http://observador.pt/opiniao/caridade-nao-caridade-nunca/
La extraña ideología de los que abominan de la
justicia que dicen exigir y que exigen la caridad de la que dicen abominar.
El problema de algunos
gobernantes, griegos y no sólo, no es político, ni financiero, sino espiritual.
Se describe con pocas palabras: odian la caridad, pero quieren vivir a su
costa. Hay personas, partidos políticos y países que mueren de esta dolencia,
que es el progresiva, degenerativa y mortal. Es un vicio como las drogas, y se contagia.
Hay en la esencia de
las ideologías extremistas una profunda aversión por la caridad. Nadie que
milite en ellas y sea consciente de sus contravalores, acepta, por más
miserable que sea, un óbolo. Sería vil, vergonzoso, indigno. Para comprobar que
es así, basta escuchar los eslóganes que, puño en alto, ora con la mano
cerrada, ora con la palma abierta, se suelen oír en ciertas manifestaciones:
‘¡No queremos limosnas!’’
Exigen justicia pero,
al mismo tiempo, reivindican lo que no les es debido. Dispensan favores, pero
quieren fondos a los que, como saben, no tienen derecho. ¡O sea, abominan de la
justicia que dicen exigir, al mismo tiempo que exigen la caridad que dicen
abominar! Decididamente, la coherencia no es su fuerte.
Esta abominable
‘caridad’, que nada tiene que ver con la homónima virtud cristiana, es, pues,
un vicio políticamente incorrecto. Es algo que una mente evolucionada y
altruista no sólo desdeña sino que debe despreciar, como antes se decía en las
cantigas de escarnio y mal decir.
¿Por qué? Porque esta
tal ‘caridad’ son quimeras de señoras que, a costa de los pobres, organizan
tómbolas, mesas petitorias, sorteos, banquetes de gala y fiestas que, según los
extremistas de costumbre, sólo sirven para la promoción y exhibición social
mediática de los protagonistas. Porque esta ‘caridad’ es la mano llena de
anillos que, con lupa, por precaución higiénica, deja algunos trozos en las
manos sucias del incómodo mendigo. Porque, concluyendo y resumiendo, la
‘caridad’ es el disfraz de la hipocresía de quien finge tener preocupaciones
sociales cuando, en realidad, quiere que se mantenga el estatus quo que genera
estas injusticias que nos gritan. Por todo esto, y lo que queda por decir, la
‘caridad’ es tan detestable para los iluminados extremistas.
Aunque esa visión de la
caridad sea una triste caricatura, que olvida la inmensa beneficencia de que la
verdadera virtud es responsable en todo el mundo, una crítica tal puede tener,
más por vía de excepción que por regla, alguna objetividad. Pero no se puede hablar
mal de la caridad y, después, exigirla en provecho propio. Tal vez sea criticable
la actitud de quien entiende que el amor al prójimo son casinos y canastas, ¡pero
no es menos caricatura la figura de quien exige ayudas, al que no tiene dinero,
al mismo tiempo que afirma detestar las limosnas! Puede haber alguna duplicidad
en el propósito de solidaridad social en un elegante baile de debutantes, pero
quien dice abominar de los favores y anda siempre pidiéndolos, no es menos hipócrita.
¿¡Pedir!? No, quien así
piensa y actúa no pide nada, porque cree que tiene derecho a todo. Por eso,
estas ideologías, teóricamente anti caridad pero, en la práctica, mendicantes,
tienen un estilo propio: la arrogancia. Este idioma salvaje, que también se encuentra
en otras partidos y figuras políticas, es común a los extremismos opuestos, lo
que explica extrañas alianzas entre fuerzas partidarias diametralmente contrarias
(o tal vez no) como, por ejemplo, el odioso pacto Hitler-Stalin. Son
matrimonios en régimen de separación de bienes ideológicos, pero, en comunión
de poderes e intereses adquiridos. Uniones políticamente contradictorias pero
donde no hay problemas de comunicación, porque hablan todos la misma lengua y
alimentan los mismos odios de estimación. Más allá de la misma ansia de un poder totalitario,
comparten, en casta comunión, el mismo estilo ofensivo, prepotente, arrogante. Por
eso, quien así se defiende, ¡No pide, exige! ¡No hable, Grita! Nunca dice ‘por
favor’, y nunca dirá ‘obrigado’.
Es esto, en una
palabra, lo que más duele a esos revolucionarios de uno u otro extremo: La
humildad de tener que pedir una ayuda a la que, como saben, no tienen derecho. Si
hay quien, hinchado de orgullo, considera insoportable la humillación de tender
la mano a la caridad, no lo haga, pero entonces honre sus compromisos, pagando
lo que debe. Y después, viva con lo que fuere suyo. Nadie está obligado a
pedir, y nadie tiene que dar lo que no es debido a quien ni siquiera es capaz
de reconocer, o de agradecer, la ayuda que le da.
No tiene por qué ser
humillante pedir una limosna que se necesita desesperadamente, a no ser que sea
algo a lo que se tiene derecho. No se tiene por que agradecer lo que es dado en
justicia porque, en ese caso, quien da no tiene sino una obligación. Pero, si
la dádiva no fue concedida en condiciones inmorales, ni es debida por una razón
legítima, es entonces un auténtico don y, por eso, sería acto vergonzoso que no
fuese reconocida como tal.
Puede ser muy triste
para alguien, para algún partido o para algún gobierno, pedir limosna, pero es
mucho peor recibirla de mala voluntad, no saber agradecer lo que, no
constituyendo una obligación jurídica o moral, fue dado por favor. Por pura
caridad.