http://www.lanuevacronica.com/el-quijote-la-izquierda-y-espana
Ha dicho Ian Gibson que «el
Quijote basta para justificar la existencia de España». Tuvieron que ser los
críticos ingleses y alemanes quienes descubrieran en el siglo XVIII la grandeza
literaria del Quijote y se interesaran por su autor. Gracias a su
reconocimiento hoy es considerado el Quijote como la obra más importante de la
historia y a Cervantes el escritor más admirado y universal. ¿Necesitaremos que
vengan ahora de nuevo autores, historiadores y turistas a reconocer y a
justificar la existencia de España?
Franco utilizó tanto la palabra España para encubrir su tiranía, la dejó tan contaminada de sotanas y brazos en alto, que todavía cuesta a algunos despojarla de ese lastre, esa grotesca caricatura. Pero después de cuarenta años de democracia, este fenómeno resulta muy extraño. Es como si los alemanes fueran incapaces de separar la imagen de Alemania de Hitler y el nazismo. Especialmente llamativo es que la izquierda haya asumido esa burda identificación entre España y el franquismo. Nada de esto habría sucedido sin el malintencionado y xenófobo empeño de los nacionalistas vascos y catalanes de acomplejar al resto de españoles arrojando sobre ellos la culpa, no ya de los cuarenta años de dictadura, sino de toda la historia de España, según ellos obra de canallas, fachas y palurdos.
Es una anomalía cultural y política que la izquierda haya asumido este discurso disgregador y se haya vuelto antiespañola, en contra de su tradición, para favorecer el poder de las minorías nacionalistas, tan contrario a los intereses y la unidad de los trabajadores. Nunca la izquierda (ni socialista, ni comunista, ni anarquista) había renegado de España. ¿Habrá que recordar a algunos qué significan las siglas PCE y PSOE? Tan natural era esta E como antinatural es hoy el intento de borrarla o pronunciarla con vergüenza. Es la hora de recuperar el nombre de España y lo que significa: la mejor garantía democrática de la igualdad, la unidad, la libertad y el bien común de todos los españoles, con independencia de su lugar de origen o cualquier sentimiento particular de pertenencia.
Necesitamos volver a leer a Richard Ford, George Borrow, Ernest Hemingway, Gerald Brenan, Ian Gibson, a los hispanistas y, sobre todo, a Cervantes, para recuperar un legítimo sentimiento de autoestima, de aceptación de nuestra historia singular, de valoración de todo lo que tenemos y nos une, dejando a los nacionalistas con su rencor, sus mezquinos sentimientos y sus fantasías supremacistas. La izquierda, como ha dicho el insobornable Antonio Robles, «necesita amar de nuevo a su país y dejar de estar acomplejada por ello».
Necesitamos restablecer los vínculos humanos y emocionales con esa realidad histórica, geográfica y cultural llamada España. Sin miedos, sin necesidad de dar explicaciones ni buscar justificaciones a un sentimiento tan natural como lo es sentirse español, del mismo modo que se siente vinculado a su patria un francés, un alemán o un inglés. La izquierda, especialmente, tiene la obligación de defender una idea democrática, igualitaria, abierta y moderna de nuestro país, combatiendo activamente la propaganda antiespañola, antinacional y antidemocrática que de modo beligerante lleva a cabo el nacionalismo catalán, vasco y gallego.
Que una nación pueda identificarse con una obra y un personaje como don Quijote es algo sorprendente, y bastaría este hecho para reivindicar sin complejos y determinación nuestra condición de españoles, a los que une, ante todo, una lengua, una cultura y una literatura que es algo más que un simple fenómeno artístico. Se trata de una referencia simbólica capaz de expresar, sostener y elevar los mejores empeños, los afanes más nobles, las exigencias más altas. Es significativo que haya sido Cervantes, un judeoconverso, quien mejor haya sabido condensar y dignificar valores como la valentía, el orgullo, la altivez, la lucha contra la injusticia y la humillación, el amor y la amistad incondicional, la defensa de la libertad y la igualdad, el valor del esfuerzo, la desconfianza en el poder, el desprecio del dolor y la muerte, la pasión por la verdad. Que este conjunto de valores y símbolos lo encarnen los personajes más reales y vivos que ha creado la literatura, don Quijote y Sancho, da pleno sentido a la afirmación de Gibson, que podría figurar en el frontispicio de nuestra democracia.
