domingo, 27 de marzo de 2016

Finalmente, ¿Quién mató a Jesús?



Cristo no fue muerto por los judíos, sino por los romanos, por Poncio Pilatos y sus soldados. ¿Cómo explicar entonces que el primer Papa haya ido a vivir a la capital de la patria de los asesinos de Jesús?

La pregunta puede parecer banal, pero la respuesta ciertamente que no lo es. De hecho, todos los años, con ocasión de la Pascua, cuando los cristianos evocan litúrgicamente la pasión, muerte y resurrección de Jesús de Nazaret, se recuerda lo que parece ser una evidencia histórica: Cristo fue muerto por los judíos. Pero, lo fue de hecho?

La verdad histórica no corrobora ese rumor bimilenario que, por supuesto, tiene incluso algo de paradójico porque, en ese caso, serían tan judíos los asesinos como la víctima. De hecho, Jesús siempre honró su condición de judío, así como las tradiciones históricas y religiosas de su pueblo: fue durante la Pascua judía, cuando él anticipadamente  celebró con sus discípulos, su pasión y muerte. Además, judíos eran también María, su madre, y el respectivo esposo, José, así como sus primos, a veces mencionados en la Biblia como sus hermanos. También los doce apóstoles eran todos judíos y, por tanto, no tenía mucho sentido que ellos mismos atribuyesen a su pueblo la responsabilidad histórica por la muerte del Mesías.

Por suerte se puede afirmar que, aún no habiendo sido los judíos, como pueblo, los autores de la muerte de Cristo, lo fueron en las personas de los ancianos, sacerdotes y escribas. Es verdad que Jesús de Nazaret sufrió la oposición de ese grupo y que fue juzgado y condenado por el sanedrín. Con todo,  aunque  lo hubieron considerado reo de la pena máxima, no fueron ellos los que lo crucificaron, ni le dieron muerte, como hicieron, poco después, a San esteban, el protomártir cristiano, dilapidado por blasfemia, a las puertas de Jerusalén, por los fariseos, entre los cuales estaba Saulo de tarso, el futuro San pablo.  
         
Tampoco fue el rey Herodes quien mandó matar a Jesús, aunque había sido el responsable del asesinato de Juan Bautista, primo de Cristo. De hecho, el gobernador romano, sabiendo que Jesús era conocido como de Nazaret y, por tanto, tenido por galileo, aunque nacido en Belén de Judá, lo remitió a Herodes, para que él lo juzgase. El rey, habiéndolo interrogado, no encontró en él culpa alguna y, por eso, lo devolvió a su procedencia.

Por tanto, de acuerdo con los relatos bíblicos y otras fuentes históricas, la responsabilidad jurídica y moral por la muerte de Cristo debe ser atribuida a Poncio Pilatos que, sabiéndolo inocente, lo condenó a ser flagelado y crucificado. Que Pilatos tuviera conciencia de su responsabilidad en ese proceso inicuo queda probado por las palabras que entonces profirió, mientras se lavaba las manos y sujetaba su conciencia. De hecho, si se declaró inocente de aquella sangre es porque se sabía responsable y quería eludir su culpa: como afirma un conocido adagio jurídico, una disculpa no pedida indica una acusación manifiesta.

No fue sólo Poncio Pilatos el principal responsable de la muerte de Cristo, también lo fueron los romanos, los ejecutores de la pena capital, principalmente el centurión y los soldados que crucificaron a Cristo entre dos ladrones. Tratándose de una cuestión tan delicada, es evidente que el gobernador imperial no podía correr el riesgo de que no fuse ejecutada de acuerdo con sus órdenes, lo que podría haber sucedido  si la misma hubiese sido confiada a los judíos. De hecho, algunos de estos eran  furiosos enemigos de Cristo, mientras otros eran sus devotos seguidores: unos y otros, por su odio o devoción, podrían contradecir, por exceso o por defecto, la ejecución de la pena. Los fariseos, exagerando en los sufrimientos a infligir al condenarlo a pena capital; los cristianos, aprovechando la ocasión  para liberar a su Maestro y Señor.

