sábado, 31 de marzo de 2018

El ‘selfie’ de JC





La fe en la resurrección de Jesucristo, lejos de ser una suposición gratuita, está fundada en una certeza científica, que hace creíble la explicación sobrenatural.

Habrá quien piense que los ‘selfies’ son una invención moderna, pero no es verdad. Que me disculpen los iconoclastas, pero esta idea de reproducir la propia imagen es mucho más antigua de lo que pudiera pensarse, pues viene, por lo menos, de los tiempos de Jesucristo. De Él fue, de hecho, el primer ‘selfie’ del que se tenga memoria: el sudario de Turín.

La resurrección de Cristo es un principio fundamental de la fe cristiana (1Cor 15, 17-19), pero no la mortaja que, según la tradición, envolvía el cuerpo muerto de Cristo, durante aproximadamente 36 horas. Aunque son muchas las razones científicas que afirman que el hombre del sudario no puede ser otro que Jesús de Nazaret.

Es cierto que, en 1988, algunos científicos propusieron una datación entre los años 1260 y 1390, pero hoy esa tesis científica está científicamente desacreditada, no solo porque la muestra utilizada en ese estudio no era creíble, sino también porque científicamente no quedó probada esa conclusión.

Por eso,  los estudios necrológicos y paleontológicos del calvinista suizo Max Frei, profesor de la universidad de Zurich y criminólogo de renombre internacional, permitirán concluir que la síndone,  tejido de lino tejido al modo indiano, es originaria de Palestina, donde fue tejida aproximadamente hace dos mil años. Se supone que estuvo en Edesa y en Constantinopla, de donde se cree que algún cruzado la pudo haber llevado a Lirey, en Francia, donde aparece en 1353. Más tarde, en 1578, ya era venerada en Turín, donde aún hoy permanece, siendo entonces propiedad de la Casa Real italiana que, en la persona de su último rey, Humberto II, la donó, por disposición testamentaria, al papa, que entonces era San Juan Pablo II.

No quedan dudas de que el sudario envolvió el cuerpo de alguien que fue, hace dos mil años, crucificado, después de flagelado y coronado de espinas. Hasta es posible saber que ese hombre fue azotado –hay registro de 370 heridas, como resultado por lo menos de 600 golpes – con látigos que corresponden exactamente a los que entonces utilizaban los soldados romanos. También son visibles las marcas dejadas por las llagas de las manos y de los pies, así como la del costado, que fue infligida en el cuerpo muerto de Jesús para garantizar, con certeza absoluta, su óbito.

Si las señales de la crucifixión y de la flagelación no son suficientes para concluir que el hombre del sudario es necesariamente Jesús de Nazaret –muchos otros condenados a pena capital eran también azotados y crucificados – no se puede decir lo mismo de la corona de espinas, que sólo a Él le fue impuesta. Fue precisamente esa la razón de su condena, como además se hizo constar, en varias lenguas, en la propia cruz: Jesús de Nazaret, Rey de los judíos (en latín, INRI). También por estas razones, la datación que conducía a los siglos XIII y XIV no es verosímil pues, entonces, hace ya mucho que nadie era flagelado públicamente y crucificado, como indudablemente aconteció al hombre del sudario.

En relación a la imagen de la síndone, subsisten algunos misterios, que la ciencia no ha conseguido descifrar aún. Especialmente lo que respecta a la figura humana visible en el tejido, a modo de un negativo fotográfico. Es sabido que la imagen del sudario no fue pintada, ni reproducida por técnica conocida alguna. Algunos científicos de la NASA llegaron a la sorprendente conclusión de que esa reproducción de un cuerpo humano es tridimensional, lo que también sería impracticable para cualquier falsificador de hace dos mil años, o medieval. Ante la imposibilidad de concretar la forma de fijación de esa representación corpórea en el sudario de Turín, hay quien admite que la impresión haya sido consecuencia de una momentánea explosión de energía. De haber sido así, aquella mortaja no sería solo una reliquia de la pasión y muerte de Jesucristo, sino también una prueba científica de su resurrección.

Cualquiera que sea el veredicto de la ciencia sobre el particular, la verdad es que la resurrección de Cristo, siendo un acontecimiento histórico ampliamente comprobado por muchos y variados testimonios creíbles – en una ocasión única, más de quinientas personas vieron a Jesús resucitado (1Cor 15, 6) – se inscribe en una dimensión trascendente, a la que solo por la fe se tiene acceso. Pero, incluso aquellos que entonces creyeron, como el incrédulo Tomás (Jn 20, 24-29), creyeron porque tenían muchas y sólidas razones para hacerlo. S u fe, lejos de ser una suposición gratuita, estaba fundada en una certeza empírica, que hace científicamente razonable la explicación sobrenatural.

