Hasta ahora, no se había inventado el “sufrimiento insoportable” y, por
eso, cuando llegaba la hora de la muerte, sencillamente se moría…
No soy extraterrestre, ni tengo
antenas. Tampoco soy fluorescente, ni tengo poderes extraños. Soy un tipo
normal, pero la verdad es que yo vengo de otro mundo. Y para él donde voy
también.
Nací en una familia normal,
siendo el cuarto de ocho hermanos. Aunque se dice que en el medio está la
virtud, no fue mi caso. Por eso, como ya he recordado aquí, estuve a punto de
ser expulsado de la infantil, por mal comportamiento, por cierto. Tampoco en
casa fui ningún niño modelo: aunque mi memoria no recuerde los castigos, azotes,
bofetadas o cachetadas, la verdad es que, aunque con moderación, no faltaron.
Como yo era, por desgracia, absolutamente normal, no me queda ningún trauma, ni
complejo, ni la Seguridad Social tuvo la
amabilidad de “institucionalizarme”.
Me gustaban los coches y mis ‘irmãs
de bonecas’, pero nunca nos dijeron que nuestros juegos eran sexistas. No
teníamos tecnologías sofisticadas, pero teníamos un lujo mayor: cuando llegaba
la revista Tintín era una fiesta, pero tenía que esperar mi turno, porque solo
había un ejemplar para todos. A veces discutíamos y porfiábamos, hasta que la
autoridad paterna o materna se imponía, generalmente después de imponer, sin
distinguir entre inocentes y culpables, algún correctivo. Podíamos murmurar,
pero no duraba mucho: instantes después, ya estaba todo arreglado, olvidado lo
que momentos antes nos dividía, porque era mayor lo que nos unía.
Mi madre era madre y –cosa
extraña también-mi padre era padre. No eran nuestros mejores amigos, sino padre
y madre. Nunca se me ocurrió pensar que pudieran ser otra cosa. No existía aún
esa dolorosa modernidad que es el hijo nómada sin techo, siempre corriendo de
casa de la madre a la del padre, pero sin tener, al final, casa propia. Había
mucho respeto en casa: no se podía telefonear o encender la televisión sin
pedir permiso, no se iba al cuarto de los padres a no ser con su autorización,
no nos sentábamos a la mesa, ni nos levantábamos de ella sino cuando se nos
permitía. Y, claro, comíamos de todo, nos gustara más o menos, aunque no nos
gustara nada. Y había temas de los que no se hablaba, sobre todo en la mesa.
Era frecuente estar con los
abuelos, los tíos, los primos. Sabíamos tratar y respetar a los mayores: una
vez, aún de palmo y medio, llamé ‘careca’ a un bisabuelo y llevé luego, según
me dijeron, una bofetada de mi madre, pero confieso que no me acuerdo. Hoy
sería violencia doméstica y llevaría a la señalización de la familia, o a la
sustitución de la progenitora por una ‘supernanny’ profesional. Felizmente, me
recibí la bofetada y quedé muy bien.
Mi padre tenía coche pero, ya en
el primer ciclo, yo iba al colegio en el tranvía: una vez, con mi hermano
mayor, acordamos que él iría delante de mí y, cuando el revisor le pidiera el
billete, miraría para mí, diciendo: ¡paga
mi padre! También nos divertía ver a los guarda frenos que tenían pelos en las
orejas: ¡A veces eran mechones que darían envidia a la selva amazónica! Aprendí
a salir del tranvía en marcha, llevando la contraria a mis padres, que nunca
habrían permitido tal insensatez, pero que siempre me dieron suficiente
libertad para hacer estas y otras burradas.
En la escuela también debo haber
andado, como cualquier otro, a golpes, pero aún no sabía que aquello era una
cosa muy chique: ¡bulling! No hablaba de eso a mis padres, ni a los profesores
o a la dirección, porque un hombre no llora, ni hace acusaciones. Estudiaba
q.b. y, si tenía buenas notas, mis padres no le daban especial importancia,
porque los éxitos y fracasos académicos eran recibidos con naturalidad. Aún no
había llegado a la era de los papás obsesionados con las notas y medias de los
niños.
No tenía facebook, pero teníamos
una `óptima red social: las reflexiones en familia. Entre padres y hermanos
hablábamos un lenguaje que el twitter no reconoce: el don de la buena
disposición y educación. No poníamos ‘post’, ni ‘likes’: vivíamos y hablábamos
de la vida así como era. Ni yo, ni mis hermanos, tuvimos nunca enamoramientos juveniles,
ya que el buen sentido de nuestros padres providencialmente nos los ahorró. Si
alguno de nosotros hubiera tenido una relación precoz, ese enamoramiento
hubiera muerto de ridículo en el omento
en que fuese de conocimiento familiar. Nunca me pasó por la cabeza, ni a mis
hermanos, que yo podría ser ella, o que alguna de ellas podría, al final, ser
él. Pero sufrí terribles problemas de identidad: me hubiera gustado ser el
primogénito, para poder mandar a todos, en vez de tener que obedecer a los
mayores.
El último hermano nació en
circunstancias que pudieron haber sido dramáticas para mi madre o para él, pero
ambos sobrevivieron sin problemas, gracias a Dios. Pero, en ese mismo año,
nació un primo con síndrome de Down, que fue acogido con el mismo amor que los
otros y continúa contando con todo el apoyo y afecto de la familia. El aborto nunca fue una solución,
pues no era siquiera una opción. En ese momento, tampoco se había inventado el “sufrimiento
insoportable” y, por eso, cuando llegaba la hora de la muerte, sencillamente se
moría, en un ambiente familiar que hacía soportable la más insoportable agonía.
Sufrí la muerte de aquella bisabuela, de tres de mis abuelos –el cuarto murió
antes de nacer yo- de mi padre, de mi hermana, de varios tíos, etc. Ninguno
quiso anticipar la muerte, ni yo habría sido capaz de acortar sus días, que
tanto quería. Sé que un día, en breve, nos volveremos a ver y esa certeza me
llena de alegría.
Groucho Marx dice que la familia
en que él y sus hermanos nacieron y vivieron era pobre, pero que ellos no lo
sabían. Hay mucha sabiduría en esa afirmación del único Marx que vale la pena
leer. Cuando somos asediados por noticias de hijos de vientres de alquiler o
fabricados en fecundación artificial, ‘drag kids’ y menores a quienes se
consiente cambiar de sexo, de homicidios legalizados y suicidios asistidos, me
doy cuenta de que, a pesar de amar apasionadamente este tiempo mío, soy de otro
mundo. No soy solo de este, porque nosotros no éramos los únicos: otras muchas
familias eran, son y serán así. Pero yo entonces no sabía que, ser cristiano, no
es otra cosa que ser feliz.
http://observador.pt/opiniao/ha-um-outro-mundo/
No hay comentarios:
Publicar un comentario