Por tanto, si fue el gobernador romano quien decidió la condenación a muerte de Cristo y romanos fueron también los soldados que cumplieron la sentencia, ¡fueron los romanos quienes mataron a Jesús! Pero si así fue de hecho, ¿¡Cómo se explica que el primer Papa quisiera establecerse, como obispo de Roma, en la patria de los asesinos de Jesús!? Más aún, en la capital del imperio que, durante tres siglos, perseguirá sin piedad a los cristianos!?  Que Pedro quisiera hacer de Roma la sede de la Iglesia universal, que por eso aún hoy se dice romana, parece  lógico y sensato como sería, por absurdo, que la autoridad palestina se instalase justo en frente de la sede del gobierno israelita, o de su cuartel general…

Tal vez la elección de roma para sede de la cristiandad haya obedecido a razones prácticas porque, siendo la capital del imperio romano, estaría muy bien comunicada con todo el mundo entonces conocido. Pero también puede obedecer a una razón más profunda: ¡para que la culpa de los romanos, por la muerte de Jesús, no infamase para siempre a la ciudad y a los habitantes de Roma, el primer Papa y sus sucesores incluso en el presente quieren darle la singular honra de residir allí. Por esta razón, la ciudad eterna, como ninguna otra, testimonia la misericordia del perdón y amor de Jesucristo y de su Iglesia!





http://observador.pt/opiniao/afinal-matou-jesus-nazare/


sábado, 26 de marzo de 2016

Somos más de lo que sabemos



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                                             Ilustração de Carlos Ribeiro

Nos debemos la verdad unos a otros. Son muchos los errores que cometemos por nuestras vacilaciones. Sólo cuando someto lo que soy a la mirada del otro es cuando esos errores se pueden evitar. Hay quien considera la sinceridad una señal de bajeza de espíritu o incluso de imbecilidad. La sinceridad no es flaqueza, sino una de las más audaces actitudes continuadas de la voluntad.

La verdad es simple y la sinceridad es un don divino. Si no puedo verme desde dentro sin la ayuda de quien me ve desde fuera, ese es el momento en que pasamos de retrato a pintor, de poema a poeta, de estatua a escultor. Dejamos los errores que nos ataban y nos convertimos en la obra de nosotros mismos.

Hay quien finge sinceridad y amenaza con la maldad, quien aprovecha para castigar a los que abren su corazón con fe a palabras que consideran justas. Son frustrados, intentan vengarse de sí mismos en los otros. No son francos, son débiles.

Hay muchos narcisos en el mundo. Escogen no tener amigos que les digan la verdad, se admiran con una locura patética. Deciden ser solo retrato, no se recrean ni renacen. Retrato que se mira a sí mismo. Apariencias sin verdad. Pero si hay narcisos que lo son siempre, la verdad es que la mayor parte de nosotros lo es muchas veces…

¿Cuántas veces preferimos las miradas y las palabras de los aduladores? ¿Cuántas veces escogemos el dulce veneno de las falsas admiraciones? ¿Cuántas veces nos negamos a admitir que somos más deformes de lo que nos creemos? ¿Tenemos conciencia de que es nuestra vanidad la que nos vuelve manipulables?

El orgullo es la raíz de todos los vicios. Privar a alguien de la verdad es condenarlo a la desgracia del infierno, que es la prisión para el que es exterior. 
Sepamos nosotros abrir el corazón y mostrarnos, aceptando y agradeciendo a quien tiene la lucidez, el coraje y la bondad de mirar y ayudar a ver lo que somos, aquello en que podemos ser mejores… 

La verdad puede ser traicionada, pero no se puede matar o callar, porque, al final, si no fuere de otra forma, hasta las piedras la han de gritar.

sábado, 19 de marzo de 2016

“El proceso de Jesús”




El nombre de Cristo aún suscita enormes pasiones y odios intensos. Tal vez porque, incluso los que lo niegan no consiguen explicar por qué razón, dos mil años después, todavía se habla tanto de Jesús de Nazaret.

