una persona no es sólo algo que le pertenece, sino que es ella.

Los que aman a Cristo, pero no a su Iglesia, ya están en camino a la verdad. Pero, como Saulo de Tarso, también ellos son llamados a la conversión, o sea, a amar a Jesús en la Iglesia, que es verdaderamente su cuerpo.




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