sábado, 26 de julio de 2014

Los evangelios según Jesucristo




No sé si era un viernes  13,  pero la afirmación no pudo ser más desastrosa:
-         Bueno, dejemos eso –se refería a la Sagrada Escritura, que acaba de ser mencionada-, ¡pues tengo cosas más importantes que deciros!

 El caricaturesco incidente que,  “si non è vero, è bene trovato”, refleja una actitud corriente en muchas personas, también cristianos, que, en la práctica, entienden que tienen cosas más importantes que hacer que leer la Biblia, que es palabra de Dios.

La Sagrada Escritura no es letra muerta, sino espíritu y vida, porque, como afirma el apóstol Juan, Cristo es Palabra de Dios que se hizo carne y habitó entre nosotros.

Es verdad que no se conoce ningún texto escrito directamente por Jesús, pero fueron muchos sus contemporáneos que, como Mateo, uno de los doce apóstoles, y Marcos, relataron sus hechos y enseñanzas. Lucas, también él discípulo del Maestro, da cuenta de las muchas versiones escritas que circulaban entre los primeros cristianos. Pero,  como todas no eran fidedignas, él, siendo médico, redactó un nuevo relato, que es el tercer evangelio. Estos tres textos, más el atribuido al apóstol San Juan, son los únicos cuatro evangelios que la Iglesia católica reconoce como Palabra de Dios. Había y hay otros que no consta hayan sido divinamente inspirados.

Para alimentar la fe incipiente de las comunidades cristianas que iba fundando, Pablo de Tarso les escribía cartas: las epístolas que aún hoy se leen en las celebraciones litúrgicas. Eran textos que circulaban entre los fieles, enseñándoles la práctica de la fe, resolviendo sus dudas doctrinales, alentándolos a permanecer como luces ardientes en un mundo oscurecido por las tinieblas de la ignorancia del pecado.

Transcurridos casi dos mil años, la Biblia no ha perdido actualidad, ni pertinencia, para cristianos y para no cristianos. No conocer la Sagrada Escritura no es sólo una grave manifestación de ignorancia religiosa, sino también una ineludible señal de incultura. No sólo son los italianos los que tienen que leer la Divina Comedia, ni los británicos los únicos que deben conocer las obras de Shakespeare.


Dios no es de ningún país y es de todos. Por eso, la Palabra divina no se confunde con ninguna cultura o época., trasciende todas las fronteras y sobrepasa todas las civilizaciones. Es de siempre y para siempre. Es intemporal, sin dejar de ser de cada tiempo y lugar. Es universal, siendo personal para todos y cada uno de los hombres, porque es un lugar privilegiado de encuentro íntimo con Dios. Es una explicación del mundo, y también un mapa de la felicidad. Habla de Dios, omnipotente y creador,  que es, sobre todo, amor y que, en su Hijo, Cristo, es camino, verdad y vida. Porque enseña a amar, enseña a vivir. Promete la bienaventuranza en el más allá, y llena también de alegría y esperanza la vida terrena. ¡Cuantas personas encuentran, en las páginas del texto sagrado, la más profunda y plena razón de su vivir!

Quien lee la Biblia no permanece indiferente ante el libro que, no en vano, es la obra más editada de todos los tiempos. Si acepta el diálogo interpelante de los evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan, los únicos que son, verdaderamente, según Jesucristo, es muy probable que se de cuenta de que ese texto no es sólo la más valiosa obra de literatura universal, sino una carta íntima que Dios ha escrito a cada ser humano. Y entonces, sea creyente, ateo, gnóstico indiferente, comprenderá por qué razón, en cada misa, después de la proclamación del evangelio, el celebrante Lo besa. Un gesto de amor que, si no fuera unido al propósito de realizar en la vida la Palabra de Dios, sería una traición, como el beso de Judas.




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