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A los gobernantes no se le
piden sermones sobre los humores divinos, o la naturaleza celestial o diabólica
de las tempestades, sino que sepan actuar en pro del bien común.
No habían caído el Carmen y
la Trinidad, sino que cayó una tromba de agua, o cosa parecida, allá por las bandas
de la Albufera, en el Algarve. Tamaña cantidad requirió la presencia en el
local del recién investido ministro de
la Administración Interna que, no satisfecho con la desgracia que se abatió
sobre esa población del Algarve, más habituada a la llegada de turistas que a
las aguas pluviales, emitió un juicio religioso, que mereció numerosas críticas
en los medios de comunicación, poco dada a literaturas teocráticas de las
intemperies meteorológicas.
Más allá de algunas referencias
a la conveniencia de prevenir a los establecimientos comerciales con seguros,
el ministro tejió también consideraciones sobre Dios y su amistad o enemistad
con los hombres, sobre las provocaciones a que estos son sometidos, las furias
naturales y demoníacas, etc. Conceptos teológicos que no son corrientes en el
lenguaje de los gobernantes de este país laico, republicano y, a lo que parece,
camino del socialismo (cuya llegada, según algunos politólogos, debe acontecer
en la semana que viene).
Son muy lamentables los
abultados perjuicios materiales y, sobre todo, la pérdida de una vida humana, y
de saludar que un miembro del gobierno se traslade a la región afectada. Es
laudable la prioridad dada a la familia de luto, que el ministro hizo cuestión
de cumplimentar, refiriéndose, con la mayor consideración, a la víctima mortal:
“se entregó a Dios y Dios con la certeza que le reserva un lugar adecuado” (Público,
3-11-2015).
No es habitual una mención
explícita a Dios en los discursos gubernamentales o parlamentarios. Hay,
incluso, un cierto pudor en referirse tan directamente al Creador, tal vez por
el escrúpulo religioso de no usar su santo nombre en vano, como manda el
segundo mandamiento de la Ley de Dios, o, más probablemente, por entender que
no tiene sentido mezclar la cosa pública con la sacra, según un muy común prejuicio
laicista.
No repugna que, en actos de
especial solemnidad, Dios pueda ser formalmente invocado, como hacen los
presidentes de los Estados Unidos de Norteamérica cuando juran su cargo. Pero
no sería razonable esa invocación en relación a cuestiones políticas opinables,
o para explicar ciertos fenómenos naturales. Ya pasó el tiempo en que los
monarcas, por una enrevesada hermenéutica de las palabras de Cristo a Poncio Pilatos,
se consideraban titulares de un derecho divino.
El ministro aparecido en
Albufeira hizo aún otras declaraciones especulativas: “La furia de la
naturaleza no fue nuestra amiga. Dios no siempre es amigo. También considera
que de vez en cuando nos da unos periodos de provocación. En casi todos lados,
excepto en Albufeira, el nivel autárquico fue suficiente de acuerdo con las
medidas. Y sólo no fue suficiente aquí en Albufeira porque la fuerza de la
naturaleza, en la furia demoníaca, aunque los ingleses digan que es un acto de
Dios , un ‘act of God’, la gente tiene que traducir de otra manera…”(id.).
Primero habla de la ‘furia
de la naturaleza’ y de su pretendida
enemistad con el género humano en general y, en particular, con los algarvios.
(Habría sido interesante que el señor ministro hubiese explicado por qué carga
de agua-¡nunca mejor dicho!- la naturaleza se encolerizó con los habitantes de Albufeira…).
Después, transfiere la titularidad de la acción destructora a Dios que, por lo
visto, ‘no siempre es amigo’, y que “considera”
que, de vez en cuando, nos tiene que dar “un período de provocación” (¿será
esto una velada alusión a este gobierno… o al próximo?). En un último y
sorprendente desarrollo teológico, admite que la acción ha sido diabólica –“furia
demoníaca”- para después concluir que fue todo un acto de Dios, o tal vez no…
Que el hombre prehistórico
dijese, cada vez que tronara, que era Dios que estaba furioso, era
comprensible, teniendo en cuenta su ignorancia científica y religiosa. Continúa
siendo verdad, no solo para los creyentes sino para quien tenga un discurso filosófico
coherente, pues todo lo que acontece, en el orden natural, tiene a Dios por su
causa última. Por eso, lo que se pide a los científicos y a los políticos es
que, sin desmentir esa explicación metafísica, sepan, respectivamente,
reconocer las causas próximas de los fenómenos naturales y actuar en
consecuencia. Así, a un astrónomo cristiano no le compete decir que las
galaxias existen porque Dios quiere, lo que es obvio por demás, sino conocerlas
y explicarlas científicamente.
De modo análogo, a los
gobernantes no se les piden sermones sobre los humores divinos, ni sobre la
naturaleza celestial o diabólica de las tempestades, sino que sepan actuar, en
esas circunstancias, de la forma más adecuada al bien común. Como hizo el
Marqués de Pombal que, en vez de perorar sobre las causas trascendentales del
terremoto de 1755, por cierto en fecha coincidente con las crecidas en el
Algarve, procuró que se enterrasen los muertos y se cuidase de los vivos.
Permanece vigente el principio
evangélico que, contrariando tanto el clericalismo como el laicismo, enseña que
se debe dar al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios. Sin
confusiones, ni exclusiones. Sea el actual ejecutivo, sea el próximo, son, sólo
y tan sólo, gobiernos humanos. No son ninguna bendición divina, ni –¡afortunadamente!-
ninguna maldición diabólica…
Sacerdote
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