Aunque el proceso de Jesús de Nazaret no haya ocurrido en Portugal, ni por tanto a cargo de la tradicionalmente morosa justicia lusitana, la verdad es que aún prosigue, no obstante los veinte siglos recorridos entre tanto. Por eso, no solo no ha prescrito, la semana pasada, fueron muchos los que, invitados por la Universidad Católica Portuguesa, fueron a escuchar una lección magistral sobre el más famoso procedimiento judicial de todos los tiempos.

De hecho, el día 14 de marzo, el gran auditorio de la Fundación Calouste Gulbenkian quedó pequeño para acoger a la multitud que asistió ahí en un aula sobre “O julgamento de Jesús”, por el Prof. Joseph H. H. Weiler, profesor de Derecho de la  Universidade de Nova Iorque y actual rector del Instituto Universitário Europeu, en Florencia. Judío practicante, fue también, al decir de la organización de este evento, el abogado “de una serie de Estados ante el Tribunal
Europeo de los Derechos del Hombre en el famoso caso Lautsi, en cual consiguió obtener una decisión” judicial que reconoce “que la presencia de crucifijos en una escuela pública (…) no viola la Convención Europea de los Derechos del Hombre, revirtiendo una  decisión contraria de primera instancia”.

El tema de la conferencia no podía ser más adecuado a este tiempo de cuaresma. Siguiendo un método histórico-crítico, el Profesor Weiler se propuso analizar el contexto histórico, político, religioso y jurídico del juicio de Cristo por el Sanedrín, sobre todo desde el punto de vista procesal. Que tal análisis haya sido hecho al margen de la fe cristiana y, más aún, por un judío reconocido, dio a la intervención un especial interés y garantía, de partida, de la objetividad científica de sus conclusiones.

Mucho habría que decir sobre los resultados de la investigación histórico-jurídica del profesor Weiler, así como sobre sus interesantes, pero más discutibles, interpretaciones teológicas del proceso de Cristo. En su  reputada opinión, ese proceso, cuyas repercusiones culturales van mucho más allá del ámbito confesional o meramente religioso, estableció tres principales consecuencias, que el jurisconsulto norteamericano consideró estructuran  la cultura jurídica moderna, así como  la civilización occidental. A saber: todas las personas, desde las socialmente más importantes hasta las aparentemente de más baja condición, tienen derecho a ser juzgadas; todos los juicios deben ser justos, o sea, realizados de acuerdo con las exigencias de la justicia y de las normas procesales vigentes; y todas las personas también las condenadas por los peores crímenes, tienen derecho a un tratamiento de acuerdo con la dignidad humana.

Estos principios pueden parecer demasiado obvios, incluso porque son práctica corriente en muchos países occidentales, especialmente Portugal. Con todo, estos axiomas son ignorados en muchos países del mundo donde, por sistema, los más poderosos no son responsables judicialmente; donde aún se hacen procesos sumarísimos, que atentan contra los derechos más elementales de los individuos; y donde no siempre los acusados, o condenados, son respetados en su dignidad personal.

A este propósito, recuérdese la incidencia moral de la reciente acusación del ex presidente de Brasil, sobre el cual recaen fuertes sospechas de varios crímenes; las condenaciones –recuérdese el caso de la paquistaní Asia Bibi, condenada a pena de muerte por supuesta blasfemia – y ejecuciones sumarísimas de cristianos y no solo, en países fundamentalistas islámicos; o incluso las condiciones infrahumanas a que se ven sujetos los terroristas detenidos en Guantánamo, no obstante las reiteradas promesas del jefe de estado norteamericano de cerrar  un presidio que, manifiestamente, viola los más elementales principios humanitarios.

