sábado, 27 de diciembre de 2014

La Navidad y los Herodes


http://observador.pt/opiniao/o-natal-e-os-herodes/

En el ámbito de la acción política, los cristianos son libres de actuar y escoger como actuar, si a ello le obliga su conciencia, pero a ninguno le es lícito no defender la vida humana desde el momento de la concepción.

Era una audiencia de niños pequeños y, por eso, en mi reflexión sobre la Navidad, me limité a propósito a contar los aspectos más felices de la más bella historia de siempre. Les hablé de cómo María y José tuvieron que ir a Belén, de cómo se refugiaron en un establo y, por fin, de cómo Jesús vino al mundo, acompañado sólo por su madre y su esposo, sin olvidarme, como manda la tradición, del mulo y la vaca. Tal vez también tenía que haberme referido a la adoración de los pastores y de los magos, aquellos exóticos personajes que, con sus dones –oro, incienso y mirra- dieron inicio y fundamento bíblico a la tan apreciada tradición de los regalos de Navidad.

Estaba a punto de dar por terminada mi intervención cuando una pequeñuela, que no levantaba más de cincuenta centímetros del suelo, me tiró de la manga y, en tono de reproche y de indignación, me preguntó:

-¿¡Y entonces Herodes!?

Por lo visto, aquella visión romántica no le había agradado y, por eso, reclamaba la versión íntegra, que yo tan púdicamente había censurado. Esperaba, por lo vito, que yo contase también el terrible episodio de la mataza de los inocentes que, por cierto, no ignoraba. Ya no sé bien lo que dije, pero aún hoy recuerdo aquella intervención, porque fue una lección que nunca olvidaré.

La Navidad es una fiesta en que todos, de una forma u otra, participamos como protagonistas. Es un acontecimiento del que nadie es mero espectador. Más allá de los burros, que miran la escena y de ella nada aprenden, pero que rebuznan mucho si los quitamos de ella, hay pastores que adoran a Dios niño y gentes sabias y pudientes que, como los magos, honran a Jesús con su caridad generosa. Pero también hay posaderos malhumorados, moradores insensibles a las necesidades de aquella joven madre, respuestas desabridas a un marido suplicante y tiranos que matan niños inocentes, a veces aún por nacer.

Siempre hubo abortos, pero tal vez nunca en la dimensión en que hoy se practican, un poco por todo el mundo. Tal vez no sean muchos los entusiastas de estas prácticas que, a la luz de la ciencia y de la tecnología moderna, ya no pueden ser entendidas  como meros procesos de interrupción del embarazo: hoy, por supuesto, nadie duda de que se trata, desgraciadamente, de “niños asesinados antes de nacer” (Papa Francisco, 25-11-2014).Pero son muchos los que, como yo en aquella versión “light” de Navidad, no quieren ver la dimensión catastrófica de este drama, ni sentir el peso inmenso de este “continuo holocausto de vidas humanas inocentes” (São João Paulo II, 29-12-1997).

Con todo, algunos valientes, asentados en varias instituciones de inspiración cristiana, aún resisten. Es una de esas asociaciones de donde surgió una iniciativa legislativa de ciudadanos titulada “Por el derecho a nacer”. Aunque es discutible, como todos los proyectos políticos, mereció el apoyo formal de la Conferencia Episcopal Portuguesa y está próxima a alcanzar las 35 mil firmas necesarias para que pueda ser apreciada por la Asamblea de la República. En el ámbito de la acción política, los cristianos son libres de actuar y de escoger como actuar, hasta el límite de no actuar,  si a ello le obliga su conciencia, pero a ningún cristiano es lícito no defender la vida humana desde el momento de la concepción.

En España, un ministro dimitió cuando el jefe de gobierno retrocedió en su propósito de restringir el aborto, pero tal vez la próxima dimisión sea la del propio primer ministro, porque es obvio que esta es una medida inevitable, también por imperativos de supervivencia nacional.

La Navidad es una fiesta de dramáticos contrastes: si nos entristece saber de tantos cristos que, también hoy, el despotismo de algunos y la indiferencia de tantos asesinan, nos alegra el misterio de aquella vida humana y divina que nos es dada en Jesús, como esperanza de salvación y de felicidad para cada uno de nosotros y para todo el mundo.



Los bienes que tengo y el bien que yo hago




                                                          Ilustração de Carlos Ribeiro

Existen varias carencias. Unos están privados de bienes esenciales, otros, teniendo mucho necesitan cada vez más, sienten un enorme vacío que les exige más y más lujos, en una insatisfacción profunda y constante. Esta pobreza es malsana, porque destruye a la persona desde dentro.

