jueves, 23 de julio de 2015

¡Los dioses deben estar locos!



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Después de la diva Amalia, el dios Eusebio dio entrada en el panteón delos héroes de la patria. Para completar las tres ‘f’ del antiguo –fado, futbol y Fátima- ¡ya solo faltaban los tres pastorcitos!

Con pompa y circunstancia, los restos mortales de Eusebio da Silva Ferreira dieron entrada en el panteón nacional de Santa Engracia, donde fueron solemnemente depositados. A la consagración del gran futbolista nacional, que tanta veces honró a Portugal, asistieron el Jefe del Estado y, en representación del órgano de la soberanía responsable de este último homenaje al gran atleta, el presidente de la Asamblea de la República.

No se pone en duda el valor del jugador de futbol y sería de muy mal gusto tejer consideraciones menos laudatorias sobre su persona, que merece todo el respeto y gratitud. Pero tal vez no sea desproporcionado, sin ánimo de ofender o siquiera pellizcar su memoria, cuestionar la justicia del acto que, por decirlo así, divinizó a Eusebio. Po tanto, el panteón es, como su etimología prueba, el templo de todos los dioses, el santuario de aquellos que, por sus hechos históricos, de la ley de la muerte se fueron librando, en el acertado decir del poeta. O, como determina la ley vigente aprobada en el año 2000, dos “ciudadanos que s distinguieron por  servicios prestados al país, en el ejercicio de altos cargos públicos, altos servicios militares, en la expansión de la cultura portuguesa, en la creación literaria, científica y artística o en la defensa de los valores de la civilización, en pro de la dignificación de la persona humana y de la causa de la libertad”.

La tradición monárquica era la de concentrar en la misma sepultura los miembros de la realeza fallecidos. Primero, en la Iglesia de Santa Cruz, en Coimbra, donde yace D. Alfonso Henriques y que también es panteón nacional; después, en el monasterio de Batalha, donde fueron sepultados los reyes e infantes de la dinastía de Avis; más tarde, en los Jerónimos, donde reposan los soberanos de la era de los descubrimientos; y, por último, en San Vicente de Fora, donde se encuentran los restos mortales de los monarcas de la cuarta dinastía. También en el Escorial fueron enterrados muchos de los reyes de España, como en la cripta de la Iglesia de Capuchinos, en Viena, aún hoy son sepultados los miembros de la familia de los emperadores de Austria y reyes de Hungría. Pero los grandes de la corte no eran acogidos, por regla, en estos depósitos privativos de las familias reales.

Con la república y la democratización de las costumbres, las antiguas sepulturas reales dieron lugar a los más populares panteones nacionales. Inicialmente, Santa Engracia estaba exclusivamente destinada a los restos mortales de los grandes bustos de la historia política nacional. Se entendía pertinente que en ese templo fuesen recibidos los grandes estadistas, como los Jefes de Estado. Después, se franqueó el ingreso a personajes que, aunque notables, nunca hubieran ejercido funciones de representación nacional. Así se explica, por ejemplo, que figuras como Sofía de Mello Breyner Andersen, mucho más justamente, y Aquilino Ribeiro, de modo más discutible, hayan sido trasladados para el panteón lisboeta. Pero aún se ha ido más lejos, abriéndose las puertas de ese olimpo a las figuras populares, como Amalia Rodrigues y, ahora, Eusebio da Silva Ferreira.

Perdido, así, el carácter sublime de aquel altar de la patria, se pone en cuestión el criterio que preside la elección de los notables que en él deben ser recibidos. ¿Basta que sean famosos, entendiendo que lo son  no sólo aquellos que se designan por el servicio efectivo al país, sino también los que fueran más populares? Carlos Lopes, Rosa Mota, José Cid, Marco Paulo, José Mourinho y Cristiano Ronaldo son, indiscutiblemente, figuras públicas de gran relieve y de reconocido mérito, ¿¡pero son también héroes nacionales!?

Cumple al Estado homenajear a todos los ciudadanos que se distinguieran a su servicio, pero no del mismo modo. Tiene todo sentido dedicar a la gran Amalia una calle o una avenida del país que tanto cantó y prestigió, pero sería desproporcionado concederle el doctorado honoris causa en Química Orgánica. También es justísimo que se de el nombre de Eusebio a un estadio deportivo, a una escuela o academia futbolística, pero no sería razonable concederle la Torre y Espada, que está reservada para los que se distinguen, por su bravura, en acciones de guerra.

La justicia no es una virtud de tratar a todos por igual, sino dar a cada cual lo que le compete. Es muy justo que se homenajee a Amalia Rodrigues, pero no con una póstuma bota de oro. Se debe ciertamente honrar la memoria de Eusebio da Silva Ferreira, pero no con un disco de platino. Tiene sentido que las grandes figuras políticas nacionales, o sea, aquellas que fueron efectivamente protagonistas de nuestra historia colectiva, sean consagradas en el templo de los dioses patrios. ¿Pero la simple fama o popularidad de los cantantes más eximios, o de los atletas más premiados, es suficiente para esa consagración histórica?

De prevalecer esta tendencia parlamentaria de confundir el panteón nacional con el Olimpia, de París, o con el estadio de Maracaná, en Río de Janeiro, Santa Engracia corre serios riesgos de convertir el panteón popular de tres ‘efes’ del antiguamente: fado, futbol y Fátima. ¡Mejor dicho, después de Amalia y de Eusebio, ya sólo faltan allí, con todo mi respeto y sincera devoción, los tres pastorcitos!


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