Es extraño que los que tanto reclaman la ordenación
sacerdotal de las mujeres, nunca hayan reivindicado, para las musulmanas, lo
que hace por lo menos ocho siglos ya era
reconocido a las mujeres cristianas...
El pasado día 4 tuvo lugar
la fiesta litúrgica de la Reina Santa Isabel y, en este año, se celebra el
quinto centenario de su beatificación: dos razones de peso para evocar esta
egregia figura de la historia nacional, que es también, para la Iglesia
universal y para toda la humanidad, un luminoso ejemplo de santidad secular y
laical.
Como reina de Portugal,
Isabel de Aragón, fue llamada a ejercer la realeza, junto a su marido, el Rey
Don Dinis, al mismo tiempo que, como tantas otras mujeres de su tiempo y de
todas las eras, cumplió, de forma ejemplar, sus obligaciones familiares. La
realeza de su origen y condición matrimonial no fue impedimento para el
virtuoso desempeño de su misión familiar, ni la familia fue disculpa para no
implicarse en las cuestiones políticas y sociales de su tiempo.
Es sabido, como escribió un
biógrafo de la Reina Santa, que “al día siguiente de la muerte de D. Dinis, y
de acuerdo al propósito expresado hacía menos de una semana, la reina vistió el
hábito de Santa Clara”. Pero tal opción en nada contraria a la secularidad de
su condición, en la medida en que no se trató de una toma de hábito canónica,
sino solo una expresión de su humildad, pobreza y devoción.
Precisamente, para evitar
cualquier equívoco que su nuevo traje
pudiese producir, Isabel de Aragón, en declaración expresa de 8 de enero de
1325, afirmó que su elección no obedecía a otra razón que no fuese su luto, o
sea, “solamente por causa de la tristeza, dolor y humildad”. Y, para desvanecer
cualquier duda sobre las consecuencias jurídicas y canónicas del hábito que se propone
vestir, declaró además que lo hacía “no por Religión, ni por profesión
(religiosa), ni por obediencia a cualquier Orden concreta”.
Por eso, en su declaración
también manifestó su intención “de conservar y disponer ‘de todos nuestros
bienes y derechos, muebles y de raíz, y libremente vender, donar, incrementar,
empeñar, prestar o tomar por préstamo’”. Un propósito tal es, como es obvio,
contrario a los votos religiosos de pobreza y obediencia. Precisamente porque
no prescindía de su condición secular y laical, Santa Isabel no solo no abdicó
de la propiedad de sus bienes, al tiempo que manifestó su intención de “hacer
iglesias y monasterios, hospitales y otros lugares piadosos; para limosnas y
otras disposiciones que quisiéramos hacer en vida o por muerte, según nos
parezca, consideremos por bien y como Dios nos de la gracia de hacer”.
Subráyese esta singularidad:
La Reina Santa no solo no desistió de la titularidad de los bienes de que era
propietaria y que, como convenía a una reina, eran abultados, así como
manifestó ser su deseo recurrir a su uso para las obras de piedad que tenía en
mente realizar. O sea, no solo no fue una reina monja, sino también una reina
emprendedora, arquitecta, ingeniera y constructora civil, decidida como estaba
a “hacer iglesias, monasterios, hospitales y otros lugares piadosos”.
De su empeño da cuenta la
Relación escrita poco después de su muerte: “mandaba como se debían hacer las
obras, de modo que, en las casas que ordenaba construir, todo se hacía según
sus proyectos”. Por tanto, la Reina no se limitaba a ordenar o a financiar la
construcción, sino que acompañaba su ejecución, hasta en lo que se refería a
los aspectos más técnicos, enseñando y corrigiendo a los trabajadores: “los
obreros, a quien dirigía, se maravillaban al comprobar cuanto sabía y como censuraba
y corregía aquello en que trabajaban”.
Si se tiene presente que la
Reina Santa vivió a finales del siglo XIII y principios del siguiente, es
impresionante verificar la autonomía que, ya entonces, tenía una mujer y reina
cristiana, sobre todo si se tuviera presente que, en la actualidad, las mujeres
que viven en algunos países islámicos ni siquiera pueden sacar el carnet de
conducir. Incluso la actual mujer del rey de Marruecos, no solo no comparte con
su marido el ejercicio de la realeza, como tampoco tiene título o condición de
reina...
Es extraño que los que tanto
reclaman la ordenación sacerdotal de mujeres en la iglesia católica, aún no se
acuerden de reivindicar, para las mujeres musulmanas, lo que en esa misma
Iglesia, hace por lo menos ocho siglos, ya era reconocido a las mujeres
cristianas... Las activistas semidesnudas que, el 18 de abril de 2013,
remojaron al arzobispo de Bruselas, Mons. Leonard, al mismo tiempo que lo
insultaban y gritaban eslóganes feministas, nunca osaron hacer, que se sepa,
una protesta semejante en un país islámico. No será, ciertamente, por falta de
razones objetivas, sino tal vez por déficit de coherencia, o de coraje...
Además, la Reina Santa Isabel
no es un caso único de emancipación feminista en la Edad Media cristiana: son
paradigmáticos los ejemplos de S. Juana de Arco y los de muchas otras mujeres
que, en ese tiempo, fueron consortes reales, a veces hasta encargadas, como
regentes, del gobierno del reino. También hubo quien fue, por derecho propio,
reina, como Isabel la Católica y, como tal, ejerció las funciones inherentes a
la realeza, como auténtico jefe de Estado, que era de pleno derecho. Y todas
las órdenes religiosas femeninas ya entonces eran gobernadas, a todos los
niveles, solo por mujeres, en igualdad de condiciones con sus congéneres
masculinos.
D. Dinis era consciente de
que su mujer no solo no era inferior a él, sino, incluso, tanto o más
merecedora de la dignidad real. Por eso, en su inspirado poema, que se supone
dedicado a la Reina Santa Isabel, no tiene inconveniente en afirmar: “: “Pois
que vos Deus fez, mia senhor/ fazer do bem sempr’o melhor/ e vos en fez tam
sabedor, / uma verdade vos direi: / se mi valha Nostro Senhor/ érades boa pera
rei!”.
http://observador.pt/opiniao/quando-o-habito-nao-faz-a-monja-a-rainha-santa/