Hay una característica especial de la Dra. Maria
de Jesus Barroso Soares que merece ser destacada: su condición de
cristiana
Incontables testimonios
han evocado ya a la Dra. Maria de Jesus Barroso Soares, con ocasión de su
reciente defunción. Muchos recordarán a la actriz y declamadora, bastantes
trazarán el perfil como fundadora y militante del Partido socialista, casi
todos ensalzan su empeño político y social, de manera especial como presidenta
de la fundación Por la Dignidad y vencedora del premio Fe y libertad, del instituto
de Estudios Políticos de la Universidad Católica Portuguesa. Recordada además
en su cualidad de mujer del ex presidente de la República, Dr. Mario Soares.
Particularmente emotivo fue el homenaje que le prestaron los alumnos y docentes
del Colegio Moderno. Todos estos atributos ayudan a comprender la riqueza de su
polifacética personalidad, pero no explican suficientemente la excelencia de su
persona, sobre todo en la última etapa de su vida.
Hay, por supuesto, una característica especial de su existencia
que destaca por su trascendencia: su condición de cristiana. Aunque bautizada
al nacer, vivió muchos años alejada de la Iglesia, a la que volvió hace
aproximadamente veinticinco años. Fue por tanto, en cierto modo, una
convertida, una católica de última hora. Pero, como la parábola evangélica
enseña, la tardanza de su regreso n nada perjudica la calidad de su fe, ni
disminuye su mérito sobrenatural.
Sólo conocidas las
circunstancias en que ocurrió su conversión al catolicismo: una gran aflicción
familiar la llevó, en un gesto casi desesperado, a recurrir a Dios. El milagro
acabó por realizarse: no sé si lo de la cura solicitada, que puede haber
ocurrido por causas naturales, pero sí lo de su inesperado regreso a la fe
cristiana.
Tal vez parezca dudosa
una conversión verificada en una situación que, por decirlo así, es más
emocional que racional. ¿¡Pero, podrá extrañarse alguien de que la creencia
que, precisamente, se identifica con la cruz, sea por la misma cruz
encontrada!? Nada más lógico y natural, porque la realidad del sufrimiento,
propio o ajeno, interpela la conciencia con cuestiones que sólo la fe en Dios
logra responder de forma satisfactoria. O no, porque tampoco faltan casos de
personas que, ante una experiencia semejante, reniegan de la fe y se vuelven
contra el Creador.
Aunque ese inesperado
dolor haya sido la ocasión de un cambio tan radical y duradero, no fue su
causa. Un encuentro fortuito también puede ser el inicio de un gran amor, pero
nunca será su principal razón de ser.
Por tanto, un momento
de angustia puede suscitar una súplica instantánea, como un grito en forma de
prez, pero una opción que perdura para toda la vida no puede tener sólo un
fundamento tan fugaz. Fue necesario que esa breve intuición trascendente fuese después explicitada intelectualmente. Es lo que, de
forma análoga, sucede cuando alguien se apasiona: la emoción inicial debe, en
una segunda etapa, madurar en términos racionales y afectivos. Si este proceso
no sucede, el fuego inicial se gota en sí mismo, como una pasión abortada, que
nunca llegará a ser un verdadero amor.
La conversión no es
obra de un instante, sino empresa para toda la vida. Puede haber un momento
exacto de deslumbramiento, pero ese nuevo horizonte nunca está totalmente
reconocido. Por eso, ni todas las verdades de la fe, o sus consecuencias
morales, son inmediatamente percibidas por el converso, que deberá después
recorrer un largo camino de progresiva explicitación de la doctrina en la que cree. Una actitud
menos esclarecida, o aparentemente incoherente, debe ser, por tanto entendida
con la indulgencia que una fe incipiente requiere. En este sentido, la
conversión es, para todos los creyentes, un proceso continuo que, en verdad,
sólo se concluye con la visión beatífica.
El fantasma de Jean
Barois aún ensombrece las conversiones tardías, que algunos quieren creer menos
creíbles, porque se verifican en el crepúsculo de la vida. Para algunos, la
vejez puede ser sinónimo de demencia o de debilitamiento de la voluntad, pero
no fue el caso, porque en vísperas del accidente que sufrió, la Dra. Maria de
Jesus Barroso Soares aún participó activamente en Estoril Political Fórum, con
aquella discreta pero lucidísima inteligencia que la caracterizaba y que
siempre la acompañó.
En buena hora la llamó
el Señor, pero no sin antes experimentar, de algún modo, su pasión. La vida
humana, aún en el sufrimiento, no puede ser intencionadamente abreviada, ni
debe ser artificialmente prolongada más allá de su término natural. Ese
doloroso final tiene un sentido catártico porque, como oportunamente recordó Mons.
Feytor Pinto, la muerte de esta excelente señora “fue un momento de liberación,
al encuentro de Dios”. Por tanto, para los cristianos la muerte es una
experiencia pascual, o sea, el paso de esta vida hacia la vida eterna.
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