Vivir sin sentir necesidad es algo mucho más valioso que cualquier otro tesoro material. Es, por tanto, la actitud cara a lo que se tiene, y a lo que no se tiene, lo que determina la verdadera fortuna.

Hay quien se vuelve esclavo de sus riquezas materiales, quien se convierte en un miserable por causa de los muchos bienes que posee, de tan dependiente de ellos, de tan preocupado con la posibilidad de perderlos.

En verdad, el dinero es un medio excelente de revelarse las personas. ¡Para algunos es lo suyo desear tener siempre mucho, al fin de que su miseria sea siempre evidente para todos! La pobreza no quita la dignidad a nadie, en cambio la riqueza puede hacerlo con facilidad.

El mayor peligro que corre alguien que se expone a una vida de lujo es que puede dejar de apreciar las cosas simples de la vida (¡que son las más bellas!). Se vuelve difícil de agradar, pero, en vez de entristecerse por dejar de ser feliz con poco, cree precisamente ser un don, el de no conformarse sino con lo mejor.

El lujo sólo crea apetito de más lujo. Se trata de un deseo que, no siendo natural, es insaciable. Lo mejor es no alimentarlo nunca, pues sólo se hará mayor y más exigente.

Cuanto mayor fuera una casa o una fortuna, más inquietud y cuidado exigen… es raro encontrarse alguien satisfecho con lo que tiene.

Se comienza por preferir cosas innecesarias y en muy poco tiempo los pensamientos se tornan esclavos de una especie de gula emocional, donde el corazón parece correr tras las promesas de paz en una escalada de valores y refinamiento que es, en verdad, una pendiente, una caída… a lo peor de sí. Vamos perdiendo la capacidad de reconocer nuestro valor, aquel que está antes y después de cualquier posesión.

Invertir toda la vida en luchar por tener más de aquello que se necesita es una pérdida de tiempo y de vida, en la medida en que se podría (y debería) utilizar esos recursos al servicio de las cosas simples de la vida, aquellas que hacen la verdadera felicidad.

Debemos concentrarnos en lo que tenemos, agradecer cuando tenemos acceso a lo esencial, y procurar que aquello que excede nuestras necesidades pueda llegar a quien lo necesite.

Un hombre rico no es mejor que un hombre pobre. Ni lo contrario. Porque,  quien tiene más, puede dar más. Siendo que a quien es feliz, le basta lo necesario.

En verdad, la pobreza como la imaginan algunos ricos es mucho peor que la pobreza real, tantos pobres consiguen ser felices… así no les falta lo básico. Algunos incluso con menos de lo mínimo se contentan… O somos señores o esclavos de las cosas…

Es posible vivir en un palacio sin dejarse corromper por eso. Hay quien se sirve de sus bienes para ser una bendición en la vida de los otros, ese es rico, muy rico, en lo que importa. ¡Se es feliz, por haberse hecho pobre para que otros sean ricos… se es rico, por haber sido capaz de darlo todo!

¿Si es tan poco lo que podemos vivir y disfrutar, por qué deseamos siempre tanto?
¡Es casi imposible apreciar el dinero y la vida al mismo tiempo!

Quien sabe vivir bien con poco, sabe vivir bien de cualquier forma. Lo poco nunca es escaso.


La verdadera riqueza no resulta de los bienes que tengo, sino del bien que hago. La libertad más profunda es pasar del apego al desprendimiento.

jueves, 25 de diciembre de 2014

La fiesta de la generosidad



Intento escribir algo, no agradable, sobre la Navidad, porque así la que sienten muchas personas, pero hay algo, que yo mismo he sentido, y que pocas veces he expresado en voz alta, y es el exceso, me molesta el exceso que hacen muchos, sobre todo los que más que celebrar el nacimiento del Niño Dios, se aprovechan de tan magno acontecimiento para darse un banquete “dignos de reyes”.

Este exceso desfigura el gran acontecimiento que el mismo Dios quiso que sucediera de la manera más humilde posible. Siéndolo todo, porque es Dios, nació en pobreza extrema, pero se convirtió en riqueza para todos, pues el anuncio del ángel movilizó a los pastores hacia el portal, llevándole cada uno su presente, ni tampoco le faltarán presentes, propios de un rey, cuando lleguen los Reyes de oriente.

