Pablo Garrido Sánchez
En la corriente de la adoración
Adoramos
con la mente, lo hacemos con los sentimientos y nuestro cuerpo adopta la
posición más apropiada para rendir el culto debido. Desde otra vertiente cabe
decir que adoramos en la Fe, movidos por
el amor en el infinito horizonte que aporta la esperanza. Podemos adorar a
través de la Escritura y a la PALABRA misma; adoramos en la liturgia,
especialmente en la santa Misa, y adoramos a JESÚS en su Presencia Eucarística.
Cuando nuestras capacidades sean las
definitivas se nos abrirán otras vías para la adoración, y por cada una de
ellas reconoceremos a DIOS en su perfecta TRINIDAD tal cual es (Cf 1Cor 13,12).
Y lo que dio su comienzo en la adoración misma
culminará, no como término sino como plenitud en la unión para siempre
con JESÚS resucitado(Cf Rm 8,20-30). ¿Debemos, por tanto, salirnos de
la corriente de adoración dispuesta a
conducirnos al destino previsto por el Amor de DIOS?
Cada evangelio
escrito es historia y es revelación, por lo que
una y otra alternan en parte sus elementos básicos para constituir una
unidad. Dicho de otra forma, los evangelios no están dispuestos como una
crónica histórica, sino que escogen las secuencias de la vida de JESÚS que
mejor consiguen transmitir el Mensaje de Salvación. Incluso el modo de contarlo
puede ser parecido entre un evangelista y otro, pero en cada uno las
diferencias están subordinadas a lo que el evangelista desea resaltar como
esencial. Estas consideraciones pretenden disponernos al entendimiento del evangelio de san Juan, que nos llevan a las
altas regiones de la revelación, en las que JESÚS muestra con diafanidad su
rostro divino, sin perder un ápice de la humanidad que lo constituye: “El VERBO
se hizo carne” (Cf Jn 1,14). Todo en este
evangelio está en un movimiento de descenso y ascenso, por eso adquiere máxima
importancia el encuentro inicial de JESÚS con los primeros discípulos, y de
modo especial con Natanael, del cual
dice JESÚS “que es un verdadero israelita” (Cf Jn 1,47) en Natanael queda
reflejado lo que JESÚS pretende de cada uno de sus discípulos, y por extensión
de cada uno de nosotros: que seamos verdaderos israelitas; o lo que es lo
mismo, verdaderos discípulos de ÉL. Examinado bien el texto sorprende la desconfianza de Natanael hacia
JESÚS, que es pasada por alto por el MAESTRO, pues lo importante está en lo que
se pueda construir desde el momento del encuentro. Las palabras de Natanael
no pueden ser dichas más al modo humano: “¿De Nazaret puede salir algo bueno?”(Cf.
Jn 1,46), refiriéndose a JESÚS. Ante aquel modo altanero y despreciativo que
utiliza Natanael para acoger el entusiasmo con el que los compañeros le
anuncian el hallazgo del MESÍAS, JESÚS reacciona de modo profético, dando la
medida de lo que sus anunciadores elogiaban de ÉL. Natanael se sintió conocido en sus regiones más íntimas, pero no puesto
en evidencia, y se encontró acogido e interpelado para ascender a cotas mucho
más altas. Aquel de Nazaret lo iba a conducir a la contemplación del núcleo
mismo de la visión que Jacob había tenido, siendo el motor espiritual de sus
días en esta tierra. Natanael estaba
llamado a contemplar la majestad y el poder del Hijo del hombre en toda su
extensión. Natanael, como prototipo de
discípulo, estaba emplazado a la contemplación de la máxima revelación otorgada
por DIOS a los hombres. La admiración de Natanael por haber sido radiografiado en su intimidad
pasa al ámbito mismo del propio JEÚS, en quien el discípulo adquiere todo lo
que está llamado a ser. JESÚS se dirige
también al resto de los discípulos, aunque el diálogo fuese mantenido con uno
en particular. Por otra parte el propio nombre de “Natanael” podría significar “DIOS ha dado”. La partícula “EL”
significa DIOS, Y “Natán” el don de DIOS. Sabemos que los nombres en la
Biblia refieren a una persona y su vocación o singularidad; por tanto,
encontramos un nuevo punto de apoyo para
pensar en el establecimiento de
un proyecto inicial por parte de JESÚS para todos sus discípulos.
La adoración en el ESPÍRITU SANTO
La adoración
adquiere una dimensión cristológica desde el momento en el que JESÚS es
manifestado y reconocido como SEÑOR y CRISTO (Cf. Hch 236). Esta proclamación realizada en plena efusión del
ESPÍRITU SANTO en Pentecostés, está entreverada a lo largo del evangelio de san
Juan, manteniendo en todo momento las dimensiones propias de JESÚS el Hijo del
hombre y el SEÑOR. Desconcierto, sobrecogimiento y admiración se mezclan en
muchos episodios evangélicos, pero de forma especial en la escena tocante al “Pan de Vida”. Nosotros, los cristianos,
no podemos renunciar a un ámbito privilegiado de manifestación crística como el
proveniente de la adoración eucarística.
El trozo de pan consagrado es DIOS.