Como escribió D. Américo do Couto Oliveira, que fue obispo de Lamego y autor de A Santa Síndone de Turim, À luz da ciência moderna, ¡“agnósticos o ateos, católicos o no católicos, casi todos están convencidos de que aquel Hombre [del sudario] es Cristo! Oigamos las palabras del filósofo de Virginia, entonces no creyente, Prof. Gary R. Habermas: “Cuando yo era de hecho agnóstico y no admitía la resurrección de Jesús, fueron las pruebas históricas (…) las que me hicieron comprender que él muy probablemente había resucitado de entre los muertos. Mi honestidad intelectual me obliga a confesar que, si estas pruebas histórico científicas se refiriesen a cualquier otra personalidad histórica, mi interés e investigar el caso no habría sido menor. Quiero decir que, si la síndone hubiese sido atribuida a Mahoma, en vez de a Jesús, (…) yo tendría el coraje de reconocer la resurrección de Mahoma. Pero sucede que estas pruebas no se refieren a Mahoma, ni a nadie más que a Jesús”.

Con ocasión del fallecimiento del criminólogo suizo, el secretario del Centro Internacional de Sindonología dice: “Max Frei, cristiano evangélico, luego en el primer instante, intuyó acertadamente que aquella imagen del Hombre de la Síndone no era solo de un hombre que sufrió, ni era la figura de un vencido, sino la de alguien que amó y se dio”. El mismo Cristo había proclamado: “es por esto que mi Padre me  ama: porque Yo ofrezco mi vida, para retomarla después. Nadie me la quita, sino yo la ofrezco libremente, porque tengo poder para ofrecerla y poder recuperarla” (Jn 10, 17-18). ¡Jesús de Nazaret fue muerto, pero fue él el que quiso dar su vida por la salvación del mundo!

¡Feliz Pascua de resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, la más sublime expresión, divina y humana, de la libertad del amor!

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viernes, 30 de marzo de 2018

EL SILENCIO PURO DE LA ORACIÓN




José Luís Nunes Martins


Un hombre muere por nosotros, la pena que debía ser nuestra la asume Él. Nos ama de tal forma que ni nosotros conseguimos comprender bien por qué, pues no somos dignos de algo tan grande.

¿Qué oyes cuando hablas? Sólo lo que tú mismo dices.

¿Qué pretendes escuchar cuando rezas?¿Sólo lo que tú dices?

Para escuchar es necesario el silencio. La verdad susurra. Para oír, es necesario vaciarnos de todas las distracciones.

La verdad se dice en silencio. La presencia de alguien es su verdad más sólida. Amar es escoger estar y decidir estar allí, con aquella persona. Sin grandes palabras.

El silencio es un arma poderosa en relación con el prójimo. Es capaz de ser una espada afilada con la que defendemos el bien, pero también un instrumento eficaz para el mal. Es importante saber usar el silencio en la certeza de que nuestra vida es una misión que cumplir, con obras y no con palabras.

A veces, nos falta la fe y queremos, a toda costa, amar con palabras. Como si eso fuese importante, o siquiera posible. El amor que se puede dar mediante palabras no es auténtico. Las palabras son muy pequeñas y demasiado duras. El amor puro es grande y lleno de vida. Sólo el silencio lo dice. A la vez que es también en el silencio como se acostumbra a ocultar.

Ante el sufrimiento, ¿Qué podemos decir? Todo. Pero lo mejor es no decir nada y cuidar de que estuviera a nuestro alcance. Escuchar el dolor. Empeñándonos en estar abiertos a los significados profundos que el dolor pueda tener, aunque no lo podamos comprender. El que sufre no quiere discursos, quiere la verdad más clara: la paz que es amor. A veces, quiere compartir su dolor con nosotros… y eso, a pesar de ser duro, está a nuestro alcance.

Un hombre muere por nosotros, la pena que debía ser nuestra la asume Él. Nos ama de tal forma que ni nosotros conseguimos comprender bien por qué, pues no somos dignos de algo tan grande. Desconfiamos de la verdad, preferimos una historia cualquiera que no nos comprometa de manera tan absoluta. En los silencios ante todo esto… navegamos por nuestros dolores, sufriendo un poco, como si nuestros sufrimientos fuesen mayores que los que  entregó su vida por nosotros.