El exceso puede molestar a aquellos que no sienten ni celebran la Navidad, y sólo ven el despilfarro. Molesta también a los que no pueden celebrar la fiesta porque no tienen casa, ni con que hacer la fiesta, o ni siquiera tienen con quien celebrarla…

Pero el exceso también desborda en migajas, y aún no sobrándole hay muchos en estos días que dan cuanto pueden, para que los que no pueden proveerse por sus medios, no se vean privados de celebrar la Noche Buena y Navidad, sobre todo si hay niños. A estos también  se procurará que le lleguen los juguetes de los Reyes Magos.

Es la fiesta de la generosidad, mejor o peor entendida, más o menos espléndida, y esto merece la pena, porque Dios ha sido espléndido con nosotros enviando a su Hijo, nosotros nos sentimos agradecidos, aún no entendiendo ni aceptando la Navidad, muchos se suman a esta corriente de generosidad.


El mismo Jesús dirá, más tarde, que él no vino a traer la paz, que vino a traer la guerra, que por su causa habrá división entre unos y otros, incluso en la propia familia. Entonces ya me parece más normal que la celebración de la Navidad cause estos sentimientos opuestos y hasta enfrentados a veces. Y por esto precisamente merece la pena que nos esforcemos en celebrarla dignamente, sin excesos. 

sábado, 20 de diciembre de 2014

La Navidad no es una historia que se cuenta




Cuando una familia vive la generosidad propia del amor cristiano, la Navidad  no es una historia a tener en cuenta, ni una mera evocación, sino algo encantador que acontece. ¿Santa Navidad!

Cuando Juan pasó por la cuadrilla del barrio, el subjefe, bajito y barrigudo, como la función exige, le presentó a Manuel, un rapaz de cinco años.

Su historia era breve, como breves son siempre las desgracias. Huérfano de madre, vivía con el padre, conocido traficante de drogas que, sorprendido en flagrante delito, es conducido, por orden del juez, al calabozo, dejando solo a aquel único hijo, que tampoco tenía parientes próximos que lo pudiesen recoger. Era ya la antevíspera de Navidad y, como después se metía el fin d semana, no tenía tiempo para, antes de las fiestas, pedir a la seguridad social que se hiciese cargo del destino del menor.

Juan, padre de numerosa y ruidosa prole, tuvo entonces una feliz idea:
- Pues mire, subjefe, si quiere, yo llevo al pequeño para casa, porque, donde están diez, también caben once y luego se verá para donde va el rapaz. Así, por lo menos pasa estos días en familia, mientras se encuentra mejor solución.

Al agente de la autoridad la ocurrencia le pareció buena, sobre todo porque así se libraba de aquel embrollo. Por otro lado, siendo Juan un buen médico y excelente padre, Manuel no podría quedar en mejores manos.

Dicho y hecho. Era ya hora de comer y Juan contactó por  teléfono móvil con su mujer, par avisarle de la demora y del nuevo comensal. Juan llegó a casa, presentó a Manuel a Luisa y a los hijos:
- Este es Manuel y va a quedarse con nosotros unos días. ¡Es como si fuese un presente de Navidad para toda la familia! Como sólo tiene un año o menos que Miguel, el más joven de la casa, se queda en su cuarto.

El benjamín quedó encantado con la responsabilidad de acoger a Manuel y hacerse cargo de que se sentase a su lado, en la amplia mesa del comedor. Para Manuel toda aquella algazara era algo insólito, pues ni siquiera conocía los nombres de ellos. Pero como todos lo trataban con tanta naturalidad, parecía que se conocían d siempre.

Fue preciso improvisar una cama, lo que se consiguió armando un divan que estaba en el sótano, y conseguir un pijama y un cepillo de dientes para Manuel, que no traía nada con él. Para vestirlo al día siguiente, Luis fue a buscar algunas ropas antiguas de Miguel, que ya no le servían y que tenía guardadas para dar en la parroquia.

Los días fueron pasan do y Miguel continuaba siendo su mejor a migo, con quien compartía el cuarto, la ropa y los juguetes. La integración de Manuel era tan perfecta que era difícil distinguirlo de los hijos: todos convivían en absoluta igualdad.

Por decirlo así, era más que perfecta, o demasiado perfecta, porque parecía irreversible, tal apego entre una parte y otra parte. Por eso, Juan aprovechó una salida de Luisa con Manuel, para reunirse con los hijos, a quienes explicó la situación.

Después de recordar que lo trajo para casa porque su padre había sido detenido y después se había evadido, advirtió que era probable que Manuel tuviese que ir  a alguna institución, o fuese entregado a algún familiar. Terminada la exposición, sólo Miguel hizo una observación, con rabia mal contenida:
        ¡Su padre –dice- es peor que el padre de él!

