sábado, 25 de mayo de 2019

¿Cuánta vida cabe en una hora?



José Luís Nunes Martins

Estamos hechos de tiempo y nos hacemos en él, por medio de las obras que somos capaces de realizar.

El tiempo pasa como el viento, sin que nos demos cuenta. Lejos de nuestra voluntad. El que no toma su tiempo para sí, siempre tendrá muchas cosas que le ayuden a desperdiciarlo.

Si la felicidad acorta el tiempo, la tristeza lo alarga. Pero solo en lo que es una lectura superficial. En verdad, la felicidad llena de vida pura cada minuto de nuestras horas, al tiempo que la tristeza las vacía de todo…

Nadie escapa a la tristeza, pero la vida en sí no es triste, solo tiene algunas horas más amargas. Peor es aquella tristeza que, gota a gota, se prolongan en el tiempo, como si quisiesen entrañarse en nuestra alma.

Las mayores tristezas nos vuelven mudos, en un estado en que dormir no es muy diferente de morir, como si nuestro tiempo solo fuese un lugar de suplicio del cual desearíamos ser librados.

Es importante que el corazón aprenda a estar tranquilo, mirando para atrás y para adelante. Comprendiendo la verdad que hay en cada momento, sin perder la noción de que está de viaje. Todo pasa, incluso lo que teme que no va a pasar. Tenemos el don del olvido, que nos permite desligarnos de los dolores del pasado.

Que seamos capaces de saber encontrar la alegría en la tristeza y la tristeza en la alegría, porque cada una de ellas es solo la mitad de la verdad. Ningún día es igual a otro. Todo es siempre nuevo, aun cuando se repite.

Sin fe no hay esperanza, porque es necesario creer en aquello que se espera. No hay esperanza sin paciencia, pues, a veces, mientras se espera es preciso resistir las adversidades inesperadas que siempre suceden.

Fe, esperanza y paciencia luchan, cada día, contra el tiempo. Una tristeza es señal de una disputa perdida. La vida es un largo desafío.

En un solo gesto podemos darnos de forma plena. Una hora basta para que conquistemos la felicidad sin fin.

El tiempo sigue delante, sin parar ni volver atrás. Todos los días nos acercan al fin de esta vida, pero también al principio de aquella que ha de venir.


sábado, 18 de mayo de 2019

La maledicencia también es de quien la escucha



José Luís Nunes Martins


Pocas personas son capaces de causar la muerte o herir a alguien, y tampoco injuriar a otra persona en su presencia. ¡En cambio, casi todos son propensos a la maledicencia! Profiriéndola con especial placer o estando dispuestos a escucharla con el mayor interés.

La mayor parte de nosotros somos capaces de realizar gestos generosos, aunque eso implique tener que soportar sacrificios, pero parece que es necesario ser unos héroes para controlar los impulsos de denigrar la reputación ajena.

Es tan fácil caer en la maledicencia… Como si viviésemos en una especie de precipicio donde al mínimo desequilibrio caemos en la calumnia.

Ofender y arruinar al otro es siempre malo. Poco importa si lo que se dice es verdad o mentira. La maledicencia más potente es la que mezcla las dudas. No todas deben ser dichas, algunas sería incluso más agradable no saberlas – porque no tenemos el derecho de saber todo.

La maledicencia es también de quien la escucha y quiere escucharla. Por eso se va infiltrando y pasa por los lugares más remotos e improbables, dejando mucha ruina  detrás de sí. No sobrevive sino a través de la transmisión.

Contra la mala lengua de nada valen las cautelas, fuerzas ni valor de ningún tipo. Ni los más santos de los hombres está libre ser ofendidos. Ni el mismo Dios.

Una pobre educación y  un corazón envenenado son los motivos profundos de quien cree que se honra a través de la deshonra que provoca en los otros.

La injuria se disfraza de servicio de información relativa a los que cree que son malos, para protegerse de ellos. ¿Pero quién puede considerarse juez competente para decretar tales sentencias? ¿Y  aunque  haya sido cometido un mal, quién puede asegurar  que a ese error no le sigue un enorme bien?

La maledicencia hiere a distancia, por  la espalda, oscureciendo lo que no consigue quemar y robando lo que nunca conseguirá restituir.

