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Después de la diva
Amalia, el dios Eusebio dio entrada en el panteón delos héroes de la patria.
Para completar las tres ‘f’ del antiguo –fado, futbol y Fátima- ¡ya solo
faltaban los tres pastorcitos!
Con pompa y
circunstancia, los restos mortales de Eusebio da Silva Ferreira dieron entrada
en el panteón nacional de Santa Engracia, donde fueron solemnemente
depositados. A la consagración del gran futbolista nacional, que tanta veces
honró a Portugal, asistieron el Jefe del Estado y, en representación del órgano
de la soberanía responsable de este último homenaje al gran atleta, el
presidente de la Asamblea de la República.
No se pone en duda el
valor del jugador de futbol y sería de muy mal gusto tejer consideraciones
menos laudatorias sobre su persona, que merece todo el respeto y gratitud. Pero
tal vez no sea desproporcionado, sin ánimo de ofender o siquiera pellizcar su
memoria, cuestionar la justicia del acto que, por decirlo así, divinizó a
Eusebio. Po tanto, el panteón es, como su etimología prueba, el templo de todos
los dioses, el santuario de aquellos que, por sus hechos históricos, de la ley
de la muerte se fueron librando, en el acertado decir del poeta. O, como
determina la ley vigente aprobada en el año 2000, dos “ciudadanos que s
distinguieron por servicios prestados al
país, en el ejercicio de altos cargos públicos, altos servicios militares, en
la expansión de la cultura portuguesa, en la creación literaria, científica y
artística o en la defensa de los valores de la civilización, en pro de la
dignificación de la persona humana y de la causa de la libertad”.
La tradición monárquica
era la de concentrar en la misma sepultura los miembros de la realeza
fallecidos. Primero, en la Iglesia de Santa Cruz, en Coimbra, donde yace D. Alfonso
Henriques y que también es panteón nacional; después, en el monasterio de Batalha,
donde fueron sepultados los reyes e infantes de la dinastía de Avis; más tarde,
en los Jerónimos, donde reposan los soberanos de la era de los descubrimientos;
y, por último, en San Vicente de Fora, donde se encuentran los restos mortales
de los monarcas de la cuarta dinastía. También en el Escorial fueron enterrados
muchos de los reyes de España, como en la cripta de la Iglesia de Capuchinos,
en Viena, aún hoy son sepultados los miembros de la familia de los emperadores
de Austria y reyes de Hungría. Pero los grandes de la corte no eran acogidos,
por regla, en estos depósitos privativos de las familias reales.
Con la república y la
democratización de las costumbres, las antiguas sepulturas reales dieron lugar
a los más populares panteones nacionales. Inicialmente, Santa Engracia estaba
exclusivamente destinada a los restos mortales de los grandes bustos de la
historia política nacional. Se entendía pertinente que en ese templo fuesen
recibidos los grandes estadistas, como los Jefes de Estado. Después, se franqueó
el ingreso a personajes que, aunque notables, nunca hubieran ejercido funciones
de representación nacional. Así se explica, por ejemplo, que figuras como Sofía
de Mello Breyner Andersen, mucho más justamente, y Aquilino Ribeiro, de modo más
discutible, hayan sido trasladados para el panteón lisboeta. Pero aún se ha ido
más lejos, abriéndose las puertas de ese olimpo a las figuras populares, como
Amalia Rodrigues y, ahora, Eusebio da Silva Ferreira.
Perdido, así, el carácter
sublime de aquel altar de la patria, se pone en cuestión el criterio que
preside la elección de los notables que en él deben ser recibidos. ¿Basta que
sean famosos, entendiendo que lo son no
sólo aquellos que se designan por el servicio efectivo al país, sino también
los que fueran más populares? Carlos Lopes, Rosa Mota, José Cid, Marco Paulo,
José Mourinho y Cristiano Ronaldo son, indiscutiblemente, figuras públicas de
gran relieve y de reconocido mérito, ¿¡pero son también héroes nacionales!?
Cumple al Estado
homenajear a todos los ciudadanos que se distinguieran a su servicio, pero no
del mismo modo. Tiene todo sentido dedicar a la gran Amalia una calle o una
avenida del país que tanto cantó y prestigió, pero sería desproporcionado
concederle el doctorado honoris causa en Química Orgánica. También es justísimo
que se de el nombre de Eusebio a un estadio deportivo, a una escuela o academia
futbolística, pero no sería razonable concederle la Torre y Espada, que está
reservada para los que se distinguen, por su bravura, en acciones de guerra.
La justicia no es una
virtud de tratar a todos por igual, sino dar a cada cual lo que le compete. Es
muy justo que se homenajee a Amalia Rodrigues, pero no con una póstuma bota de
oro. Se debe ciertamente honrar la memoria de Eusebio da Silva Ferreira, pero
no con un disco de platino. Tiene sentido que las grandes figuras políticas nacionales,
o sea, aquellas que fueron efectivamente protagonistas de nuestra historia
colectiva, sean consagradas en el templo de los dioses patrios. ¿Pero la simple
fama o popularidad de los cantantes más eximios, o de los atletas más
premiados, es suficiente para esa consagración histórica?
De prevalecer esta
tendencia parlamentaria de confundir el panteón nacional con el Olimpia, de
París, o con el estadio de Maracaná, en Río de Janeiro, Santa Engracia corre
serios riesgos de convertir el panteón popular de tres ‘efes’ del antiguamente:
fado, futbol y Fátima. ¡Mejor dicho, después de Amalia y de Eusebio, ya sólo faltan
allí, con todo mi respeto y sincera devoción, los tres pastorcitos!
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