La eutanasia no es un derecho, sino una violación del más
irrenunciable deber jurídico y moral: el de respetar la vida humana, que es
dignísima desde el instante de la concepción hasta el momento de la muerte
natural.
Los que suscriben el
manifiesto a favor de la eutanasia afirman “unidos en la valoración
privilegiada del derecho a la libertad” y, como tal, defensores de la “despenalización
y regularización de la muerte asistida”, que entienden que es 2una expresión
concreta de los derechos individuales la
autonomía, a la libertad religiosa y a la libertas de pensamiento y conciencia,
derechos inscritos en la constitución”.
No cabe duda en cuanto a la
valoración del “derecho a la libertad”, ni su aprecio por el “derecho
individual a la autonomía”, pero queda por saber si esa opción puede prevalecer
en cuanto contraria a la vida, a la integridad física o a la dignidad humana.
La cuestión es pertinente porque hay quien entiende que no es lícito prohibir
que alguien, libre y conscientemente, opte por la ‘muerte asistida’. ¿Pero, es
así?
Nadie puede, supuestamente,
vender un órgano, porque el derecho no permite la comercialización de los seres
humanos, ni de ninguna parte de su cuerpo, que no es una cosa de la que es
dueño y de la que pueda libremente disponer, sino parte integrante de la
personalidad humana. Por la misma razón, hay que excluir absolutamente la esclavitud,
aunque hubiese alguien que, en plena posesión de sus facultades, admitiese
enajenar para siempre su libertad. De hecho, el derecho no puede consentir en
lo que, aunque querido de forma consciente y voluntaria, atenta tan gravemente
contra la dignidad humana.
El uso, o abuso, de la
libertad individual puede llegar a extremos verdaderamente inconcebibles, sin
que sea necesario evocar, para el caso, acontecimientos de otras épocas o, por
hipótesis, remotas tribus caníbales de la polinesia. De hecho, a 27 e diciembre
de 2003, el New York Times publicó una noticia que causo estupefacción y
horror: un alemán, Armin Meiwea, mató a un compatriota y, después, comió sus
restos. El insólito asesinato había sido, mientras tanto, consentido por la víctima.
Con todo, su aquiescencia fue, obviamente, tenida por irrelevante y el antropófago
fue castigado por su hediondo crimen. Es, sin duda, un caso extremo, pero
aconteció, no en la prehistoria, ni en el tercer mundo, sino en pleno siglo XXI
y en la civilizada y culta patria de Beethowen y de Hegel.
El 19 de enero de 2009, la
prensa británica publicaba un caso insólito: un sujeto, llamado Guy
Masteerleigh, trata a una tal Deborah, de 38 años, como si fuese una perra, a la que llamaba Cuti. La misma, que
estaba en su sano juicio y que ‘ladraba’ y se movía a cuatro ‘patas’, declaró
que le gustaba ser tratada así. Quien defienda absolutamente el derecho
individual a la autonomía, no se podría oponer a semejante ultrajante comportamiento,
pero quien entienda que hay derechos fundamentales de los que nadie puede abdicar,
tendría legitimidad para impugnar un procedimiento tan indigno.
Por otro lado, una persona
muy trastornada, un demente terminal, o un gran sufrimiento, es alguien cuya
razón y voluntad están necesariamente nubladas por la edad, o por la dramática
situación. Siendo así, no tiene sentido invocar la libertad individual, como
fundamento para la despenalización de la
‘muerte asistida’. Es obvio que alguien, en circunstancias tan vulnerables como
las referidas, puede ser más fácilmente presionado para tomar una decisión
falsamente presentada como la más ‘piadosa’ para sí, además de ‘caritativa’
para su familia e incluso ‘solidaria’ para la sociedad. La eutanasia se presta
a inmoral explotación de una situación de desesperación, sea por familiares y
amigos interesados en abreviar esa vida, sea por las instituciones sanitarias, cuya gestión económica
favorecería la eliminación de los pacientes terminales y de los enfermos
mentales más pobres que sean beneficiarios de la salud pública, porque los
ricos podrían siempre pagar el apoyo clínico de que carecen y que, en realidad
todos desean.
Más allá de lo más, la
eventual ‘despenalización y regulación de la muerte asistida’ obligaría a la
reforma de la Constitución y del ordenamiento jurídico portugués. En ese caso,
no tendría sentido, por ejemplo, que fuese castigada la esclavitud consentida,
la violencia doméstica tolerada por la víctima, o la venta libre y voluntaria
de órganos humanos. Si se permite la ‘muerte asistida’, como una ‘expresión
concreta del derecho individual a la autonomía’, se debería también castigar ya
el socorro prestado a los suicidas, porque sería una violación de su libertad y
autonomía.
La defensa de la
eufemísticamente llamada ‘muerte asistida’ es, en realidad, una protesta que
pretende la sustitución de una ética personalista y de un orden jurídico
humanista, basado en el valor supremo de la vida, por una práctica de
exaltación de la libertad individual que, en su extremo, atenta contra la vida
y la dignidad humana. La eutanasia no es un derecho de nadie, sino la violación
de un gravísimo y universal deber fundamental de respeto por la vida humana
inocente, que nos obliga a todos, sin excepción de uno mismo. La vida de
cualquier ser humano –sano o enfermo, viejo o joven- es dignísima e
irrenunciable, desde el instante de la concepción y hasta el momento de la
muerte natural.
http://observador.pt/opiniao/eutanasia-liberdade-dignidade-humana/
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