sábado, 27 de diciembre de 2014

La Navidad y los Herodes


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En el ámbito de la acción política, los cristianos son libres de actuar y escoger como actuar, si a ello le obliga su conciencia, pero a ninguno le es lícito no defender la vida humana desde el momento de la concepción.

Era una audiencia de niños pequeños y, por eso, en mi reflexión sobre la Navidad, me limité a propósito a contar los aspectos más felices de la más bella historia de siempre. Les hablé de cómo María y José tuvieron que ir a Belén, de cómo se refugiaron en un establo y, por fin, de cómo Jesús vino al mundo, acompañado sólo por su madre y su esposo, sin olvidarme, como manda la tradición, del mulo y la vaca. Tal vez también tenía que haberme referido a la adoración de los pastores y de los magos, aquellos exóticos personajes que, con sus dones –oro, incienso y mirra- dieron inicio y fundamento bíblico a la tan apreciada tradición de los regalos de Navidad.

Estaba a punto de dar por terminada mi intervención cuando una pequeñuela, que no levantaba más de cincuenta centímetros del suelo, me tiró de la manga y, en tono de reproche y de indignación, me preguntó:

-¿¡Y entonces Herodes!?

Por lo visto, aquella visión romántica no le había agradado y, por eso, reclamaba la versión íntegra, que yo tan púdicamente había censurado. Esperaba, por lo vito, que yo contase también el terrible episodio de la mataza de los inocentes que, por cierto, no ignoraba. Ya no sé bien lo que dije, pero aún hoy recuerdo aquella intervención, porque fue una lección que nunca olvidaré.

La Navidad es una fiesta en que todos, de una forma u otra, participamos como protagonistas. Es un acontecimiento del que nadie es mero espectador. Más allá de los burros, que miran la escena y de ella nada aprenden, pero que rebuznan mucho si los quitamos de ella, hay pastores que adoran a Dios niño y gentes sabias y pudientes que, como los magos, honran a Jesús con su caridad generosa. Pero también hay posaderos malhumorados, moradores insensibles a las necesidades de aquella joven madre, respuestas desabridas a un marido suplicante y tiranos que matan niños inocentes, a veces aún por nacer.

Siempre hubo abortos, pero tal vez nunca en la dimensión en que hoy se practican, un poco por todo el mundo. Tal vez no sean muchos los entusiastas de estas prácticas que, a la luz de la ciencia y de la tecnología moderna, ya no pueden ser entendidas  como meros procesos de interrupción del embarazo: hoy, por supuesto, nadie duda de que se trata, desgraciadamente, de “niños asesinados antes de nacer” (Papa Francisco, 25-11-2014).Pero son muchos los que, como yo en aquella versión “light” de Navidad, no quieren ver la dimensión catastrófica de este drama, ni sentir el peso inmenso de este “continuo holocausto de vidas humanas inocentes” (São João Paulo II, 29-12-1997).

Con todo, algunos valientes, asentados en varias instituciones de inspiración cristiana, aún resisten. Es una de esas asociaciones de donde surgió una iniciativa legislativa de ciudadanos titulada “Por el derecho a nacer”. Aunque es discutible, como todos los proyectos políticos, mereció el apoyo formal de la Conferencia Episcopal Portuguesa y está próxima a alcanzar las 35 mil firmas necesarias para que pueda ser apreciada por la Asamblea de la República. En el ámbito de la acción política, los cristianos son libres de actuar y de escoger como actuar, hasta el límite de no actuar,  si a ello le obliga su conciencia, pero a ningún cristiano es lícito no defender la vida humana desde el momento de la concepción.

En España, un ministro dimitió cuando el jefe de gobierno retrocedió en su propósito de restringir el aborto, pero tal vez la próxima dimisión sea la del propio primer ministro, porque es obvio que esta es una medida inevitable, también por imperativos de supervivencia nacional.

La Navidad es una fiesta de dramáticos contrastes: si nos entristece saber de tantos cristos que, también hoy, el despotismo de algunos y la indiferencia de tantos asesinan, nos alegra el misterio de aquella vida humana y divina que nos es dada en Jesús, como esperanza de salvación y de felicidad para cada uno de nosotros y para todo el mundo.



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