Esta mañana estaba la oficina llena de transeúntes, el frío
repentino ha empujado a muchos a buscar refugio en el hogar. Hoy tenía yo otra
misión y estuve menos tiempo, el suficiente para disfrutar de tres escenas
conmovedoras que no quiero dejar pasar para que no caigan en el olvido,
devoradas por el vértigo de acontecimientos que provoca la crisis diariamente.
Nuestro amigo D., que lleva ya una temporada entre nosotros,
aunque añora el clima de Canarias, estaba esta mañana en su puesto, aterido de
frío, pidiendo unas monedas, solo las
suficientes para comprar algo de comer.
Yo llegué a la oficina y, como he dicho, estaba llena; aún
así entró F. con su silla de ruedas y traía una cara como jamás le había visto,
feliz, radiante, de manera que parecía que volaba , y como no acertaba a hablar
le pregunto qué pasa, qué buena noticia traes, suéltala ya, y contesta
emocionado: “ya tengo la pantalla, además grande”; quién te la ha dado, le
pregunto, y me dice que se la han proporcionado en “Madre Coraje”. Esta
pantalla significa mucho para F., significa que ya está a punto de poner en
marcha el mecanismo que le hacía falta para ganarse la vida, e incluso piensa
en llegar a obtener beneficios para ayudar a otros.
Por fin, llevamos meses tratando de conseguir un ordenador
para que F. desarrolle sus capacidades de informático, él tiene una prisa
enorme porque dice, con toda naturalidad, que como está en fase terminal teme
quedar totalmente incapacitado antes de procurarse algunas mejoras o
comodidades en su vida. Hacía después balance de sus últimos meses: seis
durmiendo en un cajero, seis en un piso caro y malo, y tres con una compañía
aceptable, y aquí viene la segunda emoción de la mañana.
Cuando ya nos hemos repuesto un poco de la primera me regala
la segunda emoción: mirándome con esa mirada que pone cuando está en su mejor
momento me dice. “¿le llevas un café a D., que hace mucho frío?”…Esto ya me
desborda, de las quejas continuas han pasado en poco tiempo a esta amistad y
esta familiaridad incluso. Por supuesto que no hizo falta que me lo pidiera dos
veces.
Cuando llegué con el café al puesto de D. lo encuentro
acurrucado por el frío, pero no sólo, tiene los ojos húmedos y me mira y me
dice con la voz entrecortada:”estoy llorando de emoción. Acaba de pasar un
chico joven y me ha dado esta braga - señalando el cuello bien abrigadito-, se
lo ha quitado él, que la llevaba puesta y me la ha dado. Y ahora me traes el
café…”; era lo que le faltaba hoy a D.”
F. siempre se despide con un “Que Dios te bendiga”, y
cualquier favor que recibe lo toma por una bendición, por eso la mejor manera
de terminar hoy el relato es: “bendito sea Dios”.
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