Para un cristiano, es natural que la verdad histórica sobre la muerte de Jesús de Nazaret, ciertamente la más importante de la historia de toda la humanidad, sea aún hoy recordada y celebrada. Pero Joseph Weiler no explicó por qué razón, dos milenios mirando sobre ese juicio y esa muerte, estos hechos, de cuya historicidad nadie duda seriamente, provocan las más apasionadas discusiones y polémicas entre los cristianos como, por ejemplo él mismo. En realidad, el nombre de Cristo aún hoy suscita enormes pasiones y odios intensos. Tal vez porque, como los que lo niegan no consiguen explicar por qué razón, dos mil años después, aún se habla tanto de Jesús de Nazaret… ¿¡Por eso, si hubiese sido un simple carpintero de una oscura población de Galilea, cómo comprender la increíble repercusión de su vida y muerte!?




El misterio de la muerte y la bondad de la tristeza


José Luis Nunes Martins



La muerte, el dolor y el sufrimiento tienen un sentido. Aunque no se consigue saber cual. Pero nuestra incapacidad de comprender no significa ausencia de significado.

Si muchos lamentan no estar en el mundo de aquí a cien años, pocos se entristecen por no haber estado aquí hasta los cien años. Casi ninguno se preocupa por saber en qué mundo estaba antes de estar en este… pero la duda sobre donde estaremos después de esta vida es fuente de grandes angustias.

Todos los días despertamos diferentes. El sueño y los sueños que separan un día de otro pueden ser imagen de lo que separa esta vida de la otra. Así como hay una línea de continuidad entre la persona que dormía y aquella que despierta, también habrá consistencia y coherencia consciente entre aquella que muere y aquella que después debe renacer. No con pérdida de lo que fue, ni memoria de lo que hizo… más bien, la misma persona, solo diferente… mejor.

Es buena la tristeza profunda que acompaña la inevitabilidad de la muerte, es señal de que la vida tiene un valor inmenso.

El silencio hace mucho bien al corazón. ¡Que las lágrimas de la tristeza nos ayuden a comenzar una vida nueva, cada vez que un pedazo de esta vida se pierde! Por más que suframos, encontraremos siempre un momento en que es posible levantarnos… A esa altura, debemos levantarnos e ir en busca de lo que es nuestro. De lo que es de cada uno. De lo que somos. De lo que de mejor podemos ser.

No quieras que la paz llegue el mismo día de la tormenta. Es necesario aprender a esperar con paciencia, en la sabia humildad de reconocer que es mucho más lo que nos sobrepasa que aquello que depende sólo de nosotros.

La muerte y el amor son sólo puertas adosadas.  ¡No están cerradas! Es necesario parar y creer… tocar, abrir… entrar. Estas puertas esperan a alguien que pasa por ellas y salga de su mundo y entre en otro… que va más allá que este. Mucho más allá.

¿Si no conoces aquello en que crees, porque no crees que hay más que aquello que sabes?

                                              (ilustração de Carlos Ribeiro)

viernes, 18 de marzo de 2016

Manifiesto por la legalización del ‘amor digno’



http://observador.pt/opiniao/manifesto-pela-legalizacao-do-amor-digno/

No es razonable que algunos portugueses, que están contra ‘el amor digno’, impongan su prejuicio religioso. Más aún: tratándose del derecho fundamental a la dignidad familiar, no puede ser refrendado.

Gracias a la reinante mayoría de izquierda parlamentaria, ya es posible el aborto libre, sin impuestos moderadores ni esclarecimiento obligatorio, y está a punto de permitirse la eutanasia, esto es el derecho a una ‘muerte digna’. Pero aún no se admite el ‘amor digno’, o sea el uso voluntario de la violencia contra un pariente cercano que deshonra a la familia, causándole un sufrimiento intolerable. En la ya sobrepasada terminología moralista, el ‘amor digno’ era denominado ‘violencia doméstica’, designación tan desagradable y anacrónica en cuanto a las palabras ‘aborto’ y ‘eutanasia’, en buena hora sustituidas, respectivamente, por las expresiones ¡interrupción voluntaria del embarazo’ y derecho a una muerte digna’!

