Pablo Garrido Sánchez
Cuentan
que un maestro espiritual entró en un templo, no es importante especificar si
era una mezquita, una catedral cristiana o un templo hinduista, y se tumbó en
tierra con los pies hacia el altar dando una imagen irreverente a las miradas
de los presentes, que consideraban el altar como un lugar donde la presencia de
Dios estaba de forma especial. Algunos para resolver tal desacato intentaron
mover al maestro espiritual y orientarlo de otra forma de manera que los pies no estuvieran frente al altar, y en
ese momento el templo comenzó a girar en el mismo sentido en el que pretendían
mover al maestro espiritual. La lección estaba clara y sigue siendo necesaria:
DIOS está en todas partes.
Esta
verdad así desnuda es silenciosamente revolucionaria. Fue silenciosamente
revolucionario el bautismo impartido por Juan Bautista en el Jordán, pues ponía
en evidencia que el efecto espiritual de los sacrificios realizados en el
Templo de Jerusalén no era superior al producido por su bautismo de confesión
de los pecados llevado a cabo por él, y esto molestó en gran medida a los que
ostentaban la postura oficial. Pero sobre todo la revolución silenciosa se
produce con el ministerio público de JESÚS. ¿Puede ser público y silencioso a
la vez? El profeta se encargó de anunciarlo: “No clamará, no gritará por las
calles, la caña cascada no la quebrará, el pabilo vacilante no lo apagará (Is
42,2-3). De múltiples formas la voz del
MAESTRO (VERBO), a lo largo de las generaciones, viene hablando en el silencio
del corazón a personas de toda condición más allá de credos, razas y adscripción
social. Sigue siendo revolucionaria la máxima de JESÚS a la samaritana: Los verdaderos adoradores adorarán en ESPÍRITU y VERDAD; esos son los adoradores que
el PADRE busca · (Cf Jn 4, 23).
La escena vivida
entre JESÚS y la mujer samaritana sirve para extraer una lección magistral
sobre la adoración.
No sólo la adoración puede ser el objeto de meditación partiendo de este
encuentro, pero entre las múltiples facetas que ofrece este texto aparece con
suficiente entidad la adoración misma.
Tanto
la Samaritana como nosotros heredamos una tradición religiosa recogida en la
Biblia, a la cual tenemos que volver la mirada de forma reiterada. El libro revelado nos muestra que la
adoración es el ser o no ser del pueblo elegido; que la desgracia original
acontece cuando la adoración es suplantada por la propia deificación, seréis
como dioses (Cf Gn 3, 5); que la idolatría es la causa de la dispersión, la
destrucción y la muerte del pueblo en su conjunto y del hombre en particular. Son
muchas las citas bíblica que podríamos aportar para justificar los asertos
anteriores. La adoración construye, la
idolatría confunde, divide y destruye; pero como en otras materias el panorama
ofrece una escala de grises bastante amplia, pues la adoración no es nada sin
el adorador, y este no es
químicamente puro. Lo vamos a decir de otra manera: el sujeto que adora precisa de un proceso de transformación permanente
para hacer del acto de adoración un momento de encuentro personal con DIOS de
creciente significación; de ahí que la adoración se aprenda adorando, lo mismo
que a hablar hemos aprendido hablando. La corrección es una faceta del
aprendizaje a la que todos estamos sometidos en esta vida, por eso tenemos
necesidad de volver de manera repetida a las fuentes donde están las claves del
camino cristiano.
JESÚS nos informa, en
el evangelio de Juan, que es una tarea permanente y urgente por parte de DIOS
buscar adoradores.
Teniendo en cuenta el mismo evangelio, a DIOS se lo estamos poniendo un poco
difícil. JESÚS fue al Templo de Jerusalén y allí no encontró adoradores y se
enfadó ostensiblemente (Cf. Jn 2, 13ss); y como Siervo sin dejar de ser el HIJO
fue a buscar por los caminos y en Sicar,
pueblo de Samaria, encontró una mujer que un rigorista habría excomulgado cinco
veces o seis, pues había estado casada cinco veces, y el hombre con el que
vivía no era marido suyo; tampoco nos
dice de quién era marido. Esta persona samaritana encarna muy bien a los que se
encuentran en las encrucijadas de la vida, que DIOS llama (Cf Mt 22,9); pero
que los que se creen de un nivel superior dan un rodeo y pasan de largo (Cf Lc
10,31-32,). El lugar en este caso era el pozo donde los vecinos del pueblo iban
a sacar agua. Conocemos la escena, se inicia un diálogo que parte de una de las
necesidades humanas más básicas: satisfacer la sed. Si era mediodía y verano la
cosa podía estar en cuarenta y cinco grados, y beber un poco de agua es casi un
imperativo. JESÚS el Siervo de DIOS se hace pobre y necesitado de aquella mujer
que le había dado tres portazos a muchas cosas en la vida en busca de un amor
que no encontraba, con cinco hombres había estado conviviendo y para colmo el
actual era marido de otra. JESÚS conduce un diálogo que leído en el evangelio
de Juan dura dos minutos, pero en la realidad pudieron ser dos horas o más. A la mujer no es que se le hubiera ido el
santo al cielo, sino que a través de aquel intercambio personal despunta un
fondo religioso de máximo nivel y hace la pregunta capital: por la adoración.