En algunos momentos, en los silencios puros en medio de todo el ruido de nuestros pensamientos, hay una oscuridad enorme de donde nace la luz… que no se ve, pero ilumina. Que no se escucha, pero es el camino.

Cuando rezamos, debemos entregarnos. Renunciando a todos los pequeños egoísmos en favor de quien está delante de nosotros, amándolo. Sin grandes palabras.

El silencio es más que un desierto. Es una montaña por donde se sube con paciencia y, en paz, si se escucha a Dios.


Los católicos líricos





La buena nueva de Jesús es la caridad, un amor que no es lírico, sino tan exigente que requiere una abnegación total, hasta la entrega de la propia vida.

Hay por ahí muy buena gente a la que le gusta mucho Jesús y aún más. No el Jesús histórico, ni el Cristo de la fe, que en realidad son una misma persona, divina y humana, sino alguien que solo existe en su mente, y que fue inventado a la medida de sus sueños y caprichos y, a veces también, de sus flaquezas. Alguno de los fans de ese mesías que no existe sino en su imaginación, todavía se consideran católicos, como si alguien lo pudiese ser al margen de la Iglesia, de su doctrina y comunión.

A estos católicos líricos no les gustan las obligaciones, ni las normas, ni las prohibiciones. Mucho menos los cánones, anatemas y condenaciones. Abominan de los dogmas, leyes penales y excomuniones. Para ellos, líricos, la fe cristiana es un vago sentimiento amoroso, que tanto da para justificar su egoísmo -¿el amor propio no es también amor?!- como todos los pecados cometidos por amor. Porque, al final, Dios es amor…

Los líricos gustan mucho de oír hablar a Jesús de las florecillas del campo, del paraíso del cielo y de la sencillez de los pajarillos. Entienden que el gran pecado de la Iglesia fue su institucionalización: cuando se organizó como sociedad, reglamentó su acción misionera, estableció la jerarquía, produjo códigos, creó tribunales e impuso condenaciones, la Iglesia se desfiguró. Perdió entonces la belleza sencilla y tan romántica de aquel rabí, algo heterodoxo, que recorría Galilea liberando, en nombre del amor, todos los que gemían bajo el pesado yugo de la ley farisaica.

Este Jesús mutilado, pura y simplemente no existe, y nunca existió, excepto en la melodías sentimentales de algunas sectas, en los posters de mal gusto en que el Nazareno, sonriendo, giña los ojos a los devotos, y en las prosas poéticas de aquellos cristianos sentimentales que, al tiempo que suplican, con grandes suspiros, el amor universal, odian con cuantas fuerzas tienen a la Iglesia y a cuantos no practican su fe color de rosa.

Es verdad que la buena nueva de Jesús es la caridad. Su amor no es lírico, siendo de una exigencia que requiere una abnegación total, incluso hasta la muerte si fuere necesario (Mt 16, 24-26). Cristo dijo que no había venido a abolir la ley, sino a cumplirla íntegramente, porque, “aquel que violare alguno de estos mandamientos, hasta el más pequeño, y enseñare así a los hombres, será considerado el más pequeño en el reino de los Cielos” (Mt 5, 17.19). No solo no revocó ningún precepto de la ley, sino que añadió más aún, tal vez el más difícil: el mandamiento nuevo. Excluyó la posibilidad del divorcio, que Moisés tolerara, y endureció extraordinariamente la ley penal a que están obligados los fieles: “si alguien escandalizare a alguno de estos pequeños que creen en mí, sería preferible que les colgaran del cuello una rueda de molino y lo arrojasen al mar” (Mt 18, 6).

Hay quien piensa que las reglas, dogmas, leyes y excomuniones católicas no tienen fundamento en el Nuevo Testamento. Pero se engañan, porque no solo Jesús dio ese poder al primer Papa y a sus sucesores (Mt 16, 19), sino que Él mismo sentenció, en cierto modo, la primera excomunión. De hecho, cuando Pedro le quiso impedir que muriera en la cruz, Cristo le dice: “¡Apártate, Satanás! Tú eres para mí un estorbo, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino de los hombres” (Mt 16, 23).La excomunión, que en aquel caso no fue efectiva porque Pedro de inmediato se arrepintió, es esto: apartar5, o sea, excluir, a un fiel de la comunión eclesial.

Tampoco en la Iglesia primitiva se recurrió a esa práctica, aunque siempre como último recurso y solo después de agotados todos los otros medios pastorales. Es lo que San Pablo hizo a un cristiano de Corinto, que vivía escandalosamente “con la mujer de su propio padre” (1Cor 5, 4-5).

