sábado, 27 de octubre de 2012

Un alma franciscana




Esta mañana ha sido especial, uno de esos días en la vida de cualquier persona que compensan otros más frecuentes que no nos apetece tanto recordar. Empezamos comentando la noticia del donativo extraordinario de Amancio Ortega, veinte millones de euros, a Cáritas; la trabajadora social, que acababa de llegar de Madrid precisamente, nos aclaró que seguramente este donativo  sea para atender a familias españolas, lo cual nos pareció aún mejor.

La tertulia hoy ha discurrido sin sobresaltos y ha sido seguida por todos con interés, hemos seguido hablando de temas diversos, uno de los más preocupantes nos parecía el de las desigualdades entre los españoles. Además, la crisis está haciendo más patente estas diferencias y esto nos coloca frente a nuestros propios fracasos como personas y  como sociedad. Hace falta que todos queramos ver nuestra parte de responsabilidad en el fracaso social que padecemos, si no es así, si las culpas empiezan a arrojarse de unos  a otros, si la única respuesta, en vez de  dialogar sinceramente y pensando en el bien común, es “y tú más”, entonces habremos retrocedido cuarenta o cincuenta años. Y esto no es por decir cualquier cosa, políticos tenemos empeñados en la “memoria histórica”, en resucitar el pasado peor, utilizando argumentos del pasado para explicar hechos y responsabilidades presentes.

Para animarme más el día llega mi reciente amigo, P., con el que ayer mismo charlaba y me exponía su intención de enrolarse como voluntario en una ong. Seguía la conversación desde la puerta muy atento pero sin decir palabra; de pronto, tímidamente, porque es extremadamente delicado, me hizo un retrato que nadie me había hecho antes, dice que “me ve con un gorguero al cuello y traje negro como los del siglo dieciséis”, pero aún añade que tengo un alma franciscana; entonces me dejó emocionado y desarmado; no pude menos de responderle que él sí tiene ese alma franciscana, porque es capaz de ver el bien aunque esté oculto, y hasta producirlo, provocando en los demás una respuesta de acuerdo a su franqueza y humildad.

Y para terminar entra F. todo alterado diciéndome a voces que por qué le molesto llamándolo por el móvil un montón de veces para despertarlo; como le digo que de eso nada, y que “ni me he acordado de él en toda la mañana”, pues entonces frenó en seco su silla de ruedas a motor justo al borde de la mesa y se le pasó el enfado. Increíblemente hoy  no traía ninguna queja de nadie ni de nada y terminamos la mañana con un humor excelente.

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