Para la mujer samaritana la adoración estaba sujeta a unos rituales
determinados, que debían realizarse en el lugar preciso: ese lugar era ¿el
templo del monte Garizín o el Templo de Jerusalén? Pero JESÚS ofrece una alternativa absolutamente nueva: Ni en este
monte, ni en Jerusalén. Llega la hora, y ya está aquí que los que adoran
realmente son los que adoran en ESPÍRITU y VERDAD. Tales adoradores son los que
el PADRE busca (Cf Jn 4, 23)
Nos
hemos saltado muchas cosas de este episodio, pero no son decisivas para el tema
que nos ocupa que es la adoración. Sí procede, por otra parte, rescatar y
ahondar en lo posible sobre la frase: Los verdaderos adoradores adorarán al
PADRE en ESPÍRITU y VERDAD (Jn 4,23). El espíritu del hombre tiene que estar
unido al ESPÍRITU de DIOS, porque DIOS es ESPÍRITU (Cf Jn 4, 24). La
adoración tiene una meta: “ABBA”. Este término fonéticamente pertenece al
lenguaje universal, pues todos los niños de cualquier cultura hacia los seis
meses de vida emiten una expresión similar para referirse a la persona más
próxima que le ofrece amor, alimento y protección. San Pablo elevó este impulso humano inicial a la categoría de tendencia
primaria hacia DIOS mismo: El ESPÍRITU se une a nuestro espíritu y clama: “¡ABBA!”(Rm8 15-16) de manera que
alcanzamos la conciencia misma de los hijos de DIOS gracias a la unción que nos
transfiere el ESPÍRITU SANTO nos resulta fácil afirmar con el salmista del
salmo 138 la omnipresencia de DIOS:.. Otros salmos dilatan el alma de la
persona orante a las dimensiones de lo inabarcable de DIOS y de su presencia
totalizante, providente y amorosa. Sentirse
siempre en la presencia amorosa de DIOS es paso decisivo y un objetivo
prioritario para cualquier persona que discurra por la senda de la adoración.
JESÚS
señala la adoración en “verdad”. En el propio evangelio de Juan hay que buscar
su significado preciso. La verdad en
este caso no es una categoría ética con la que determinar si algo es cierto o
falso, aunque el término “Verdad” no excluya ningún aspecto en ese sentido. La “Verdad” requerida por JESÚS para que la
adoración resulte auténtica es el resultado de la unión vital con el “YO SOY”,
que es la “VERDAD” misma: “YO SOY el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14, 5)
Por tanto, el hombre para constituirse en adorador tiene que estar anclado en
la nueva EXISTENCIA CRÍSTICA. Tengamos presente que el evangelio de san Juan
habla de JESÚS de Nazaret con la perspectiva que se obtiene del Hijo del hombre
RESUCITADO, ofreciéndonos al mismo tiempo la realidad actual del REDENTOR y la
relación y visión que hemos de tener de ÉL.
En
el JESÚS del evangelio de san Juan están de manera especial “las cosas nuevas”.
La Redención hace nuevas todas las cosas y la verdad del hombre no es la
condición humana anterior al YO SOY que se ha hecho carne y acampó entre
nosotros” (Cf Jn 1,14). La revelación a Moisés en el Sinaí, en la que DIOS se
manifiesta como la EXISTENCIA -YAHVEH-(cf. Ex 3,14) , adquiere una realidad
totalmente nueva con la encarnación, muerte y resurrección del HIJO de DIOS. Si la dignidad humana antes de la redención
era de máximo rango, después de la Resurrección el hombre entra de forma
directa en la esfera divina de manera difícilmente imaginable. Toda esta
sublime realidad está en cada uno de nosotros de forma incipiente, aún no
manifestada; y por eso la adoración adquiere una importancia capital porque es
la rendija que nos permite vislumbrar la grandeza de DIOS y su obra por
nosotros. Conocemos la escena en la
que Pilato le pregunta a JESÚS con un desdén escéptico: “y qué es la verdad”.
El silencio de JESÚS fue la contestación, porque el romano no apreció, ni
escuchó lo anterior que le había expuesto JESÚS. “Que ÉL había venido para dar
testimonio de la Verdad” (Cf Jn 18,37-38). JESÚS
se estaba identificando con la Verdad, por lo que elevaba el concepto de la
mera lógica formal o la categoría ética a la condición de persona. JESÚS es la
Verdad del hombre para DIOS, y es la Verdad de DIOS para el hombre. DIOS
contempla al verdadero hombre en su HIJO JESUCRISTO; y nosotros los hombres
podremos contemplar a DIOS sólo a través del HIJO: “Nadie conoce al PADRE, sino
el HIJO, y aquel a quien el HIJO se lo quiera revelar (Mt 11, 27)
La adoración se
convierte en una acción TRINITARIA en el corazón del hombre: El PADRE busca
adoradores y es la meta de la adoración; el HIJO nos reviste de la humanidad
verdadera con la que podemos realizar un acto de adoración movidos por el
ESPÍRITU SANTO.
Esta breve síntesis no es una arquitectura caprichosa o artificial de la
adoración; todo esto resulta de una vida en CRISTO iniciada en el bautismo
sobre la que decidimos en un sentido o en otro a lo largo de los años. La adoración nos sitúa en el corazón del
mundo y en el verdadero motor de la historia. Nunca la inteligencia
artificial será capaz de adorar, aunque los avances técnicos puedan simular
multitud de facetas humanas. La adoración no es un hecho insignificante en el
conjunto de las manifestaciones humanas; es, por otra parte, la actuación más
diferenciadora y específica del ser humano.
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