La fe en la resurrección de Jesucristo, lejos de ser una suposición
gratuita, está fundada en una certeza científica, que hace creíble la explicación
sobrenatural.
Habrá quien piense que los
‘selfies’ son una invención moderna, pero no es verdad. Que me disculpen los
iconoclastas, pero esta idea de reproducir la propia imagen es mucho más
antigua de lo que pudiera pensarse, pues viene, por lo menos, de los tiempos de
Jesucristo. De Él fue, de hecho, el primer ‘selfie’ del que se tenga memoria:
el sudario de Turín.
La resurrección de Cristo es un
principio fundamental de la fe cristiana (1Cor 15, 17-19), pero no la mortaja
que, según la tradición, envolvía el cuerpo muerto de Cristo, durante
aproximadamente 36 horas. Aunque son muchas las razones científicas que afirman
que el hombre del sudario no puede ser otro que Jesús de Nazaret.
Es cierto que, en 1988, algunos
científicos propusieron una datación entre los años 1260 y 1390, pero hoy esa
tesis científica está científicamente desacreditada, no solo porque la muestra
utilizada en ese estudio no era creíble, sino también porque científicamente no
quedó probada esa conclusión.
Por eso, los estudios necrológicos y paleontológicos
del calvinista suizo Max Frei, profesor de la universidad de Zurich y
criminólogo de renombre internacional, permitirán concluir que la síndone, tejido de lino tejido al modo indiano, es
originaria de Palestina, donde fue tejida aproximadamente hace dos mil años. Se
supone que estuvo en Edesa y en Constantinopla, de donde se cree que algún
cruzado la pudo haber llevado a Lirey, en Francia, donde aparece en 1353. Más
tarde, en 1578, ya era venerada en Turín, donde aún hoy permanece, siendo
entonces propiedad de la Casa Real italiana que, en la persona de su último
rey, Humberto II, la donó, por disposición testamentaria, al papa, que entonces
era San Juan Pablo II.
No quedan dudas de que el sudario
envolvió el cuerpo de alguien que fue, hace dos mil años, crucificado, después
de flagelado y coronado de espinas. Hasta es posible saber que ese hombre fue
azotado –hay registro de 370 heridas, como resultado por lo menos de 600 golpes
– con látigos que corresponden exactamente a los que entonces utilizaban los
soldados romanos. También son visibles las marcas dejadas por las llagas de las
manos y de los pies, así como la del costado, que fue infligida en el cuerpo
muerto de Jesús para garantizar, con certeza absoluta, su óbito.
Si las señales de la crucifixión
y de la flagelación no son suficientes para concluir que el hombre del sudario
es necesariamente Jesús de Nazaret –muchos otros condenados a pena capital eran
también azotados y crucificados – no se puede decir lo mismo de la corona de
espinas, que sólo a Él le fue impuesta. Fue precisamente esa la razón de su
condena, como además se hizo constar, en varias lenguas, en la propia cruz:
Jesús de Nazaret, Rey de los judíos (en latín, INRI). También por estas
razones, la datación que conducía a los siglos XIII y XIV no es verosímil pues,
entonces, hace ya mucho que nadie era flagelado públicamente y crucificado,
como indudablemente aconteció al hombre del sudario.
En relación a la imagen de la
síndone, subsisten algunos misterios, que la ciencia no ha conseguido descifrar
aún. Especialmente lo que respecta a la figura humana visible en el tejido, a
modo de un negativo fotográfico. Es sabido que la imagen del sudario no fue
pintada, ni reproducida por técnica conocida alguna. Algunos científicos de la
NASA llegaron a la sorprendente conclusión de que esa reproducción de un cuerpo
humano es tridimensional, lo que también sería impracticable para cualquier
falsificador de hace dos mil años, o medieval. Ante la imposibilidad de
concretar la forma de fijación de esa representación corpórea en el sudario de
Turín, hay quien admite que la impresión haya sido consecuencia de una
momentánea explosión de energía. De haber sido así, aquella mortaja no sería
solo una reliquia de la pasión y muerte de Jesucristo, sino también una prueba
científica de su resurrección.
Cualquiera que sea el veredicto
de la ciencia sobre el particular, la verdad es que la resurrección de Cristo,
siendo un acontecimiento histórico ampliamente comprobado por muchos y variados
testimonios creíbles – en una ocasión única, más de quinientas personas vieron
a Jesús resucitado (1Cor 15, 6) – se inscribe en una dimensión trascendente, a
la que solo por la fe se tiene acceso. Pero, incluso aquellos que entonces creyeron,
como el incrédulo Tomás (Jn 20, 24-29), creyeron porque tenían muchas y sólidas
razones para hacerlo. S u fe, lejos de ser una suposición gratuita, estaba
fundada en una certeza empírica, que hace científicamente razonable la
explicación sobrenatural.
Como escribió D. Américo do Couto
Oliveira, que fue obispo de Lamego y autor de A Santa Síndone de Turim, À luz da ciência moderna, ¡“agnósticos o
ateos, católicos o no católicos, casi todos están convencidos de que aquel
Hombre [del sudario] es Cristo! Oigamos las palabras del filósofo de Virginia,
entonces no creyente, Prof. Gary R. Habermas: “Cuando yo era de hecho agnóstico
y no admitía la resurrección de Jesús, fueron las pruebas históricas (…) las
que me hicieron comprender que él muy probablemente había resucitado de entre
los muertos. Mi honestidad intelectual me obliga a confesar que, si estas
pruebas histórico científicas se refiriesen a cualquier otra personalidad
histórica, mi interés e investigar el caso no habría sido menor. Quiero decir
que, si la síndone hubiese sido atribuida a Mahoma, en vez de a Jesús, (…) yo
tendría el coraje de reconocer la resurrección de Mahoma. Pero sucede que estas
pruebas no se refieren a Mahoma, ni a nadie más que a Jesús”.
Con ocasión del fallecimiento del
criminólogo suizo, el secretario del Centro Internacional de Sindonología dice:
“Max Frei, cristiano evangélico, luego en el primer instante, intuyó
acertadamente que aquella imagen del Hombre de la Síndone no era solo de un
hombre que sufrió, ni era la figura de un vencido, sino la de alguien que amó y
se dio”. El mismo Cristo había proclamado: “es por esto que mi Padre me ama: porque Yo ofrezco mi vida, para retomarla
después. Nadie me la quita, sino yo la ofrezco libremente, porque tengo poder
para ofrecerla y poder recuperarla” (Jn 10, 17-18). ¡Jesús de Nazaret fue
muerto, pero fue él el que quiso dar su vida por la salvación del mundo!
¡Feliz Pascua de resurrección de
Nuestro Señor Jesucristo, la más sublime expresión, divina y humana, de la libertad
del amor!
https://observador.pt/opiniao/a-selfie-de-jc/