Cuando una teoría
científica contradice una verdad de fe católica, una de las dos: o no es una
verdad científica, o no es una verdadera fe*.
Hay mucha buena gente
que aún piensa como Augusto Comte, de quien tal vez no sean hijos espirituales,
pero sí nietos, o biznietos. Persiste en ellos la ingenua creencia de que la
religión no es más que un refugio de la ignorancia y que, por lo tanto, a media
que fuese avanzando el conocimiento científico,
las creencias irían desapareciendo.
Para concluir que así es, les gusta referir que el Big Bang, según los
descendientes ideológicos del padre del positivismo, sustituye,
definitivamente, a la noción de Dios creador.
Con todo, tal vez
respondiendo a los devotos del positivismo, el Papa, en su reciente discurso a
la Pontificia Academia de las Ciencias, afirmó que “el Big Bang, que
actualmente creemos que explica el origen del mundo, no contradice la
intervención del divino creador sino, al contrario, la exige”. Aprovechando la
ocasión, Francisco criticó la actitud de los que, interpretando erróneamente el
Génesis, presentan a Dios “actuando como un hechicero, con una varita mágica
capaz de crear todas las cosas”. También afirmó que la creación del mundo” no
es obra del caos, sino que deriva de un principio supremo”, porque Dios “crea
por amor”.
Piensan algunos que hay
una buena dosis de hipocresía en volte-face
del discurso eclesial. Suponiendo que, durante siglos, la iglesia enseñó lo
contrario de lo que la ciencia afirma, sólo muy reticentemente habría adoptado
después la nueva explicación científica, para no perder definitivamente, el tren del
saber y del progreso. Para estos críticos, las declaraciones del Papa Francisco
reflejarían un oportunismo, si fueran proferidas para evitar un nuevo caso
Galileo, y no por un genuino reconocimiento del valor de la ciencia y de sus
conclusiones.
Viene a propósito
mencionar a Galileo Galilei, que muchos creen mártir de la ciencia por culpa de
la Inquisición, pero que murió de muerte natural, católico y a bien con su fe. Como
explica el Prof. Henrique Leitão, la famosa polémica que lo enfrentó a otros
creyentes no fue un contencioso entre la Iglesia y la ciencia, sino una cuestión científica entre fieles: mientras
unos defendían, con razón, la insuficiencia científica de los argumentos de
Galileo, este trataba de suplir esa carencia con los textos sagrados. Además,
ya antes de él, Copérnico, que no sólo era católico sino también padre, admitiría,
sin problemas con la fe o con la Iglesia, la hipótesis del heliocentrismo. Pero
a ningún creyente se permite la instrumentalización de la Escritura: Las tesis
científicas deben ser probadas racionalmente y no a través de la Biblia, que no
es, ni pretende ser, ninguna explicación científica del universo. El Papa dice
que el mundo” no es obra del caos, sino que deriva de un principio supremo”: a
la ciencia compete probar la existencia de las leyes que rigen el universo;
pero sólo la fe puede afirmar que, como dice Francisco, Dios “crea por amor”.
Nunca la Iglesia, como
tal o en la voz autorizada de su máximo representante, dice ser verdadero algo
contrario a la ciencia, como nada de lo que es verdaderamente científico se
opone a la verdad revelada. Cuando una teoría científica contradice una verdad
de la fe católica, de las dos una: o no es una verdad científica, o no es un
dogma de fe. La verdad es sólo una y, aunque admita varios niveles de abstracción,
no puede haber ni habrá, ninguna contradicción entre la verdad científica y la
verdad revelada.
Viene a propósito
recordar que la teoría del Big Bang, que los ateos y agnósticos gustan de
utilizar en sus diatribas anticlericales, tiene un padre y una madre. El padre
es nada más y nada menos que Georges Henri Édouard Lemaître (1894-1966), padre
católico, astrónomo y físico belga, que propuso la “hipótesis del átomo
primordial”, que después fue divulgada como teoría del origen del universo del
Big Bang. La madre es la Iglesia católica, tal vez la única institución mundial
que se puede enorgullecer de haber dado a luz un número tan grande de científicos.
*Para o Prof. Henrique de Sousa Leitão, com
amizade e admiração.
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