También San Ambrosio de Milán, en el año 390, excomulgó a Teodosio, uno de los primeros emperadores romanos cristianos, por haber ordenado este la masacre de Salónica, como represalia por el asesinato del gobernador militar de esa ciudad. Sólo después que Teodosio hubo manifestado humildemente su arrepentimiento y hecho penitencia pública, le fue levantada la excomunión y el emperador, que los ortodoxos veneran como santo, fue readmitido en la Iglesia. A este propósito, Teodosio diría más tarde: “Ambrosio me hizo comprender lo que debe ser un obispo”.

¿Es que cuando Jesús anatematizó a Pedro, Paulo expulsó de la Iglesia al fiel incestuoso y Ambrosio excomulgó a Teodosio, contradicen el mandamiento nuevo?! De ningún modo, porque la caridad exige a veces, aunque por vía de excepción de la regla, una decisión semejante: “Dios os trata como hijos; y ¿qué hijo no es corregido por su padre? Pero, si estáis exentos de corrección, de la cual todos participan, entonces sois bastardos y no hijos. (…) Dios nos corrige para nuestro bien, para hacernos partícipes de su santidad” (Heb 12, 7.10).

El ministerio episcopal, del Papa y de los obispos diocesanos, es una inmensa honra más, sobre todo, un servicio a la verdad revelada y a la comunión eclesial. San Juan Pablo II tuvo el coraje de condenar las falsas teologías de la liberación, de inspiración marxista. También denunció a los pseudo teólogos que exponían teorías contrarias a la fe de la Iglesia. Estas actitudes provocaron muchas protestas, pero al Santo Pontífice le interesaba más defender a su rebaño, que el aplauso de la opinión pública mundial. En la inauguración de su pontificado, Benedicto XVI pidió: “rezar por mí, para que aprenda a amar cada vez más al Señor. Rezad por mí, para que aprenda a amar más cada vez a su rebaño (…) Rezad por mí, para que no huya, por miedo, delante de los lobos”. Y, como dice el papa Francisco, el pasado día 19, en la ordenación episcopal de tres nuevos nuncios apostólicos, los obispos fueron instituidos para las cosas de Dios y “no para los negocios, no para la mundanidad, no para la política”. O sea, un pastor que quiera agradar a todos y ser políticamente correcto, no cumple su misión.

La Iglesia católica del siglo XXI no necesita de anacrónicos clericalismos, ni de nuevas inquisiciones, sino que tampoco puede encaminar por un Cristianismo lírico, más mundano que  católico. En estos tiempos de contradicción, son necesarios valiente que pregonen la infinita misericordia de Dios y defiendan la verdad de la fe con el celo apasionado de San Juan pablo II, de San Ambrosio, de San pablo y del mismo Jesucristo.

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sábado, 24 de marzo de 2018

La vida es siempre subiendo




Opinión de JOSÉ LUÍS NUNES MARTINS



La vida siempre se hace subiendo. Es duro que así sea, más aún cuando la caída en el abismo está casi siempre a solo un paso… para atrás.

No quiero ir hacia donde los vientos de las tempestades me quieren llevar. He de crear raíces cada vez más profundas… y esperar con paciencia la brisa que me ha de abrazar, sanándome las heridas y trayéndome la paz que busco.

Me voy a equivocar muchas veces, y después de cada una he de arrepentirme.

Voy a orientar mi camino por la fe, porque aún cuando fallo, su luz no deja de librarme de las tinieblas.

La vida es siempre hacia arriba. Es duro que así sea, más aún cuando la caída en el abismo está casi siempre a un paso… para atrás.

Pero lo que más me importa en la existencia es llegar más alto.

Comencé a escribir cuando era adolescente. Recuerdo aplicarme con ahínco en perfeccionar las técnicas de composición de cartas y cuentos… prosas poéticas que buscaban las profundidades del corazón, bajo la forma de pequeños textos.

Más tarde, fui estudiando el tema de la muerte y del sentido de la existencia, al mismo tiempo que cursaba los estudios de filosofía con investigaciones más o menos libres sobre las diferentes espiritualidades. Procuré también aprender lo posible sobre la fe cristiana. Pero quise siempre escribir, porque me gusta. Siendo que, tal vez, por razones no tan nobles, me gusta ser leído. Tal vez por creer que mis escritos pueden servir a alguien y, por eso, son una forma de ayuda que doy. No se trata nunca de una autoayuda, sino de un incentivo al amor, que es lo contrario de la autoayuda, pero que obtiene lo que ella solo promete.