La maledicencia depende de quien la oye. Porque si nadie la escuchase moriría de inmediato.


domingo, 12 de mayo de 2019

Perdonar es amar y olvidar


JOSÉ LUÍS NUNES MARTINS


Amar a alguien es odiar todo lo que en ella hay de malo, cada uno de los errores que lo desfiguran. Todos somos imperfectos. Por eso, más que quien nos señale los errores, necesitamos que nos ame y nos enseñe a amar. De quien nos perdone, nos ayude y se olvide de nuestro mal. ¿Olvidándose también de que nos perdonó!

Cuando alguien prefiere no olvidar algún mal que le hayan hecho, acaba por cargar con el peso de una culpa que no era suya. Pasa a ser culpable, de no perdonar, de no amar… por no olvidar.

Pero, para algunos, perdonar no es olvidar. Perdonan, con la condición de dejar patente en el otro la marca  de la imperfección. Contabilizando, para sí mismo, un perdón más.

El amor solo se concibe de una forma: o es entero o no es. El amor exige que quien ama no haga cuentas, que entregue su corazón, por entero y sin condiciones.

Ser justo con alguien que amamos también es duro para nosotros, pues implica señalarle los errores que son de su responsabilidad sin excluirlo nunca, aunque sea un momento, de nuestro corazón.

Siempre será más fácil y cómodo señalar con el dedo y condenar. Incluso a quien no es culpable. No se distingue la falta (que siempre es censurable) del que la comete (que siempre debe ser escuchado y comprendido), incluso  ese proceso causa la ilusión de que ese juicio es superior a quien la rebaja. Ser justo implica ser capaz de aceptar lo que el otro tiene que decirnos a propósito de nuestras faltas. Debemos escucharlo siempre. Aunque no nos perdone, no nos ayude y se acuerde muy bien del mal en nosotros.

La verdad es que las palabras duras de un amigo son señal de lealtad y cuidado, el beso del enemigo no.

Cuidado con las generalizaciones. Una persona que falta a la verdad no es un mentiroso, ni es ladrón quien alguna vez se equivocó en las cuentas. Es frecuente que, después de descubrir algún error en alguien, esa persona parece perder todo su valor. O que, ante la desilusión por alguien  en particular, juzguemos que todas las demás personas son así, y que, por eso, lo mejor es encerrarnos en nuestra perfección. Ahora bien, no solo estamos lejos de ser perfectos, también la soledad egoísta es un grave gesto de orgullo y falta de amor. Todos erramos. En eso todos somos iguales.


Muchos se quejan tanto de los demás,  que es evidente que no tienen ni idea de lo que existe en ellos de venenoso. Bajo las capas de la ingenuidad y la victimización se esconden puñales afilados, solo a la espera de mejor oportunidad para… vengarse, según acreditan o dicen. Porque, en su idea, ese futuro mal es siempre justificado por lo que han sufrido antes. Se creen en el derecho (¡y deber!) de ser malos con los demás. Se llaman justos, pero solo son… culpables de su infelicidad.

No debemos juzgar al otro, aunque eso no signifique admirar los defectos que lo degradan. Ni tampoco censurarle las virtudes, porque también habrá quien piense que toda virtud ajena es defecto y, claro, que todo defecto propio es virtud… Amar a alguien es ser capaz de ayudarle, sobre todo a través del ejemplo de lucha contra nuestros propios vicios.

Debemos desear siempre el bien, más aún cuando estamos ante el mal. En un primer momento perdonando. Demostrando así que  no se debe a una intención pura de la bondad de su corazón. Después, ayudando con nuestra presencia, fuerza y confianza, cuanto nos fuera posible en una lucha que siempre será personal. Por fin, olvidando. Si, el que ama olvida. El que no olvida el mal, no ama. Amar es superior a las faltas del otro. Anulándolas. En todas partes, hasta en la memoria. Para siempre.

La diligencia es la prisa propia de quien ama. También debemos perdonar y olvidar sin demora. Al final, también nosotros solo debemos ser perdonados en la medida exacta en que hubiéramos sido capaces de perdonar.

Amar, a veces, exige que el amor se eleve por encima de la razón.

Amar es olvidarnos de las faltas del otro. Es ayudarlo, olvidándonos de nosotros. Perdonándolo nos perdonamos a nosotros mismos de la mala voluntad de no querer olvidar.

