domingo, 10 de julio de 2016

Cuando el hábito no hace a la monja: la Reina Santa




Es extraño que los que tanto reclaman la ordenación sacerdotal de las mujeres, nunca hayan reivindicado, para las musulmanas, lo que hace por lo menos ocho siglos  ya era reconocido a las mujeres cristianas...

El pasado día 4 tuvo lugar la fiesta litúrgica de la Reina Santa Isabel y, en este año, se celebra el quinto centenario de su beatificación: dos razones de peso para evocar esta egregia figura de la historia nacional, que es también, para la Iglesia universal y para toda la humanidad, un luminoso ejemplo de santidad secular y laical.

Como reina de Portugal, Isabel de Aragón, fue llamada a ejercer la realeza, junto a su marido, el Rey Don Dinis, al mismo tiempo que, como tantas otras mujeres de su tiempo y de todas las eras, cumplió, de forma ejemplar, sus obligaciones familiares. La realeza de su origen y condición matrimonial no fue impedimento para el virtuoso desempeño de su misión familiar, ni la familia fue disculpa para no implicarse en las cuestiones políticas y sociales de su tiempo.

Es sabido, como escribió un biógrafo de la Reina Santa, que “al día siguiente de la muerte de D. Dinis, y de acuerdo al propósito expresado hacía menos de una semana, la reina vistió el hábito de Santa Clara”. Pero tal opción en nada contraria a la secularidad de su condición, en la medida en que no se trató de una toma de hábito canónica, sino solo una expresión de su humildad, pobreza y devoción.

Precisamente, para evitar cualquier equívoco  que su nuevo traje pudiese producir, Isabel de Aragón, en declaración expresa de 8 de enero de 1325, afirmó que su elección no obedecía a otra razón que no fuese su luto, o sea, “solamente por causa de la tristeza, dolor y humildad”. Y, para desvanecer cualquier duda sobre las consecuencias jurídicas y canónicas del hábito que se propone vestir, declaró además que lo hacía “no por Religión, ni por profesión (religiosa), ni por obediencia a cualquier Orden concreta”.

Por eso, en su declaración también manifestó su intención “de conservar y disponer ‘de todos nuestros bienes y derechos, muebles y de raíz, y libremente vender, donar, incrementar, empeñar, prestar o tomar por préstamo’”. Un propósito tal es, como es obvio, contrario a los votos religiosos de pobreza y obediencia. Precisamente porque no prescindía de su condición secular y laical, Santa Isabel no solo no abdicó de la propiedad de sus bienes, al tiempo que manifestó su intención de “hacer iglesias y monasterios, hospitales y otros lugares piadosos; para limosnas y otras disposiciones que quisiéramos hacer en vida o por muerte, según nos parezca, consideremos por bien y como Dios nos de la gracia de hacer”.

Subráyese esta singularidad: La Reina Santa no solo no desistió de la titularidad de los bienes de que era propietaria y que, como convenía a una reina, eran abultados, así como manifestó ser su deseo recurrir a su uso para las obras de piedad que tenía en mente realizar. O sea, no solo no fue una reina monja, sino también una reina emprendedora, arquitecta, ingeniera y constructora civil, decidida como estaba a “hacer iglesias, monasterios, hospitales y otros lugares piadosos”.

De su empeño da cuenta la Relación escrita poco después de su muerte: “mandaba como se debían hacer las obras, de modo que, en las casas que ordenaba construir, todo se hacía según sus proyectos”. Por tanto, la Reina no se limitaba a ordenar o a financiar la construcción, sino que acompañaba su ejecución, hasta en lo que se refería a los aspectos más técnicos, enseñando y corrigiendo a los trabajadores: “los obreros, a quien dirigía, se maravillaban al comprobar cuanto sabía y como censuraba y corregía aquello en que trabajaban”.

Si se tiene presente que la Reina Santa vivió a finales del siglo XIII y principios del siguiente, es impresionante verificar la autonomía que, ya entonces, tenía una mujer y reina cristiana, sobre todo si se tuviera presente que, en la actualidad, las mujeres que viven en algunos países islámicos ni siquiera pueden sacar el carnet de conducir. Incluso la actual mujer del rey de Marruecos, no solo no comparte con su marido el ejercicio de la realeza, como tampoco tiene título o condición de reina...

Es extraño que los que tanto reclaman la ordenación sacerdotal de mujeres en la iglesia católica, aún no se acuerden de reivindicar, para las mujeres musulmanas, lo que en esa misma Iglesia, hace por lo menos ocho siglos, ya era reconocido a las mujeres cristianas... Las activistas semidesnudas que, el 18 de abril de 2013, remojaron al arzobispo de Bruselas, Mons. Leonard, al mismo tiempo que lo insultaban y gritaban eslóganes feministas, nunca osaron hacer, que se sepa, una protesta semejante en un país islámico. No será, ciertamente, por falta de razones objetivas, sino tal vez por déficit de coherencia, o de coraje...

Además, la Reina Santa Isabel no es un caso único de emancipación feminista en la Edad Media cristiana: son paradigmáticos los ejemplos de S. Juana de Arco y los de muchas otras mujeres que, en ese tiempo, fueron consortes reales, a veces hasta encargadas, como regentes, del gobierno del reino. También hubo quien fue, por derecho propio, reina, como Isabel la Católica y, como tal, ejerció las funciones inherentes a la realeza, como auténtico jefe de Estado, que era de pleno derecho. Y todas las órdenes religiosas femeninas ya entonces eran gobernadas, a todos los niveles, solo por mujeres, en igualdad de condiciones con sus congéneres masculinos.

D. Dinis era consciente de que su mujer no solo no era inferior a él, sino, incluso, tanto o más merecedora de la dignidad real. Por eso, en su inspirado poema, que se supone dedicado a la Reina Santa Isabel, no tiene inconveniente en afirmar: “: “Pois que vos Deus fez, mia senhor/ fazer do bem sempr’o melhor/ e vos en fez tam sabedor, / uma verdade vos direi: / se mi valha Nostro Senhor/ érades boa pera rei!”.

http://observador.pt/opiniao/quando-o-habito-nao-faz-a-monja-a-rainha-santa/


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