martes, 25 de diciembre de 2012

Homilía de Benedicto XVI de la Santa Misa de Nochebuena de la Solemnidad de la Navidad:




He intentado resumir la homilía del Papa, una vez más, y confieso que me es muy difícil, porque cada palabra que expresa el Santo Padre es esencial, está llena de contenido, su mensaje es de una pieza. Por eso lo que pretendo es un pequeño homenaje al mismo Santo Padre y, aprovechando sus palabras, también  a la Navidad.Como ya he dicho otras veces, él es un nuevo Padre de la Iglesia, un guía extraordinario para los tiempos que nos está tocando vivir.


Queridos hermanos y hermanas:

Nuevamente nos conmueve que Dios se haya hecho niño. Dice algo así: Sé que mi esplendor te asusta, que ante mi grandeza tratas de afianzarte tú mismo. Pues bien, vengo por tanto a ti como niño, para que puedas acogerme y amarme.

Nuevamente me llega al corazón esa palabra del evangelista, dicho casi de pasada, de que no había lugar para ellos en la posada. Esta noticia aparentemente casual de la falta de sitio en la posada, es profundizada en su esencia por el evangelista Juan cuando escribe: «Vino a su casa, y los suyos no la recibieron» (Jn 1,11).

¿Tenemos un puesto para Dios cuando él trata de entrar en nosotros? ¿Tenemos tiempo y espacio para él? ¿No es precisamente a Dios mismo al que rechazamos? Y así se comienza porque no tenemos tiempo para él. Cuanto más rápidamente nos movemos, cuanto más eficaces son los medios que nos permiten ahorrar tiempo, menos tiempo nos queda disponible.

La metodología de nuestro pensar está planteada de tal manera que, en el fondo, él no debe existir. Aunque parece llamar a la puerta de nuestro pensamiento, debe ser rechazado con algún razonamiento.

Tampoco hay lugar para él en nuestros sentimientos y deseos. Nosotros nos queremos a nosotros mismos, queremos las cosas tangibles, la felicidad que se pueda experimentar, el éxito de nuestros proyectos personales y de nuestras intenciones. Estamos completamente «llenos» de nosotros mismos, de modo que ya no queda espacio alguno para Dios. Y, por eso, tampoco queda espacio para los otros, para los niños, los pobres, los extranjeros.

A partir de la sencilla palabra sobre la falta de sitio en la posada, podemos darnos cuenta de lo necesaria que es la exhortación de san Pablo: «Transformaos por la renovación de la mente» (Rm 12,2). Pablo habla de abrir nuestro intelecto (nous), del modo en que vemos el mundo y nos vemos a nosotros mismos.

En el relato de la Navidad hay también una segunda palabra sobre la que quisiera reflexionar con vosotros: el himno de alabanza que los ángeles entonan después del mensaje sobre el Salvador recién nacido: «Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres en quienes él se complace».

Dios es glorioso. Dios es luz pura, esplendor de la verdad y del amor. Él es bueno. Es el bien por excelencia. El canto de los ángeles es una irradiación de la alegría que los inunda. En sus palabras oímos, por decirlo así, algo de los sonidos melodiosos del cielo.

Queremos dejarnos embargar de esta alegría: existe la verdad. Existe la pura bondad. Existe la luz pura. Dios es bueno y él es el poder supremo por encima de todos los poderes. En esta noche, deberíamos simplemente alegrarnos de este hecho, junto con los ángeles y los pastores.

Con la gloria de Dios en las alturas, se relaciona la paz en la tierra a los hombres. Donde no se da gloria a Dios, donde se le olvida o incluso se le niega, tampoco hay paz. Hoy, sin embargo, corrientes de pensamiento muy difundidas sostienen lo contrario: la religión, en particular el monoteísmo, sería la causa de la violencia y de las guerras en el mundo.

Si es incontestable un cierto uso indebido de la religión en la historia, no es verdad, sin embargo, que el «no» a Dios restablecería la paz. Si la luz de Dios se apaga, se extingue también la dignidad divina del hombre. Entonces, ya no es la imagen de Dios, que debemos honrar en cada uno, en el débil, el extranjero, el pobre. Entonces ya no somos todos hermanos y hermanas, hijos del único Padre. Qué géneros de violencia arrogante aparecen entonces, y cómo el hombre desprecia y aplasta al hombre, lo hemos visto en toda su crueldad el siglo pasado.

Así pues, Cristo es nuestra paz, y ha anunciado la paz a los de lejos y a los de cerca (cf. Ef 2,14.17). Cómo dejar de implorarlo en esta hora: Sí, Señor, anúncianos también hoy la paz, a los de cerca y a los de lejos. Haz que, también hoy, de las espadas se forjen arados (cf. Is 2,4), que en lugar de armamento para la guerra lleguen ayudas para los que sufren. Ilumina la personas que se creen en el deber aplicar la violencia en tu nombre, para que aprendan a comprender lo absurdo de la violencia y a reconocer tu verdadero rostro. Ayúdanos a ser hombres «en los que te complaces», hombres conformes a tu imagen y, así, hombres de paz.

Los pastores movidos por una santa curiosidad, acudieron a ver en un pesebre a este niño, que el ángel había dicho que era el Salvador, el Cristo, el Señor.

Vayamos allá, a Belén, dice hoy la liturgia de la Iglesia. Trans-eamus traduce la Biblia latina: «atravesar», ir al otro lado, atreverse a dar el paso que va más allá, la «travesía» con la que salimos de nuestros hábitos de pensamiento y de vida, y sobrepasamos el mundo puramente material para llegar a lo esencial, al más allá, hacia el Dios que, por su parte, ha venido acá, hacia nosotros.

Vayamos allá, a Belén, también a la ciudad concreta de Belén, en todos los lugares donde el Señor vivió, trabajó y sufrió. Pidamos en esta hora por quienes hoy viven y sufren allí. Oremos para que allí reine la paz. Pidamos también por los países circunstantes, por el Líbano, Siria, Irak, y así sucesivamente, de modo que en ellos se asiente la paz. Que los cristianos en aquellos países donde ha tenido origen nuestra fe puedan conservar su morada; que cristianos y musulmanes construyan juntos sus países en la paz de Dios.



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