Me contaba J. esta mañana una pequeña parte de su vida, cosas tremendas; perdió a sus padres con catorce años y se crió con su abuela; más tarde trabajó duro para poder formar y luego mantener una familia, arriesgó su vida en las minas de uranio, después en la carretera como camionero, se sentía orgulloso de poder mantener a su familia.
Los cambios políticos con la caída del comunismo, la crisis, y la edad que ahora tiene le impiden seguir trabajando en su país. A estas desgracias se suma la de perder a su familia porque ya no tenía trabajo ni salario. Decide venir a España a probar fortuna y lleva dos años sin encontrar más que un mísero trabajo durante algunos meses, en los que a penas se ha movido por el país ni ha conocido a nadie y se encuentra prácticamente solo.
Como estaba en el norte se vino al sur buscando lo mismo: un trabajo. Trabajo no ha encontrado, pero sí está abriendo los ojos a la realidad de nuestro país, empieza a relacionarse y a conocer a los españoles, y ya no piensa sólo en el trabajo, y ha hecho algunos amigos. J. es un buen hombre que estaba esperando que alguien lo tratara con amabilidad y le ofreciera amistad, no ha tardado mucho tiempo en responder a la acogida que le hemos brindado, y aprende con una rapidez extraordinaria, me dice todo satisfecho: “ya hablo mejor el español”, pues claro que sí, y entiende las bromas y el doble sentido al que recurrimos tantas veces en nuestras conversaciones.
No sé que tiene esta bendita tierra, o tierra de María Santísima, que acoge a cualquier persona que llegue y comparte con ella cuanto tiene.
Este héroe anónimo me contaba algunos detalles de su vida que muestran hasta qué punto las personas que menos tienen son las que más dan, porque dan lo que tienen: a ellos mismos, y se sacrifican de verdad; como aquella persona, en un albergue evangelista en Cataluña, que le cedió su cama para que descansara porque no había camas libres y había llegado enfermo con fiebre. Él no olvida este gesto que tuvieron con él y por eso lo va a tener él más adelante con una madre y su hijo pequeño en un albergue en Algeciras.
Tengo que confesar que aún me sorprende la comprensión y la capacidad de ayuda que tienen muchas personas sin hogar unas con otras, y sobre todo cuando se trata de personas que a su pobreza añaden alguna debilidad más, o son niños, o mujeres, o tienen alguna enfermedad o trastorno. No quiero pecar de ingenuo y voy a dar la cara por todas las personas, no, sé que también en este mundo se dan muchos defectos y traiciones, pero no puede prevalecer la imagen negativa, hay más grandeza cuando se da sin tener o se da de lo poco que se tiene, desde un cigarrillo hasta cincuenta euros, por poner un ejemplo.
J. me ha confesado repetidas veces que sospecha que no se encuentra aquí por casualidad, que aquí ha encontrado algo más que no esperaba, se está encontrando a sí mismo. Está profundamente agradecido.
Entre los que nos dedicamos a ayudar a los demás también pueden darse actitudes negativas. Hoy estoy algo cabizbajo porque se ha producido un encontronazo entre voluntarios que puede perjudicar la labor o hacer pensar que existe algún interés o deseo de protagonismo. Hace falta mucha madurez, mucha humildad, mucha discreción, sólo así será posible tratar con el máximo respeto a quien más se lo merece porque ya tiene bastante con su vida y viene en busca de ayuda y comprensión. En cualquier caso lo que cuenta son los hechos, la satisfacción que muestren las personas, nuestras peleas sólo han de servir para reforzar nuestro empeño en hacer nuestra tarea lo mejor posible, no en competir, y así estoy seguro que será.
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