El día 1 de abril de 2011 escribí mi primera crónica semanal en el periódico i. Desde esa semana hasta hoy, sin ninguna excepción, escribí y publiqué una crónica semanalmente. Se cumplen siete años.

No voy a dejar de escribir. No voy a dejar de publicar cada semana. Pero voy a cambiar. Creo que es el momento para hacerlo.

Dejaré de publicar en Renascença, con la esperanza de volver algún día.

Probaré en otros formatos, comentarios de actualidad, también con palabras dichas –que siempre son más informales… En mi página de facebook daré todas las novedades.

Agradezco a quien me lee, mucho. Si no me leyese, yo tal vez no escribiría y, si no escribiese yo no sería quien soy. Agradecido, pues a todos los que me permiten ser quien soy.

¡Una de las equivocaciones que más veces me suceden se desprende del hecho de que algunas personas creen que, por que escribo, debo sr alguien con más virtud de lo normal! Y no es falsa modestia. Es la realidad. Me gusta escribir y aprendí a seguir una línea que puede hacer que parezca que la sabiduría de lo que escribo viene de mí. No viene. Lo que bueno de lo que escribo, no son ideas mías, son registros de lo que me es dado saber y sentir.

Tengo la certeza, absoluta, de que cada una de las personas que lee mis textos tiene un don. Algo que le permite tener más paz y ser quien es, con autenticidad y de forma profunda. Puede ser cualquier cosa, es posible que sea algo como cortar madera o admirar el mar al mismo tiempo que pega botones. Andar por la ciudad o admirar toda la belleza que hay en un árbol.

No importa cuál sea su don, lo importante es que lo cumpla. El no hacer es pasar por la vida sin vivir. Es sobrevivir sin existir. Es perder la única posibilidad de ser quien es. Es tener una vida sin sentido. Sin vivir.

No deje de hacer. Por los que ama. Por el mundo.

La felicidad no es algo que se adquiera. Es lo que sucede, de forma natural, cuando desarrollamos nuestros dones. Pudiendo llegar a ser mejores. Supone trabajo, sacrificios y fracasos. Muchos, muchos. Sí, la vida es siempre subiendo. ¿Pero al final, qué importa eso cuando lo que queremos es el cielo?

El cielo es el lugar donde están nuestras semillas y raíces.


                                                                 Ilustração de Carlos Ribeiro


domingo, 18 de marzo de 2018

Hijos de padres separados, divorciados.




Recogí hace tiempo esta cita sobre los hijos de padres divorciados, pero siento no poder dar más detalles sobre la fuente y la autora, que creo era una psicóloga americana:

"Muchos, cada vez más y más niños viven con esos sentimientos…. Un dolor que no lo expresan con palabras sino que se va traduciendo en conductas que dificultan su sano crecimiento. Tantos y tantos problemas que heredamos a los hijos ¿Qué pasará en sus vidas? ¿Cómo percibirán la vida matrimonial? ¿Qué clase de familia formarán ellos?

He visto “muchas” películas gringas en que se maneja el problema de los hijos de papás divorciados…. Y es traumático ver como recae siempre sobre los hijos la responsabilidad de “comprender” lo que les pasa a los papás… los niños con toda su inmadurez tienen que “comprender” que los papás ya no se aman… y no al revés, que los papás entiendan que los hijos sufren irreversiblemente la ruptura de sus padres. Esas películas extienden un velo de conformidad y aceptación del divorcio absolutamente".

Como yo soy divorciado, aunque mi hijo ya fuera mayor de edad cuando se produjo la separación, pues es un tema que me afecta profundamente. Me afecta personalmente, y sufro cuando veo a otros niños, hijos de padres separados, y más aún cuando son protagonistas de noticias, algunas demasiado trágicas, sin que por ello no se nos  caiga el alma al suelo, sin que  no se produzca un ‘mea culpa colectivo’, alto y claro, capaz de hacer variar el derrotero que lleva esta sociedad que la conduce, mediante el egoísmo más despiadado, a alterar profundamente el orden natural que la ha protegido y protege,  le permite avanzar en su propio bienestar mediante el conocimiento, el esfuerzo y la colaboración de todos. Ha escogido un derrotero destructivo, sustituyendo los principios y valores que la hicieron tan próspera y pacífica por otros contrarios a ellos. Renunciando a una rica y sólida herencia, voluntariamente o inducida por el espejismo de poder disfrutar de la felicidad individual sin grandes esfuerzos, ni hacer méritos para alcanzarla.

