Cuando me falta algo, cuando experimento un vacío porque no tengo conmigo algo o alguien que son míos… siento tristeza. La vida está hecha de pequeñas pérdidas y las perdidas siempre son tristes.
El dolor es una señal de que hay algo que está tocando alguno de nuestros límites, haciéndonos sentir la verdad de nuestra fragilidad. El dolor nos alerta para que nos defendamos de ese ataque…intenta ser una alarma para que luchemos contra lo que nos ataca.
Pero hay aún más dolor cuando no aceptamos nuestros límites. Cuando no nos reconocemos frágiles, se revelan nuestras incapacidades. Nos duele nuestra naturaleza humana. Es necesario aceptar la finitud de nuestra vida y de nuestras fuerzas. Los límites de lo que somos y de aquello que son los otros y el mundo.
El sufrimiento nos engrandece, porque el corazón de hace mayor para tenerlo y superarlo.
Si yo me entro por amor a otra persona, eso no me vuelve en una garantía de que seré aceptado, de que me quiere…mucho menos de que me ame también. Muy al contrario, el amor depende de la voluntad y la voluntad es libre. Así, el dolor que tantas veces sentimos es al final solamente la constatación de que todos somos libres…y de que cada uno de nosotros determina lo que quiere dar y lo que quiere recibir.
Esta condición incierta eleva aún más a los que dicen entregar su vida por la felicidad de otro, a pesar de todo.
Y es aquí, en este vacío que queda después de entregarme, donde me apercibo no de mi flaqueza, sino de donde vienen mis fuerzas. Parecen brotar de la nada. Hay una fuente de alegría en mí… que me alivia de las tristezas, y me ayuda a aceptarme tal como soy.
Se que cuanto más me decido a amar, mas tendré que sufrir. Pero también se que si no arriesgo entregar mi vida, nunca llegaré a ser quien soy.