Dicho esto, salió por la puerta, con cara de pocos amigos. Los otros hijos sonreían con la actitud del más joven, que había tenido encoraje de decir, alto y claro, lo que todos, de algún modo, intuían. Ninguno se quejó de que ya eran muchos, que el espacio fuera escaso y solucionada la economía familiar. Manuel era de la familia, y punto y a parte.

Esta historia verídica, con más de diez años ya, transcrita aquí con nombres y circunstancias ficticias, tuvo un final feliz: Manuel fue adoptado por aquellos padres, que ya lo tenían como suyo, y por los hijos de ellos, que ya eran, de hecho, sus hermanos.

Cuando una familia vive la generosidad que es propia del amor cristiano, la Navidad no es una historia que se cuenta, ni una mera evocación, sino algo encantador que acontece. Santa Navidad!


Orgullo, el otro lado de la ignorancia




                                                          Ilustração de Carlos Ribeiro

El orgullo, la vanidad y la soberbia andan casi siempre juntos. ¡Son los aliados superiores de la ignorancia! El orgullo se coloca a sí mismo sobre la realidad. ¡Pero, no sólo se cree superior a los otros, además pretende que ellos compartan esa misma opinión, o sea, que todos piensen que él es el mejor! Más aún, por creerse tan superior, considera que puede tratar a los otros como suyos.

¡El orgulloso es una realidad hecha fantasía… de sí mismo!¡No se conoce! Es un ignorante de sí mismo, lo cual es la peor ignorancia.

El orgullo ve la humildad como una humillación.

La vanidad se sirve muchas veces de la caridad, de la generosidad y de la bondad. Las daña. Porque las hace agotarse en sí mismas, en la medida en que los destinatarios de las buenas acciones son meros medios y no fines. No se procura el bien del otro, sino servirse de él para conseguir algo para sí mismo. Egoísmo simple, con una vuelta más. ¡Pero, claro, ellos mismos, nunca se dan cuenta de esto!

En realidad, no hay personas altivas y personas humildes. Todos somos arrogantes. Los humildes son los que saben que lo son y quieren dejar de serlo, mientras los arrogantes ¡¡¡son los que se tienen por humildes y por eso no hacen nada!!!

La raíz de todos los vicios, el orgullo, es una maldad tremenda en la medida en que impide a quien le da vida contemplar la belleza y la bondad del mundo y de los otros. El orgulloso se cree tanto único como sublime… el mundo de los otros le es indiferente y, por eso, los desprecia.

La vanidad se enraíza en la idea de que la apariencia es lo más importante. Se deja vivir en el pensamiento de los otos, como una entidad divina.

El hambre de aplausos lleva a mucha gente a esconder (incluso ante sí mismo) su autenticidad, remiten a una oscuridad inquietante la verdad sobre sí. Cuando buscan el agrado a toda costa, se mienten incluso a sí mismos. Construyen torres altas, y viven allí, en lo alto, encima de todo, solos con su egoísmo. A veces caen desde  la cima… y se hacen daño. Mucho.

Cuidado. Los orgullosos heridos son peligrosos. La persona se vuelve casi insoportable, lleva consigo mil resentimientos, todos (d)escritos en el libro de los odios y de los rencores, y, a veces, explota en manifestaciones de la más refinada y fría venganza. En fin, la más triste de las amarguras.

La soberbia es siempre triste y desasosegante, una ansiedad en relación a lo que los otros sienten, piensan e imaginan, lo que dicen y lo que pueden decir sobre nosotros…

Todos tenemos un origen humilde y más vale ser estimado por aquello que se es, que ser admirado por lo que parece…

Está también la falsa humildad, que es la de quien se finge menos de lo que es para así disculparse para no cumplir con su deber. La verdadera humildad es audaz y no encogida, es generosa y no cobarde. Los humildes no son los tímidos, sino los artífices de las grandes obras, precisamente porque saben poca cosa y, por eso, son capaces de aprender y de arriesgar, sin recelo de la opinión ajena o del fracaso.

Quien cree bastarse a sí mismo no admira  ni estima nada más allá de eso, no cree si quiera necesario crear o permitir que nazca en sí nada nuevo y mejor… ¡al final, se considera igualmente perfecto!