Ojalá recuperemos, junto al nombre de España, todos estos valores para poder combatir la pasividad, la pusilanimidad, la cobardía y la falta de energía y vitalidad que hoy invade a nuestros políticos, adocenados y encerrados en un posibilismo mezquino y claudicante.
Franco utilizó tanto la palabra España para encubrir su tiranía, la dejó tan contaminada de sotanas y brazos en alto, que todavía cuesta a algunos despojarla de ese lastre, esa grotesca caricatura. Pero después de cuarenta años de democracia, este fenómeno resulta muy extraño. Es como si los alemanes fueran incapaces de separar la imagen de Alemania de Hitler y el nazismo. Especialmente llamativo es que la izquierda haya asumido esa burda identificación entre España y el franquismo. Nada de esto habría sucedido sin el malintencionado y xenófobo empeño de los nacionalistas vascos y catalanes de acomplejar al resto de españoles arrojando sobre ellos la culpa, no ya de los cuarenta años de dictadura, sino de toda la historia de España, según ellos obra de canallas, fachas y palurdos.
Es una anomalía cultural y política que la izquierda haya asumido este discurso disgregador y se haya vuelto antiespañola, en contra de su tradición, para favorecer el poder de las minorías nacionalistas, tan contrario a los intereses y la unidad de los trabajadores. Nunca la izquierda (ni socialista, ni comunista, ni anarquista) había renegado de España. ¿Habrá que recordar a algunos qué significan las siglas PCE y PSOE? Tan natural era esta E como antinatural es hoy el intento de borrarla o pronunciarla con vergüenza. Es la hora de recuperar el nombre de España y lo que significa: la mejor garantía democrática de la igualdad, la unidad, la libertad y el bien común de todos los españoles, con independencia de su lugar de origen o cualquier sentimiento particular de pertenencia.
Necesitamos volver a leer a Richard Ford, George Borrow, Ernest Hemingway, Gerald Brenan, Ian Gibson, a los hispanistas y, sobre todo, a Cervantes, para recuperar un legítimo sentimiento de autoestima, de aceptación de nuestra historia singular, de valoración de todo lo que tenemos y nos une, dejando a los nacionalistas con su rencor, sus mezquinos sentimientos y sus fantasías supremacistas. La izquierda, como ha dicho el insobornable Antonio Robles, «necesita amar de nuevo a su país y dejar de estar acomplejada por ello».
Necesitamos restablecer los vínculos humanos y emocionales con esa realidad histórica, geográfica y cultural llamada España. Sin miedos, sin necesidad de dar explicaciones ni buscar justificaciones a un sentimiento tan natural como lo es sentirse español, del mismo modo que se siente vinculado a su patria un francés, un alemán o un inglés. La izquierda, especialmente, tiene la obligación de defender una idea democrática, igualitaria, abierta y moderna de nuestro país, combatiendo activamente la propaganda antiespañola, antinacional y antidemocrática que de modo beligerante lleva a cabo el nacionalismo catalán, vasco y gallego.
Que una nación pueda identificarse con una obra y un personaje como don Quijote es algo sorprendente, y bastaría este hecho para reivindicar sin complejos y determinación nuestra condición de españoles, a los que une, ante todo, una lengua, una cultura y una literatura que es algo más que un simple fenómeno artístico. Se trata de una referencia simbólica capaz de expresar, sostener y elevar los mejores empeños, los afanes más nobles, las exigencias más altas. Es significativo que haya sido Cervantes, un judeoconverso, quien mejor haya sabido condensar y dignificar valores como la valentía, el orgullo, la altivez, la lucha contra la injusticia y la humillación, el amor y la amistad incondicional, la defensa de la libertad y la igualdad, el valor del esfuerzo, la desconfianza en el poder, el desprecio del dolor y la muerte, la pasión por la verdad. Que este conjunto de valores y símbolos lo encarnen los personajes más reales y vivos que ha creado la literatura, don Quijote y Sancho, da pleno sentido a la afirmación de Gibson, que podría figurar en el frontispicio de nuestra democracia.
Ojalá recuperemos, junto al nombre de España, todos estos valores para poder combatir la pasividad, la pusilanimidad, la cobardía y la falta de energía y vitalidad que hoy invade a nuestros políticos, adocenados y encerrados en un posibilismo mezquino y claudicante.
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