Hay una certeza
compartida por los antropólogos y por todos los creyentes de las religiones abanicas:
¡el marido de Eva no se lavaba los dientes!
El título expresa una
insinuación desagradable, pero no es menos la que se atribuye al Padre Antonio
Vieira, que dice que, de Adán para ladrón, solo faltaban dos letras y que, de
fruto, para hurto, ninguna!
Poco se sabe de los
hábitos higiénicos de Adán, porque sobre este particular son omisas la Biblia y
la ciencia. Con todo, Hay una certeza compartida por todos los antropólogos,
así como por todos los creyentes de las religiones abanicas: el marido de Eva
no se lavaba los dientes diariamente. Ni siquiera, según consta, usaba palillo,
actitud de poco gusto, pero ciertamente más saludable que la pura y total omisión de cualquier
limpieza, por rudimentaria que fuese, de la dentición.
Ahora bien, según un
principio universal de la higiene oral, quien no se lava los dientes todos los
días, por lo menos una vez, es un rematado puerco y atenta, con su pestífero
aliento, contra la salud pública. Siendo así, hay que concluir que Adán y Eva,
ciertamente casados en régimen de comunión de malos hábitos higiénicos, eran
poco aseados.
A propósito, nótese que
el Evangelio, que en tantos aspectos es de una enorme elevación, no destaca por
la exigencia en temas de sanidad. En el evangelio del antepenúltimo domingo, se
evocó la crítica de los fariseos a los apóstoles por el hecho, ciertamente
censurable, de que estos no se lavaran las manos antes de las comidas, ni
procedieran a las abluciones de copas y platos, como era tradición entre los
judíos. Pero Jesús, en vez de reprender a sus discípulos por tan reprobable
negligencia, se volvió contra los fariseos, cuya hipocresía condena, no
obstante la razonabilidad de aquella su protesta.
Más escandalosa fue aún
la actitud de Cristo cuando, tal como se refirió el pasado domingo, curó a un
sordo casi mudo. ¿No es así que Jesús de
Nazaret metió sus dedos en los oídos del sordo y, después tocó con su dedo,
humedecido en la saliva, la lengua del ‘milagreado’!? ¡No fue él el Maestro y
cualquier día, con innegable buen sentido: ¡que disgusto! Habiendo
protagonizado algunas curas
a distancia, sin
contacto físico ni visual –piénsese, por ejemplo, en la resurrección de Lázaro,
o en la cura del siervo del centurión- también en este caso podría haberlo
hecho, con evidente ventaja para el sordo mudo y para nosotros que,
transcurridos dos mil años, aún quedamos incomodados con un tratamiento tan
poco aséptico.
Si así era hace dos mil
años, no nos debe extrañar que Adán y Eva no se lavasen los dientes
diariamente, sin que se pueda, entre tanto, condenar este su mal proceder. ¿Por
qué? Porque no se les puede exigir lo que, aunque hoy sea perfectamente normal, entonces no lo era.
La conclusión es
evidente: el juicio moral de una determinada acción no puede realizarse en
contra de las circunstancias concretas del tiempo y lugar. ¿Quiere esto decir,
como afirma el relativismo, que no hay normas éticas absolutas y que todo
depende del encuadre espacio temporal? De ningún modo, porque matar un
inocente, robar o mentir, por ejemplo, son siempre actos condenables, en la
medida en que violan principios éticos universales e intemporales.
La higiene, como el
pudor, son siempre exigibles, pero deben ser evaluados en cada caso, según los
patrones culturales vigentes. Hoy, no lavarse los dientes todos los días es, de
hecho, censurable, pero no lo era en el tiempo de Adán y Eva, en que esa
práctica ni siquiera existiría. Por otro lado, no era escandalosa la desnudez
de ambos en el paraíso, pero sí lo era después de haber sido expulsados del
Edén, como también sería la de alguna pareja que, de esa impúdica forma,
tuviese ahora el mal gusto de exponerse públicamente.
Es recurrente, en los
precipitados juicios que se hacen de los cristianos en la plaza pública, exigir
a las generaciones pasadas una mentalidad moderna, lo que se revela tan
anacrónico como censurar a Adán su falta de higiene oral. No quiere esto decir
que el hombre primitivo fuese inimputable, porque Caín fue responsable de haber
matado, por envidia, a su hermano Abel. También ahora, cualquier asesinato de
un ser humano inocente –como en los casos del aborto provocado, homicidio,
eutanasia, etc.- es siempre un gravísimo pecado y un horrible crimen.
El cristiano, como
cualquier otro ciudadano, es también un ser histórico, para bien y para mal. La
fe ilumina al creyente en cuanto a los principales deberes morales, expresados
en el decálogo y en el sermón de las bienaventuranzas y, por eso, los santos
son, a la par que otros justos de análoga sublime ética, el mejor exponente de
la perfección moral. Pero también ellos son mujeres y hombres de su tiempo y no
pueden ser juzgados al margen de esa su condición.
A los cruzados del
anticatolicismo militante y a los modernos inquisidores, que continuamente
juzgan y condenan a la Iglesia por su historia, no se pueden pedir las virtudes
cristianas de la caridad o del perdón por los pecados de los fieles que nos han
precedido. Pero se les debe exigir la justicia de no juzgar el pasado a la luz
del presente ni culpabilizar a los cristianos del tercer milenio por los
errores de los cruzados o por los excesos de los inquisidores. A cada hombre y
generación le bastan sus propias faltas.
Sacerdote católico
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