Es esencial estar atento a lo que nos rodea. ¡El mundo está lleno de alegría, belleza y bondad! ¡Es necesario vaciarnos de nosotros mismos, dar lo que tenemos y somos, abrirnos al mundo, a los otros y a lo mejor, así, nace en nosotros! 

domingo, 14 de diciembre de 2014

El Papa, el Big Bang y los biznietos de Comte




Cuando una teoría científica contradice una verdad de fe católica, una de las dos: o no es una verdad científica, o no es una verdadera fe*.

Hay mucha buena gente que aún piensa como Augusto Comte, de quien tal vez no sean hijos espirituales, pero sí nietos, o biznietos. Persiste en ellos la ingenua creencia de que la religión no es más que un refugio de la ignorancia y que, por lo tanto, a media que fuese avanzando el conocimiento científico,  las creencias irían desapareciendo.  Para concluir que así es, les gusta referir que el Big Bang, según los descendientes ideológicos del padre del positivismo, sustituye, definitivamente, a la noción de Dios creador.

Con todo, tal vez respondiendo a los devotos del positivismo, el Papa, en su reciente discurso a la Pontificia Academia de las Ciencias, afirmó que “el Big Bang, que actualmente creemos que explica el origen del mundo, no contradice la intervención del divino creador sino, al contrario, la exige”. Aprovechando la ocasión, Francisco criticó la actitud de los que, interpretando erróneamente el Génesis, presentan a Dios “actuando como un hechicero, con una varita mágica capaz de crear todas las cosas”. También afirmó que la creación del mundo” no es obra del caos, sino que deriva de un principio supremo”, porque Dios “crea por amor”.

Piensan algunos que hay una buena dosis de hipocresía en volte-face del discurso eclesial. Suponiendo que, durante siglos, la iglesia enseñó lo contrario de lo que la ciencia afirma, sólo muy reticentemente habría adoptado después la nueva explicación científica,  para no perder definitivamente, el tren del saber y del progreso. Para estos críticos, las declaraciones del Papa Francisco reflejarían un oportunismo, si fueran proferidas para evitar un nuevo caso Galileo, y no por un genuino reconocimiento del valor de la ciencia y de sus conclusiones.

Viene a propósito mencionar a Galileo Galilei, que muchos creen mártir de la ciencia por culpa de la Inquisición, pero que murió de muerte natural, católico y a bien con su fe. Como explica el Prof. Henrique Leitão, la famosa polémica que lo enfrentó a otros creyentes no fue un contencioso entre la Iglesia y la ciencia, sino  una cuestión científica entre fieles: mientras unos defendían, con razón, la insuficiencia científica de los argumentos de Galileo, este trataba de suplir esa carencia con los textos sagrados. Además, ya antes de él, Copérnico, que no sólo era católico sino también padre, admitiría, sin problemas con la fe o con la Iglesia, la hipótesis del heliocentrismo. Pero a ningún creyente se permite la instrumentalización de la Escritura: Las tesis científicas deben ser probadas racionalmente y no a través de la Biblia, que no es, ni pretende ser, ninguna explicación científica del universo. El Papa dice que el mundo” no es obra del caos, sino que deriva de un principio supremo”: a la ciencia compete probar la existencia de las leyes que rigen el universo; pero sólo la fe puede afirmar que, como dice Francisco, Dios “crea por amor”.

Nunca la Iglesia, como tal o en la voz autorizada de su máximo representante, dice ser verdadero algo contrario a la ciencia, como nada de lo que es verdaderamente científico se opone a la verdad revelada. Cuando una teoría científica contradice una verdad de la fe católica, de las dos una: o no es una verdad científica, o no es un dogma de fe. La verdad es sólo una y, aunque admita varios niveles de abstracción, no puede haber ni habrá, ninguna contradicción entre la verdad científica y la verdad revelada.

Viene a propósito recordar que la teoría del Big Bang, que los ateos y agnósticos gustan de utilizar en sus diatribas anticlericales, tiene un padre y una madre. El padre es nada más y nada menos que Georges Henri Édouard Lemaître (1894-1966), padre católico, astrónomo y físico belga, que propuso la “hipótesis del átomo primordial”, que después fue divulgada como teoría del origen del universo del Big Bang. La madre es la Iglesia católica, tal vez la única institución mundial que se puede enorgullecer de haber dado a luz un número tan grande de científicos.


*Para o Prof. Henrique de Sousa Leitão, com amizade e admiração.

sábado, 13 de diciembre de 2014

La rabia es señal de debilidad




                                                      Ilustração de Carlos Ribeiro

La furia es una locura pasajera. Un deseo ciego e implacable de venganza que provoca, muchas veces, un mal mucho peor que la insignificancia que lo originó.