Hoy son muchos los que prefieren seguir este señuelo que se esparce por redes sociales, tertulias, etc. sembrado por entusiastas servidores de modernas ideologías ansiosos de poder, del dominio de las conciencias, combatiendo la libertad de expresión, condenando y despreciando a quien no piensa en ‘plan progre’. De este modo fomentan la división y el enfrentamiento, atacando, gritando, insultando a los que aún se atreven a llevarles la contraria, con toda la razón, y por querer servir siempre a la verdad. Como hizo el gran Maestro Jesucristo, que nos dejó dicho: ‘la verdad os hará libres’, y sabía muy bien lo que decía ya que pagó con su vida  las consecuencias de ser libre, llegando a dejarse matar por los  hijos de las tinieblas, incapaces de soportar la luz de la verdad. Algunos parece que quieren `matar’ la verdad, para así justificar sus  ocurrencias, sus cambios de opinión a conveniencia, sus fechorías, y hasta sus crímenes.

No les ha resultado difícil así a los políticos gobernantes, de cualquier tendencia política o ideología,  aprobar e imponernos leyes que derivan de ideologías antinaturales, pues la sociedad en general consiente o apoya semejantes engendros dominadores de haciendas, vidas y conciencias. En medio de un caos ‘aparente’, quien sabe si no está propiciado por el ansia de poder de algunas mentes en extremo retorcidas, enemigas de la bondad natural y mucho más la que alienta una fe como la cristiana. Han eliminado la educación clásica, que preparaba para la vida, para la búsqueda de la verdad y el bien, del bienestar individual y el bien común. Han impuesto una ley de género para combatir nada menos que a la naturaleza humana; ahora quieren imponer una ley histórica que pretende vencer a enemigos ya muertos en los supuestos descendientes de aquellos, insultándolos y despreciándolos, e  impidiendo que hablen y den su versión documentada y objetiva de la historia real.

…es traumático ver como recae siempre sobre los hijos la responsabilidad… y no al revés, que los papás entiendan que los hijos sufren irreversiblemente la ruptura de sus padres. Estas  palabras son dignas de ser conocidas y asumidas por todos, ya que las leyes de género, las “leyes protectoras de la infancia” son meros parches, cuando no eufemismos siniestros para tratar de ocultar la tragedia que supone  para los niños  la pérdida del cariño y la armonía familiar, del cuidado más esencial que solo puede garantizar  la fidelidad, la entrega e incluso la renuncia a  ciertos derechos, que no son sino expresión del egoísmo impropio de unos padres, y de una inmadurez enfermiza y peligrosa para la propia supervivencia, tanto de la propia familia como de la especie humana en general.

Digo todo esto porque me duele la muerte del último niño asesinado tan vilmente, “El Pescaito”, supongo que lo llaman así, tan cariñosamente, porque era un niño bueno,  pero necesitado de afecto, y era capaz de transmitir ternura y simpatía a todo el mundo. No entiendo, y lo digo sin ánimo de culpabilizar a nadie, cómo unos padres, uno de los cuales tiene una pareja fuera de la familia, puede darle a ese hijo cuanto amor y cariño necesita. Es que ese padre no había tenido alguna prueba del egoísmo de su pareja, la cual termina tan atrozmente con la vida del niño. Un niño no puede tener dos madres y un padre. “Madre no hay más que una”, eso es lo más grande que se pueda decir de una mujer.

No puedo callarme, no encuentro desde entonces paz en todo el día, ni de noche. Tengo que decir lo que pienso, por los niños que sufren la separación de sus padres. Debemos recuperar el amor a la verdad, a la libertad de pensamiento, el respeto sagrado a las personas y el sentido de la Justicia, de la paz social. Debemos exigir al gobierno la protección de la familia, que es quien mejor protege a sus hijos y los puede preparar para que sean buenas personas, buenos estudiantes y buenos ciudadanos.


sábado, 17 de marzo de 2018

¡No somos iguales… y eso es bueno!




Opinión de JOSÉ LUÍS NUNES MARTINS



Diferenciarme de los demás forma parte de mi esencia. Unas veces seré mejor, otras, peor.

Cada persona es única. Puede haber semejanza en  apariencia, pero en  esencia  cada uno de nosotros es singular.

Somos únicos, más aún cuando creamos y damos al mundo nuevos mundos. Cuando nos arriesgamos a ser quien podemos ser, a la luz de nuestros talentos, despreciando las modas y la influencia de los que se esfuerzan por ser cada vez más iguales unos a otros.

