José Luís Nunes Martins
En muchos desafíos de nuestra vida
nos creemos indignos de alcanzar el éxito. Tal vez debido a lo que sabemos
sobre nosotros mismos, teniendo en cuenta nuestras faltas y fallos, en muy poco
semejantes a los méritos aparentes de quien nos rodea.
Llegamos a creer justo que aquello
que ambicionamos para nosotros, acabe por quedar para los otros, porque nos parecen,
de hecho, mucho mejores que nosotros.
La verdad es que cada uno de
nosotros se conoce desde dentro, pero los otros lo hacen desde fuera. Somos muy
conscientes de muchos de nuestros defectos, tristezas, preocupaciones, deseos y
recuerdos, y muchas de estas sensaciones son experimentadas de forma tan
intensa que acabamos valorándonos mucho más vulnerables y débiles de lo que nos
parecen el resto de las personas que conocemos.
De los otros sólo sabemos lo que
hacen y lo que nos dicen. Lo que puede ser, y es, muchas veces, más o menos
adulterado para que nos cause buena impresión y que, a partir de ella, creemos
una imagen del interior del otro más bella de lo que es en realidad.
La solución a este complejo que nos
aflige no es más que tomemos a los que nos son extraños, y a los próximos,
mucho más semejantes a nosotros de lo que parecen. Todos los que están a
nuestro lado, en el fondo, no son más dignos ni más excelentes que nosotros. Por
más que brillen en apariencia.
La única
indignidad que tal vez importe sentir es cuando nos sentimos amados, una vez
que ella significa que reconocemos al otro la decisión gratuita y generosa de
ser don en nuestra vida, a pesar de todo.
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