El que se deja llevar por apetito y deseo de violencia, creyendo encontrar en la agresión una buena respuesta, en poco tiempo pierde el control de sí mismo, da rienda suelta a los impulsos, ya no es capaz de dominarse, y, por lo tanto, sólo parará demasiado tarde.

Casi siempre el motivo de ira es una sensación de injusticia que busca una inmediata compensación, buscando equilibrar un desequilibrio  con algo aun más desequilibrado.

Del mismo modo que la lucha, la rabia es un reflejo emocional que se puede volver permanente… Así, si hay luchas que no acaban, también hay personas que andan siempre enojadas. Aún sin grandes motivos para la cólera, parece que no se dan nunca a sí mismas la alegría de andar en paz. Utilizan los tiempos que serían de descanso para pasar revista a los peores momentos e imaginar estrategias para castigar a todos y todo. Estas personas sólo pueden estar alegres en la hipótesis de que aplicaran con éxito todas las penas que imaginan… pero, en verdad, de esta forma sólo consiguen que la ira se apodere de ellas y así van perdiendo lo que son, llegando al punto de no recocerse ya sin esta rabia profunda que les mata el corazón.

Son siempre los más débiles los que encuentran en la violencia un medio de hacer valer lo que creen ser sus valores.

Hay gente que pisa a los otros sólo para ser superior a ellos. En verdad, se hace aún peor. Porque si ya era bajo, ahora se nota más. La verdadera nobleza de alguien no es vencer a los más fuertes, sino levantar y cuidar de los más débiles.

Vivimos en un mundo con muchas razones para irritarnos… pero  andar airados es una pérdida de tiempo. La vida es demasiado corta para ser vivida en estado de pánico. Porque, además, al contrario de otras emociones, la ira contribuye de manera mucho más efectiva al malestar de los que rodean a quien se somete a ella.

La respuesta a una injusticia, debe ser siempre una forma de prudencia. Corregir a alguien no implica necesariamente de la rabia. Nunca se debe dar respuesta al mal que se hizo en el pasado, sino crear una forma de perfeccionar y mejorar el futuro. No puede ser nunca para el mal de la persona, pero, sí, para el bien. De todos.

Cuando a pesar de todo no conseguimos equilibrar nuestras emociones, es importante que, por lo menos, consigamos mantener la lucidez de garantizar que nos acordamos de todo y de cada pequeña cosa   que hicimos a fin de, más tarde, con toda la calma, sinceridad y arrepentimiento, pedirnos las debidas disculpas, con el compromiso de que el futuro va a ser la promesa del pasado…

Cuando admitimos nuestros errores con sinceridad y comprendemos sus mecanismos, disminuimos la posibilidad de repetirlos.

¿Por qué razón alguien escoge vivir con odio en vez de vivir la alegría?

La ira es una debilidad. Los que pretenden hacerse pasar por fuertes… son siempre débiles.

No siempre es la aspereza del mundo lo que nos hiere, a veces somos nosotros mismos los que estamos demasiado sensibles. Es esencial que nos fortalezcamos a fin de no irritarnos por insignificancias, pues, a veces, la furia, ella sí, causa grandes desastres. Es como un abismo que llama a otro abismo, muchas veces lo que comenzó con una irritación sin importancia acaba en una verdadera tragedia.

Es preciso cultivar la dureza interior, pues los gusanos nacen en las tierras flojas.

La mayor parte de las veces lo que nos enfurece ni siquiera nos provoca mal alguno. Es, sólo, algo que aborrecemos… sólo porque no es como esperábamos. Siendo que, igual en los casos en que se produce un daño, la rabia de la respuesta perdura, casi siempre, mucho más que él!

Tenemos que convencernos de que las cosas no acontecen siempre como nosotros las deseamos y… más importante aún, ¡que eso no es ninguna injusticia!


¡Claro, todos tenemos derecho a una insania una o dos veces por año, pero no una vez por semana!

sábado, 6 de diciembre de 2014

Operación “manos limpias”

         
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Los portugueses saben lavar dinero pero…¿saben lavar las manos?

Ahora sí, es en serio. Y es oficial. Finalmente, al completo, el código de la operación “manos limpias”. No, no se trata de ninguna metáfora de las que los celosos agentes policiales,  inspirados por aquellos toques de inspiración con que las musas los favorecen, usan en las campañas de prevención vial, tipo ‘Trenó em segurança’, en el tiempo de navidad, o ‘Não aos ovos chocados’, en la Pascua.