Que nuestros brazos sean un lugar(y un tiempo) donde el otro pueda llorar… sin que nunca nos creamos, por eso, con derecho a saber el porqué de nuestras lágrimas.



sábado, 11 de mayo de 2019

Ser amigo es amar



José Luís Nunes Martins


  
Mi amigo me muestra quien soy, me impulsa a la perfección de mí mismo, porque ve lo más importante de mí y me ama.

Mi amigo no necesita saber todo sobre mí, porque no me quiere juzgar, solo necesita saber como estoy… para saber lo que puede hacer por mí. Lo más importante es ayudarnos, más que comprendernos o corregirnos.

La humildad que exige el amor es mucho más difícil porque implica asumir la fragilidad, pedir ayuda es acepta ser ayudado. Ser amigo es dar siempre lo que se nos pide y… pedir cuando es necesario, aceptando la respuesta, cualquiera que sea… por más dura que pueda ser.

Hay pocos amigos. La amistad implica una entrega mucho mayor que aquella que es más frecuente  en este mundo, donde muchos se creen y dicen ser amigos sin serlo.

Es necesario estar abierto y compartir con nuestro amigo lo que somos y tenemos, bueno y malo, pero también aceptar todo lo que pasa en su vida… hasta la posibilidad de que su  amistad hacia nosotros fuera mentira.

Si la felicidad de nuestro amigo no nos llena de alegría, así como su angustia nos entristece, entonces no somos sus amigos. Es más difícil compartir la gracia que la desgracia.

Es peor desconfiar que ser engañado, del mismo modo que es peor hacer daño que ser recibirlo.

Entre los amigos, los espacios y los tiempos no son los mismos, los vientos deben siempre poder danzar entre ellos, nunca deben estar demasiado cerca, so pena de que se anulen y dejen de ser quienes son.

Las amistades pueden haber nacido en un instante, pero para mantenerse verdaderas precisan de un trabajo largo y constante, de más  atención y cuidado que muchas construcciones.

Que yo sea capaz de ser un refugio donde otro encuentre su paz.



sábado, 4 de mayo de 2019

¡No busques los aplausos!



 José Luís Nunes Martins


Es ridículo creer que la bondad y la belleza de una obra dependen de los elogios que obtenga.

Nos preocupa lo que los demás piensen de nosotros, como si las personas perdiesen el tiempo pensando en nuestra vida.

Los vanidosos son aquellos que temen a su propio interior, los que evitan su corazón, como si no fuese digno. Prefieren que los demás les aplaudan por lo que solo parece que son. No es el mérito propio lo que importa, solo la imagen que los demás tienen de nuestro mérito.

Los vanidosos hablan mucho. Son casi incapaces de callar. Como si estuviesen convencidos de que la verdadera gracia no está en hacerse notar, sino, tan solo, en  distinguirse.

La vanidad sueña alto y hace grandes planes, se proyecta hasta el límite más alto, después siempre hace poco y acaba por llenarse de orgullo con la admiración que causa a dos o tres personas, olvidándose que quería el mundo.

Un misterio de la vanidad es saber si él mimo sabe o no que se trata de vanidad y no de la verdad. Hace lo mismo quien pierde la capacidad de distinguir entre lo que es y la opinión que le gustaría que los otros tuviesen de él.

Tendemos a encontrar en los demás, con particular perspicacia, nuestros propios defectos. En el caso de la vanidad esto es aún más evidente, ya que las vanidades chocan.

Tal vez el mayor peligro de la vanidad es que se encuentra donde menos se espera, detrás de gestos de gran virtud, como la bondad, el altruismo, la humildad…

¿Qué importancia damos a la opinión de los otros sobre nosotros? ¿Cuánto tiempo le  dedicamos? ¿Cuánto tiempo sacrificamos a crear imágenes en vez de aplicarnos  a ser y hacer lo que debemos?

La vanidad olvida algo muy importante: todos nosotros somos almas semejantes. El que asume lo que es, sin complejo de inferioridad, provoca dos tipos de reacción: el rechazo de los que se creen superiores y la verdadera amistad de los que son auténticos.

El que se pasa la vida a la búsqueda del aplauso de la multitud pierde su tiempo, pues aunque consiga homenajes nuevos cada día no se ha dedicado a lo más importante: su dignidad.

La bondad de uno depende de lo que elige, no de lo que parece.