Me basta contemplar durante algún tiempo el mar para que aprenda o recuerde lo que más importa saber y sentir. Parece asombroso - y es.
El mar es una ventana para nuestra para alma. No es preciso mucho para que percibamos que aquella inmensidad revela pa pequeñez de nuestra existencia. Al mismo tiempo, también sentimos que aquello que nos da vida es grandioso -tal vez mucho mayor que el mar.
El silencio melodioso de una playa nos convida a expresar lo que nos pesa y duele, lo que nos preocupa y aquello que, en verdad, ambicionamos. Como si el mar nos enseñase a mirar con sabiduría la historia de nuestra propia vida. Desde el nacimiento hasta la muerte -y más allá.
Confío a la brisa del mar mis secretos, y ella me trae verdades que creía olvidadas.
En el mar encuentro una libertad infinita -imposible en tierra firme.
Aprendo que debo persistir. Siempre. Ola a ola. Día a día. No importa si me siento mejor o peor, si la marea sube o baja… las ondas se suceden, suaves o más fuertes, pero no paran. La mayor de las rocas no saldrá vencedora de esta batalla. Porque el mar, tal como yo debía ser, no desiste. Renace y renace. Avanza y retrocede para avanzar de nuevo. Sin fin.
Cada grano de arena de la playa es prueba de que el mar vence -porque persiste.
En la adversidad, solo la paciencia y la perseverancia permiten que encontremos nuestro camino. El mar se adapta a cada situación, sin resistencia. Parece saber que vencerá, si no luego, más adelante. El tiempo está como el mar.
Cuando me acerco, me basta contemplar el azul del mar para purgar en las profundidades de lo que soy y -a partir de ahí- discernir cuales son las decisiones más acertadas.
De mí hasta lo más hondo de mi alma hay un mar inmenso, capaz de mover montañas, pero solo cuento con esa fuerza si me mantuviera fiel a mí mismo y a la misión que me fue propuesta.