¡¿De qué se trata entonces?!Nada más, y nada menos, de “Cómo lavar las manos”!”: diez mandamientos, que en este caso son once, o si no doce, de la “Divisão de Saúde no Ciclo de Vida e em Ambientes Específicos (sic), da Direcção dos Serviços de Promoção e Protecção da Saúde, da Direcção-Geral da Saúde. Los recientes escándalos político financieros probaron que los portugueses saben lavar dinero, pero… ¿saben lavar las manos?

Antes de las disposiciones normativas, una advertencia previa: “lave las manos cuando estuvieran visiblemente sucias”. Se supone, por tanto que las que no se ven están dispensados de esta práctica sanitaria, así como los incapaces de una depurada visión de la mugre manual. A estos se les permite sólo que usen una “solución antiséptica a base de alcohol”. Nada mejor que una copa, para ahogar la herida de la exclusión. Mas una sabia advertencia preliminar: “El lavado correcto de las manos debe durar más de veinte segundos”, por lo que se supone que una ablución menor prefigura un ilícito criminal, susceptible de sanción, a determinar por la autoridad sanitaria competente.

El mandamiento cero es igualmente un cero a la izquierda: “Moje las manos con agua”. La claridad de la recomendación dispensa de más comentarios, excepto en regiones determinadas.

El primer principio exige que se “Aplique jabón para cubrir toda la superficie de las manos”. Después, “frote las palmas de las manos, una con la otra” (2º). ¿Cómo? “Palma de la mano derecha en el dorso de la izquierda, con los dedos entrelazados y viceversa” (3º). ¿No entendió? No se preocupe, que el Ministerio
explica: “Palma con palma con los dedos entrelazados” (4º). Y todavía: “Parte detrás de los dedos en las palmas opuestas con los dedos entrelazados” (5º). Esta insistencia en el entrelazamiento de las falanges, falanginas y falangetas tiene algo de romántico y puede significar un momento de gran tensión morosa, como es obvio.

El sexto y séptimo mandamiento exige, por lo menos, un master en antropología termodinámica, dada la complejidad de la ejecución prescrita: “frote el pulgar izquierdo en el sentido rotativo, entrelazado en la palma derecha y viceversa” (6). Y después, “frote rotativamente hacia atrás y hacia adelante los dedos de la mano derecha en la palma de la mano izquierda y viceversa” (7º). Después de realizar estos dos movimientos, haga una pausa para recuperar el equilibrio emocional.

Sigue un principio más básico, que cuenta con el apoyo de la liga antialcohólica: «Enxagúe as mãos com água» (“Enjuague las manos con agua”) (8º). Puede ser que el tribunal constitucional, en su docta jurisprudencia, admita enjuagar con vino, o cerveza, pero como aún no lastimó este precepto de inconstitucionalidad ortográfica, por excusada redundancia, enjuague igualmente con agua.

“Seque las manos con toalla desechable” (9º). Atención: ni toallón, ni toalla, ni toallita; sólo es admisible una toalhete. Desechable, porque sólo “só o não é a Divisão de Saúde no Ciclo de Vida e em Ambientes Específicos”.

Décimo mandamiento: “Utilice la toalhete para cerrar el grifo, si fuera de acción manual”. Cuidado: antes de interrumpir voluntariamente el chorro, debe verificar si el lavado ha alcanzado el tiempo mínimo permitido. El uso de la toalhete para cerrar el grifo es inédito en la rica tradición de la higiene nacional que, desde los gloriosos tiempos del “¡Agua va!”, jamás conoció tal refinamiento, de dudoso gusto. Como es lógico, si el grifo fuera de acción pedestre, debe cerrarlo con un gracioso puntapié; si fuere de uso no especificado, cierre con un mordisco, un puñetazo o un cabezazo, sin olvidar la imprescindible toalet.

Último mandamiento (11º en este orden, pero 12º si se contabiliza también el cero): “Ahora sus manos están limpias y seguras”. ¡Bravo! Ha consiguido: no gana ningún Audi, pero está ahora, oficialmente, con las “manos limpias” y, como tal, después de estar debidamente acreditado por el Ministerio de Salud, puede presentarse en el DIAP, en la Procuraduría General de la República, en la Policía Judicial, etc.

Más aún: “¿sus manos están ahora seguras!” Para no alarmar innecesariamente, el Ministerio no le dice nada, pero la verdad es que, antes de la operación “manos limpias”, las suyas estaban inseguras y podría no conseguir dominarlas si, dado su estado inestable, se le escapasen para el bolso del vecino, para una cartera ajena, para un saco azul o para un cofre del Estado. Gracias a la “operación manos limpias”, están ahora, felizmente “¿seguras!”