Ser único no significa estar fuera del mundo y alejado de los demás. Implica enriquecer a otros, tomando parte en  obras mayores que nosotros, donde encajamos muchos, valorándose unos a otros por medio de la construcción conjunta de armonías mayores.

Una familia no es una estructura donde la repetición de íntimos sea deseable. Ser familia es fomentar la realización plena de cada uno, de acuerdo consigo mismo, y no con cualquier proyecto exterior, por más noble que pueda ser. Lo importante es elegir bien un camino, construirlo y recorrerlo. Con la ayuda de otros y ayudando a otros. Pero un camino nuevo. Sin igual.

En la salida no somos muy diferentes. Y la diferencia no deriva de aquello que se nos ha dado… sino más bien de lo que decidimos y hacemos con aquello que somos y tenemos. Con lo que hemos recibido, con aquello que creemos y con lo que conquistemos.

La verdad es que es importante saber estar solo en medio de la multitud, no dejando de pensar nunca en uno mismo. Aunque sea contra todos.

Ser diferente no es ser mejor, es ser diferente. No es tener más valor, es ser digno de su valor. No es ser un fragmento ajeno, es ser, por sí mismo, una obra completa. Todo esto, además, sin orgullo, sino con la humildad propia de quien sabe que su valor depende más de sí mismo que de cualquier otra cosa.

Ser diferente es una cualidad, un talento, un don. Al mundo de hoy no le gusta aquel que huye de las normas, de la dictadura del ‘buenismo’ que nos condena sin perdón, porque nos atrevemos así a ser mejor de lo que somos.

En este mundo en que vivimos, las originalidades tienden a ser abolidas. Porque la originalidad nos exige pensar sin referencias o comparaciones, y eso obliga a un trabajo mayor que,  además, pone en evidencia la flaqueza propia de los que desistieron de sí y apostaron por ser solo uno más del ejército de mediocres.

¿Qué libertad es esa que quiere que seamos todos iguales?

Distinguirme de los otros forma parte de mi esencia. Unas veces seré mejor, otras peor. Los éxitos y fracasos de mi vida son solo míos, no son de nadie más. Son parte de mi historia. Razón para que yo sea… yo.

¡La diferencia puede ser asombrosa. Pero somos diferentes. En todo. Y eso es bueno! ¡Tan bueno!
(ilustração: Carlos Ribeiro)


sábado, 10 de marzo de 2018

¡Hay otro mundo!




Hasta ahora, no se había inventado el “sufrimiento insoportable” y, por eso, cuando llegaba la hora de la muerte, sencillamente se moría…

No soy extraterrestre, ni tengo antenas. Tampoco soy fluorescente, ni tengo poderes extraños. Soy un tipo normal, pero la verdad es que yo vengo de otro mundo. Y para él donde voy también.

Nací en una familia normal, siendo el cuarto de ocho hermanos. Aunque se dice que en el medio está la virtud, no fue mi caso. Por eso, como ya he recordado aquí, estuve a punto de ser expulsado de la infantil, por mal comportamiento, por cierto. Tampoco en casa fui ningún niño modelo: aunque mi memoria no recuerde los castigos, azotes, bofetadas o cachetadas, la verdad es que, aunque con moderación, no faltaron. Como yo era, por desgracia, absolutamente normal, no me queda ningún trauma, ni complejo, ni la Seguridad Social  tuvo la amabilidad de “institucionalizarme”.

Me gustaban los coches y mis ‘irmãs de bonecas’, pero nunca nos dijeron que nuestros juegos eran sexistas. No teníamos tecnologías sofisticadas, pero teníamos un lujo mayor: cuando llegaba la revista Tintín era una fiesta, pero tenía que esperar mi turno, porque solo había un ejemplar para todos. A veces discutíamos y porfiábamos, hasta que la autoridad paterna o materna se imponía, generalmente después de imponer, sin distinguir entre inocentes y culpables, algún correctivo. Podíamos murmurar, pero no duraba mucho: instantes después, ya estaba todo arreglado, olvidado lo que momentos antes nos dividía, porque era mayor lo que nos unía.

Mi madre era madre y –cosa extraña también-mi padre era padre. No eran nuestros mejores amigos, sino padre y madre. Nunca se me ocurrió pensar que pudieran ser otra cosa. No existía aún esa dolorosa modernidad que es el hijo nómada sin techo, siempre corriendo de casa de la madre a la del padre, pero sin tener, al final, casa propia. Había mucho respeto en casa: no se podía telefonear o encender la televisión sin pedir permiso, no se iba al cuarto de los padres a no ser con su autorización, no nos sentábamos a la mesa, ni nos levantábamos de ella sino cuando se nos permitía. Y, claro, comíamos de todo, nos gustara más o menos, aunque no nos gustara nada. Y había temas de los que no se hablaba, sobre todo en la mesa.

