Esta mañana ha sido especial, uno
de esos días en la vida de cualquier persona que compensan otros más frecuentes
que no nos apetece tanto recordar. Empezamos comentando la noticia del donativo
extraordinario de Amancio Ortega, veinte millones de euros, a Cáritas; la
trabajadora social, que acababa de llegar de Madrid precisamente, nos aclaró
que seguramente este donativo sea para
atender a familias españolas, lo cual nos pareció aún mejor.
La tertulia hoy ha discurrido sin
sobresaltos y ha sido seguida por todos con interés, hemos seguido hablando de
temas diversos, uno de los más preocupantes nos parecía el de las desigualdades
entre los españoles. Además, la crisis está haciendo más patente estas
diferencias y esto nos coloca frente a nuestros propios fracasos como personas
y como sociedad. Hace falta que todos
queramos ver nuestra parte de responsabilidad en el fracaso social que
padecemos, si no es así, si las culpas empiezan a arrojarse de unos a otros, si la única respuesta, en vez de dialogar sinceramente y pensando en el bien
común, es “y tú más”, entonces habremos retrocedido cuarenta o cincuenta años.
Y esto no es por decir cualquier cosa, políticos tenemos empeñados en la
“memoria histórica”, en resucitar el pasado peor, utilizando argumentos del
pasado para explicar hechos y responsabilidades presentes.
Para animarme más el día llega mi
reciente amigo, P., con el que ayer mismo charlaba y me exponía su intención de
enrolarse como voluntario en una ong. Seguía la conversación desde la puerta muy
atento pero sin decir palabra; de pronto, tímidamente, porque es extremadamente
delicado, me hizo un retrato que nadie me había hecho antes, dice que “me ve
con un gorguero al cuello y traje negro como los del siglo dieciséis”, pero aún
añade que tengo un alma franciscana; entonces me dejó emocionado y desarmado;
no pude menos de responderle que él sí tiene ese alma franciscana, porque es
capaz de ver el bien aunque esté oculto, y hasta producirlo, provocando en los
demás una respuesta de acuerdo a su franqueza y humildad.
Y para terminar entra F. todo
alterado diciéndome a voces que por qué le molesto llamándolo por el móvil un
montón de veces para despertarlo; como le digo que de eso nada, y que “ni me he
acordado de él en toda la mañana”, pues entonces frenó en seco su silla de
ruedas a motor justo al borde de la mesa y se le pasó el enfado. Increíblemente
hoy no traía ninguna queja de nadie ni
de nada y terminamos la mañana con un humor excelente.