Para nuestra salvación Moisés nos dio el decálogo pero, para lavar las manos, el Ministerio de Salud nos dio doce mandamientos. Bien podían ser de Poncio Pilatos, el gobernador romano, tristemente célebre por haberse lavado las manos …mientras ensuciaba su conciencia con el peor crimen de la humanidad. Y así anda desconcertado este mundo. Se descuida lo que más importa, y se cuida mucho lo que importa poco.

La locura de la paciencia




                                                      Ilustração de Carlos Ribeiro

En los sueños casi nunca se espera. En el mundo irreal, los deseos y las voluntades se concretan de forma casi inmediata. En la vida real, el día a día, la paciencia es esencial a quien pretende alcanzar algún bien. Tenemos que tener el coraje de la esperanza, contra el cual pueden siempre poco las maldades de este mundo y de los otros, así como las angustias y la desesperanza de nuestro corazón.

Esperar es una especie de oración. Una creencia que se extiende en el tiempo y se renueva, a veces sin darnos cuenta. Una construcción gota a gota. Lo que es bueno… se conquista.

Hay un tiempo para todo y para cada cosa. Para lanzar la simiente, después para esperar, y a continuación para recoger. Después, esperar un poco más y sembrar. Esperar. Recoger. Esperar. Sembrar…

La impaciencia hace imposible la construcción de algo que permanezca más allá de los sueños del momento. Sólo la esperanza, cuando se alía con la paciencia, construye lo que permanece.

Nuestra existencia exige una fe paciente más que fuerza bruta o apasionada

La esperanza es la esencia de los héroes. Es la fe que nos mantiene orientados, sabiendo siempre donde nace el sol, portador de la luz que pone fin a la noche y nos despierta. El naciente.

Es ese rumbo que determina el significado de nuestra vida y el valor de cada uno de nosotros. Lo que somos depende de aquello por lo que, en los días y noches de nuestra existencia, decidimos luchar.

Pero la paciencia, cuando es puesta a prueba, disminuye. Es pues esencial que sepamos reconstruirla después de cada combate. Que tendremos esperanza por nosotros mismos es un excelente principio de la felicidad.

Algunas veces se confunde esperar con no hacer nada. Pero quien espera ya está realizando, porque no tiene tiempo, la promesa de su esperanza se cumple en la eternidad.

Muchos son los que desisten de sí mismos a la primera contrariedad, a la segunda noche o en el medio de un desierto cualquiera de la vida. Tener esperanza es, muchas veces, una locura. Implica hacer frente a las evidencias aparentes más allá de todos los sufrimientos reales.

En la vida hay primaveras e inviernos, otoños y veranos. Todo pasa… Sólo el amor y la verdad se renuevan. A ningún hombre le es posible dominar el tiempo y conducirlo como en los sueños. Somos cogidos por sorpresa, a veces sin darnos cuenta, hasta que aprendemos que nuestra vida depende mucho más de lo que hacemos nacer en nosotros que de aquello que creemos merecer.

¡Hay quien tiene miedo de tener esperanza y hay también quien tiene miedo de no tenerla!

La paciencia, mucho más que la fuerza, es la esencia de las grandes obras… y la vida de cada uno de nosotros es una opera prima. La única. Que debe ser trabajada, mantenida y perfeccionada hasta el último instante.

Hay quien no sabe sufrir. Hay hasta quien prefiere morir a tener que enfrentarse de forma paciente a los dolores de una larga agonía cualquiera… Las amarguras de la vida son parte de ella. La alegría es sólo la mitad de la felicidad. Además porque, en verdad, nuestra vida es mucho más de lo que parece…

¡No importa cuanto tiempo vivimos. Lo importante es la amplitud de la existencia, a qué profundidad y altura decidimos vivir, con que largura y anchura construimos nuestro mundo!

La paciencia y la esperanza, más que esperar que algo acontezca en el mundo, transforman el interior de quien las tiene, preparándolo para lo que ha de ser. Para lo que, en el fondo, ya es. Así sabrá mantenerse firme en la certeza del futuro que espera y por el cual está dispuesto a sufrir. Al final, ningún flagelo es mayor que la esperanza de la paciencia más profunda!

Nada en esta vida es estable. Un breve instante es tiempo suficiente para que lo imposible se haga real. Para el bien y para el mal.


El amor lo espera todo. Incluso con poco se vive bien, cuando se espera lo infinito.