Era frecuente estar con los abuelos, los tíos, los primos. Sabíamos tratar y respetar a los mayores: una vez, aún de palmo y medio, llamé ‘careca’ a un bisabuelo y llevé luego, según me dijeron, una bofetada de mi madre, pero confieso que no me acuerdo. Hoy sería violencia doméstica y llevaría a la señalización de la familia, o a la sustitución de la progenitora por una ‘supernanny’ profesional. Felizmente, me recibí la bofetada y quedé muy bien.

Mi padre tenía coche pero, ya en el primer ciclo, yo iba al colegio en el tranvía: una vez, con mi hermano mayor, acordamos que él iría delante de mí y, cuando el revisor le pidiera el billete, miraría para mí, diciendo:  ¡paga mi padre! También nos divertía ver a los guarda frenos que tenían pelos en las orejas: ¡A veces eran mechones que darían envidia a la selva amazónica! Aprendí a salir del tranvía en marcha, llevando la contraria a mis padres, que nunca habrían permitido tal insensatez, pero que siempre me dieron suficiente libertad para hacer estas y otras burradas.

En la escuela también debo haber andado, como cualquier otro, a golpes, pero aún no sabía que aquello era una cosa muy chique: ¡bulling! No hablaba de eso a mis padres, ni a los profesores o a la dirección, porque un hombre no llora, ni hace acusaciones. Estudiaba q.b. y, si tenía buenas notas, mis padres no le daban especial importancia, porque los éxitos y fracasos académicos eran recibidos con naturalidad. Aún no había llegado a la era de los papás obsesionados con las notas y medias de los niños.

No tenía facebook, pero teníamos una `óptima red social: las reflexiones en familia. Entre padres y hermanos hablábamos un lenguaje que el twitter no reconoce: el don de la buena disposición y educación. No poníamos ‘post’, ni ‘likes’: vivíamos y hablábamos de la vida así como era. Ni yo, ni mis hermanos, tuvimos nunca enamoramientos juveniles, ya que el buen sentido de nuestros padres providencialmente nos los ahorró. Si alguno de nosotros hubiera tenido una relación precoz, ese enamoramiento hubiera muerto de ridículo en el  omento en que fuese de conocimiento familiar. Nunca me pasó por la cabeza, ni a mis hermanos, que yo podría ser ella, o que alguna de ellas podría, al final, ser él. Pero sufrí terribles problemas de identidad: me hubiera gustado ser el primogénito, para poder mandar a todos, en vez de tener que obedecer a los mayores.

El último hermano nació en circunstancias que pudieron haber sido dramáticas para mi madre o para él, pero ambos sobrevivieron sin problemas, gracias a Dios. Pero, en ese mismo año, nació un primo con síndrome de Down, que fue acogido con el mismo amor que los otros y continúa contando con todo el apoyo y afecto de la  familia. El aborto nunca fue una solución, pues no era siquiera una opción. En ese momento, tampoco se había inventado el “sufrimiento insoportable” y, por eso, cuando llegaba la hora de la muerte, sencillamente se moría, en un ambiente familiar que hacía soportable la más insoportable agonía. Sufrí la muerte de aquella bisabuela, de tres de mis abuelos –el cuarto murió antes de nacer yo- de mi padre, de mi hermana, de varios tíos, etc. Ninguno quiso anticipar la muerte, ni yo habría sido capaz de acortar sus días, que tanto quería. Sé que un día, en breve, nos volveremos a ver y esa certeza me llena de alegría.

Groucho Marx dice que la familia en que él y sus hermanos nacieron y vivieron era pobre, pero que ellos no lo sabían. Hay mucha sabiduría en esa afirmación del único Marx que vale la pena leer. Cuando somos asediados por noticias de hijos de vientres de alquiler o fabricados en fecundación artificial, ‘drag kids’ y menores a quienes se consiente cambiar de sexo, de homicidios legalizados y suicidios asistidos, me doy cuenta de que, a pesar de amar apasionadamente este tiempo mío, soy de otro mundo. No soy solo de este, porque nosotros no éramos los únicos: otras muchas familias eran, son y serán así. Pero yo entonces no sabía que, ser cristiano, no es otra cosa que ser feliz.

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