Es natural que los padres se alegren con los éxitos de sus hijos, pero no es corriente que asuman sus culpas cuando sufren la tristeza de que un hijo los hiera con la indignidad de un comportamiento criminal.
No escuché sin emoción, el día 13 de mayo, en el recinto del santuario de Fátima, como muchos otros millares de fieles, las palabras del Papa Francisco: “¡Queridos peregrinos, tenemos Madre, tenemos Madre! Agarrados a ella como hijos, vivamos de la esperanza que se asienta en Jesús (...). Sea esta esperanza la alabanza de la vida de todos nosotros! Una esperanza que nos sustenta siempre, hasta el último suspiro!”
De lo que es ser madre habla un desconocido episodio que, después de reveladas las tres partes del secreto de Fátima –la visión del infierno, la conversión de Rusia después de su consagración al Inmaculado Corazón de María y el atentado mortal contra ‘el obispo vestido de blanco’- bien pudiera ser considerado como un nuevo secreto de Fátima. No es que yo haya sido vidente de ninguna aparición o visión sobrenatural, pero fui confidente de un hecho que está relacionado con la primera venida de San Juan Pablo II a Cova da Iria y que no me consta que ya haya sido revelado.
Corría el año 1982 y, y en acción de gracias por haber sobrevivido al atentado que sufriera el día 13 de mayo de 1981, en plena plaza de San Pedro, en Roma, San Juan pablo II vino a Fátima, en la misma fecha del año siguiente, para agradecer la protección que, en ese día, aniversario de la primera aparición mariana en Cova da iria, Nuestra Señora le dispensara, salvándole la vida. Pero, ya en Fátima, acontecería un lamentable incidente: un ciudadano español, Juan Fernández Krohn, envuelto en la sotana, se aproximó al Santo padre con un arma blanca. Gracias a la pronta intervención de las fuerzas de seguridad, el atentado no tuvo resultado y su autor fue rápidamente inmovilizado y retirado del local.
Juan Fernández Krohn nació en 1948 y frecuentó el Seminario de Ecône, en Suiza, donde fue ordenado presbítero por el arzobispo francés Marcel Lefebre, pero rápidamente se desvinculó de esa organización tradicionalista. Por el hecho de haber atentado contra el romano pontífice, quedó automáticamente excomulgado, o sea fuera de la Iglesia católica, de la cual ya eventualmente se excluiría al adherirse al movimiento integrista del obispo cismático francés. Después de su atentado contra el Papa fue condenado, por un tribunal portugués, a seis años de prisión pero, cumplida a penas la mitad de la condena, fue liberado y expulsado del territorio nacional. Se estableció en Bélgica y, habiendo ya abandonado el ministerio sacerdotal, que prácticamente nunca ejerció, trabajó como periodista.
Poco más habría que añadir a este triste episodio de este tan triste personaje,si no hubiese sido un desarrollo ocurrido en uno de los días siguientes al de su fracasada tentativa de asesinar a San Juan Pablo II. El hecho me fue relatado entonces por una testigo ocular, ya fallecida, pero como no corro peligro de traicionar la confianza en mí depositada, ni de cometer ninguna deslealtad, nada obsta a que, treintaicinco años después, lo revele aquí.
Uno de los días siguientes al atentado frustrado contra San Juan pablo II, un matrimonio español muy discreto llamó a la puerta de la Nunciatura Apostólica, en Lisboa, donde se alojó el Santo Padre durante su estancia en nuestro país. El semblante de ambos era grave, pesaroso y su actitud era tan reservada, que no se apercibió de ellos la comunicación social. Eran los desolados padres del frustrado asesino que, así que supieron por la prensa del acto trastornado de su hijo, quisieron ir, personalmente, a pedir perdón al Papa. Nada los obligaba a hacerlo, porque el autor del atentado era mayor y, por eso, sus progenitores no tenían ninguna responsabilidad en aquel acto criminal. La naturaleza infamante de la acción incluso hacía comprensible que, por el contrario, se hubiesen remitido a un comprensible silencio o incluso ocultases un parentesco que, en aquellas tan penosas circunstancias, era particularmente vergonzoso. Pero pudo, con todo, su enorme sentido de justicia y dignidad que, cuanto más los honra, tanto más acusa al hijo, cuya actuación desmerecía aquellos padres.
Es comprensible que los padres se alegren con los éxitos de los hijos, porque son suyos también. Pero no es tan corriente que asuman sus culpas, que den la cara cuando sufren la tristeza de un hijo que los hiere con la indignidad de un comportamiento criminal. Estos padres, no obstante su inmenso dolor por saber que su hijo había atentado contra el Santo Padre, no se escondieron en un cómodo anonimato, antes bien hicieron suya la culpa de él y tuvieron la valentía de pedir perdón por su hediondo crimen.
Así hace también la iglesia con sus hijos pecadores: no los echa fuera ni abandona en la hora de la deshonra porque, como buena madre que es, los acoge y perdona, si verdaderamente se arrepienten. Pero puede su amor a la verdad y su caridad, que su autoestima o imagen pública.
Como decía el papa Francisco, en la conclusión de su homilía en la celebración eucarística de la canonización de Francisco Marto, la Iglesia “brilla cuando es misionera, acogedora, libre, fiel, pobre de medios y rica en amor”. En una palabra, cuando “el rostro joven y bello de la Iglesia”, se manifiesta no como poderosa organización, sino como madre.
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