Un periodista preguntó una vez al cardenal Lustiger, ya fallecido, si creía en la condenación eterna. El entonces arzobispo de París respondió afirmativamente, como era de esperar de un católico coherente, pero después, soprendentemente, explicó ¡que creía en el infierno porque ya lo había visto! Perplejo, el entrevistador le preguntó donde lo había visto, a lo que el prelado, de origen judío, respondió: en Auschwitz, Treblinka, Dachau, etc. Si fuese hoy, el cardenal parisiense podría aumentar lugares, como Pedrógão Grande, Mação y todas las otras poblaciones portuguesas que fueron pasto de las llamas en estos últimos meses.
Después de la tragedia de Pedrógão, todos pensamos: ¡Nunca más! No todos, mejor dicho: el primer ministro dijo que los fuegos iban a continuar, la entonces ministra de administración interna, a quien corresponde la tutela de ese área de gobierno, aconsejó resiliencia a las poblaciones y un secretario suyo de Estado hasta se permitió el lujo de recomendar a los ciudadanos una actitud más pro activa... Ante esta indiferencia y conformismo gubernativo, no sorprenderá mucho que, en un solo día, se hayan declarado más de medio millar de incendios, que causaron la muerte de cuatro decenas de personas indefensas, destruyeron por completo los bienes de muchas familias, diezmaron varias poblaciones y consumieron extensas zonas de vegetación. En menos de medio año, hay ya más de una centena de vidas humanas que lamentar, por manifiesta negligencia de las autoridades, cuya incompetencia solo es comparable a su descoordinación técnica y eficacia operativa, no obstante los heroicos esfuerzos de los bomberos y de las poblaciones.
Un atentado terrorista, o un terremoto, no son previsibles; un huracán o un tsunami, solo pueden ser detectados con algunas horas de antelación; pero estos incendios ocurrieron precisamente en la época en que todos los años, desgraciadamente, acontecen y por eso, más que previsibles, serán ciertos, si nada se hiciese para extinguirlos. También se supo, con anticipación, que este mes de octubre sería excepcionalmente caliente, por lo que nadie -mucho menos el gobierno o protección civil- puede ahora alegar cualquier imprevisibilidad, ni desconocimiento, o la excepcionalidad de las circunstancias meteorológicas, además comunes a otros países.
Ante la manifiesta incompetencia del ejecutivo, siempre más atento a los sondeos sobre su popularidad, pero alejado de las desgracias que afligen al país, el Jefe de Estado protagonizó, por el contrario, una actitud notable. No solo canceló todos sus compromisos protocolarios, sino que se puso en camino a las zonas más afectadas, para prestar a las poblaciones, aún en estado de choque y justamente indignadas, un apoyo urgente del que carecían. Tal vez algunos puedan pensar que esa manifestación de aprecio por las víctimas de los incendios es meramente sentimental, pero la verdad es que el presidente de la República se expuso a ser incomprendido por los que tanto sufren por la incuria del Estado del que él es, al final, el máximo representante. Coraje que, a lo que parece, le faltó al primer ministro, a la dimisionaria ministra de la administración interior o a sus secretarios de Estado … Pero el presidente de la República no se quedó en una actitud meramente afectiva: haciendo uso de sus prerrogativas constitucionales, habló a la nación; responsabilizó al gobierno, al cual exigió que pidiera disculpas por su negligencia culpable; y comprometió al parlamento en la urgencia de una solución que sea una respuesta rápida y eficaz a esta tragedia. En términos personales e institucionales, el jefe del Estado no podía haber hecho más y, por eso, merece el reconocimiento nacional por este inestimable servicio que prestó a Portugal.
No es por casualidad que, en la
Biblia, la condenación eterna es muchas veces representada por el
flagelo del fuego. En la predicación de Jesucristo, es recurrente
la comparación del infierno con la geena, la escombrera de
Jerusalén donde eran quemados los detritos (cf. Mt 5, 29-30; 10,
28). Tomás de Aquino afirma que la imagen del fuego puede que no
sea meramente simbólica, en la medida en que traduce de forma
realista el inmenso sufrimiento de los condenados.
Es significativo que, en la parábola del juicio final (Mt 25, 31-46), no son los asesinos, los idólatras, los adúlteros, los avarientos o los ladrones los que son excluidos del cielo. ¿Quienes son, entonces, los condenados al infierno?! No son los que hicieron el mal, sino los que no hicieron el bien que podían y debían haber hecho: los que no dieron de comer ni de beber a los hambrientos y sedientos; los que no recibieron a los peregrinos; los que no vistieron al desnudo; los que no visitaron a los presos, y enfermos. No se condenaron por el mal que practicaron, sino por el bien a que estaban obligados y que omitieron.
Se ha hecho ahora pública la acusación contra el anterior primer ministro socialista, por más de treinta crímenes supuestamente cometidos en el ejercicio de sus funciones. Quiero creer que el actual jefe de gobierno no incurra en las supuestas culpas de su predecesor y correligionario, de quien fue, por ironía del destino, ministro de administración interior. Pero no basta que un gobernante no robe, ni sea corrupto: tampoco puede faltar gravemente a sus deberes públicos por omisión de lo que debía haber hecho y no hizo. Si tal negligencia fuera responsable de las más de cien víctimas mortales ya verificadas, es ciertamente criminosa.
Es significativo que, en la parábola del juicio final (Mt 25, 31-46), no son los asesinos, los idólatras, los adúlteros, los avarientos o los ladrones los que son excluidos del cielo. ¿Quienes son, entonces, los condenados al infierno?! No son los que hicieron el mal, sino los que no hicieron el bien que podían y debían haber hecho: los que no dieron de comer ni de beber a los hambrientos y sedientos; los que no recibieron a los peregrinos; los que no vistieron al desnudo; los que no visitaron a los presos, y enfermos. No se condenaron por el mal que practicaron, sino por el bien a que estaban obligados y que omitieron.
Se ha hecho ahora pública la acusación contra el anterior primer ministro socialista, por más de treinta crímenes supuestamente cometidos en el ejercicio de sus funciones. Quiero creer que el actual jefe de gobierno no incurra en las supuestas culpas de su predecesor y correligionario, de quien fue, por ironía del destino, ministro de administración interior. Pero no basta que un gobernante no robe, ni sea corrupto: tampoco puede faltar gravemente a sus deberes públicos por omisión de lo que debía haber hecho y no hizo. Si tal negligencia fuera responsable de las más de cien víctimas mortales ya verificadas, es ciertamente criminosa.
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