P. Gonçalo Portocarrero de Almada
¡En Caná de Galilea, Jesús y sus apóstoles, en vez de ascetas
penitentes, parecían más un grupo de amigos de juerga, gozando de los placeres
de la vida!
Es San Juan quien relata el
primer milagro de Jesús de Nazaret. Habiendo sido su madre invitada a una boda
en Caná de Galilea, así como algunos de sus discípulos, faltó el vino. María
comunicó esta carencia a su Hijo, que dice que no importaba, porque aún no
había llegado la hora de manifestarse al mundo. Su madre, con todo, no
desistió: luego dice a los sirvientes de la mesa que obedeciesen a Cristo. Les
indicó que llenaran de agua unos grandes recipientes, y resultó después que
estaban, en realidad, rebosantes de buen vino. (Jn 2, 1-11).
Los otros evangelistas -Mateo,
Marcos y Lucas- no refieren este acontecimiento y la razón es obvia: ¡este
milagro, pura y simplemente, nunca debía haber acontecido! ¡O, habiéndose
realizado, debería haber sido silenciado! Por eso, este hecho poco o nada añade
en favor de Cristo, por más que Juan lo diga, a modo de happy end, que fue
gracias a este prodigio que sus discípulos creyeron en Él (Jn 2, 11)
Se debe hacer una primera
objeción a la presencia de Jesús y los discípulos en aquel banquete. Si los
fariseos y Juan bautista ayunaban, lo mismo era de esperar de Jesús: su
participación en aquella fiesta no va bien con su condición de maestro
espiritual. No consta que haya rezado, ni hecho ninguna cura, por lo que su
presencia fue, en realidad, innecesaria, si no fútil. Ciertamente, no solo Él
sino también sus seguidores fueron, para los fariseos, motivo de escándalo: ¡en
vez de comportarse como una santa milicia de ascetas, en busca de arduos
caminos de salvación, se comportan como un grupo de amigos de juerga, para
gozar de los placeres de la vida!
¡Además, no fue el único caso,
porque Jesús va a fiestas que, no solo no eran religiosas, sino en las que
abundaban los publicanos y los pecadores que, según el Evangelio, son los
mejores compinches para la diversión!( Lo que explica su subida al Cielo, donde
se dispensa la presencia de los aburridos y de los ‘beatos’…) A costa de estas
malas compañías, Cristo no solo ganó la fama de glotón y bebedor (Mt 11,19),
sino que también provocó el muy puritano escándalo de los fariseos de entonces
y de ahora.
Tampoco se entiende por qué razón
María se entrometió en una cuestión que no le incumbía, por no ser ella madre
de ninguno de los novios, ni la anfitriona. ¡Dígase, de paso, que es de mala
nota que alguien, faltando el vino en la casa donde ha sido invitado, tratase
de arreglarlo y, peor aún, lo consiga de mejor calidad que el que antes había
servido! La advertencia de María también pecaba de inconveniente moralmente: el
vino no era esencial y su ausencia era más provechosa que perjudicial.
De hecho, el milagro
religiosamente correcto era lo contrario: ¡en vez de convertir el agua en vino,
transformar el vino en agua! Por eso, está probado que el exceso de agua,
excepto en el caso de los náufragos, es menos perniciosa que el vino. Por lo
tanto, lo que se esperaba de un hombre de Dios era un milagro inverso: ya que
el producto de la vid, aunque produzca una euforia momentánea, es muy nocivo
para quien lo consume de forma incontrolada -como ya le aconteció a Noé, a
quien la Biblia atribuye su invención- Jesús debería haber cambiado el vino en
agua. ¡En aquel caso, venía muy a propósito, toda vez que se trataba,
precisamente, de una copa-de-agua!
El milagro tampoco se justificaba
con relación a los apóstoles. Es verdad que aumentó en ellos la fe en Cristo,
pero también la ilusión de poderse entregar a una vida ociosa, una vez que, por
virtud de aquella extraordinaria capacidad del maestro, estaban garantizadas
toda las necesidades: gracias a Jesús, no tendrían que ganarse la vida con el
sudor de su frente. Más que un ejército de laboriosos trabajadores de la viña,
podían convertirse en un conjunto ocioso de parásitos que, a cuenta de ese
poder milagroso, se entregasen a una vida de placeres. Peor aún: por vía de la
producción industrial y posterior comercialización de aquel excelente vino, los
apóstoles podrían sucumbir a la tentación de cambiar su misión espiritual por
aquel mucho más rentable negocio que, ciertamente, ningún judío digno de este
nombre despreciaría.
Una última pega a este primero y
tan desastroso milagro de Cristo: el viaje de ida y vuelta a Caná de galilea fue
demorado, así como la ceremonia religiosa del casamiento y posterior banquete. También
la operación que antecedió al milagro fue trabajosa: fue preciso llenar de agua
seis grandes tinajas de piedra, cada una con capacidad para unos cien litros.
Solo después su contenido fue llevado al jefe de mesa, que fue quien probó el
buen vino, felicitando al novio por tan excelente caldo. Se pregunta: ¿Pero
Jesús no tenía nada más importante que hacer?!¿Va a ser que el Hijo de Dios
vino al mundo para hacerse tabernero?! ¿Por qué no empleó ese tiempo tan
precioso a curar enfermos, consolar afligidos, resucitar a los muertos, a
predicar la palabra de Dios, a resolver conflictos, a alimentar pobres, enseñar
a ignorantes, perdonar pecados, o realizar otras obras de misericordia?!
¡Pero, más que el esplendor de la
divinidad de Cristo, a los fariseos de todos los tiempos les exaspera la
amabilísima humanidad de Jesús! ¡Más que los rigores de la penitencia más
exigente o del dogma más incomprensible, les irrita la inmensa alegría de vivir
de Jesús y de los cristianos! ¡Por eso, eran tan ácidas y resabidas sus
críticas al Nazareno, como ahora son las que los nuevos fariseos hacen a sus discípulos.
¡Eran capaces de perdonar a Cristo su osadía doctrinal, pero no le podían
disculpar aquella tan pura e intensa felicidad, que es, al final, la gran
novedad cristiana!
Los fariseos de entonces y de hoy
no saben que la vida es una fiesta, porque ignoran la alegría del amor de Dios,
a la que se accede por el arrepentimiento y el perdón. Son unos tristes, porque
n o saben que Dios es amor (1Jn 4,8), ni que el padre del Cielo “no envió a su
Hijo al mundo para condenar el mundo, sino para que el mundo sea salvado por Él”
(Jn3,17). Jesús no vino a la tierra para complicar la existencia humana con una
infinidad de preceptos y prohibiciones, sino para conceder a sus fieles la “la
libertad gloriosa de los hijos de Dios” (Rm 8,21) y el don de la vida en
abundancia (Jn 10,10)