El ‘amor digno’ es, en muchos casos, el único medio de asegurar la honra de las familias. Por eso, ante la indignidad de un pariente invariablemente ebrio, por ejemplo, hay que autorizar el uso de la fuerza por el cónyuge ofendido, o por los descendientes infamados, en legítima defensa de la dignidad familiar.

Tal vez alguien pudiese objetar que, así entendido, el ‘amor digno’ no sería propiamente voluntario. Es cierto, pero tampoco  lo es, para la víctima, la eufemísticamente llamada interrupción ‘voluntaria’ del embarazo, aunque lo sea para quien la ley atribuye el derecho de hacer inviable al nascituros. Mutatis mutandis, el ‘amor digno’ tampoco sería, en este sentido, ‘voluntario’: no para el familiar violentado, pero sí para quien, al abrigo de la ley y en defensa del buen nombre familiar, hiciese inviable, a la fuerza, la indignidad ofensiva.

Tal vez algunos defensores de la moral tradicional entiendan que, aunque pueda ser aceptable la muerte a petición, nunca lo es el ‘amor digno’. ¿Pero, si se permite que alguien sea muerto, lo cual es definitivo e irreversible, cuál es la razón para impedir que se ponga término a la deshonra intolerable de los parientes, cuando tal actuación ni siquiera causa, por regla general, efectos definitivos e irreversibles?

Es verdad que el ‘amor digno’ contradice el mandamiento nuevo de la caridad cristina; así como el cuarto mandamiento de la Ley de Dios, que exige honrar padre y madre; y aún el deber de respeto mutuo, a que los cónyuges católicos están obligados. Con todo, la laicidad de la república portuguesa no puede permitir que la ley civil sea cercenada por estos pruritos judaico-cristianos, que solo restrinjan la libertad de los ciudadanos.

Insístase en una cuestión que no es de menor importancia: ¡no se pretende que nadie sea obligado al ‘amor digno’! ¡De ningún modo! ¡Cada cónyuge o descendiente haga lo que quiera con sus respectivos familiares! Lo que no es razonable es que algunos portugueses, que están contra el ‘amor digno’, impongan a los otros su prejuicio religioso. Por otro lado, es obvio que, tratándose del derecho fundamental a la dignidad familiar, no puede ni debe ser refrendado.

Todavía un argumento recurrente, que se podría decir de ‘realismo jurídico’. No vale la pena esconder que el ‘amor digno’ ya existe en muchos países y hasta en muchas familias portuguesas, aunque algunos, hipócritamente, no lo quieran reconocer. Por tanto, se trata solo de legalizar una realidad que la sociedad portuguesa ya conoce y algunos hasta aprueban, como se demuestra por el proverbio ‘quanto mais me bates, mais eu gosto de ti!’ Son, al final, familias iguales a las otras, con las cuales nos cruzamos todos los días. Hay incluso figuras públicas que son conocidas porque practican el ’amor digno’.

Este manifiesto se propone también revocar la legislación en vigor, que es contradictoria y homofóbica. ¡De hecho, si dos jugadores de boxeo del mismo sexo luchan en un ring, practican un deporte legal; pero, si estuvieran casados y anduvieran a golpes en casa, cometen el crimen público de violencia doméstica! ¡Es obvio que esta hipocresía legal y esta inconstitucional discriminación, por razón de género, solo podrá ser resuelta con la legalización del ‘amor digno’!

PS: Aviso a navegantes: este texto no es a favor de la despenalización de la violencia doméstica, que es un crimen horrible y que, como tal, debe continuar siendo castigado. No es tampoco ninguna desconsideración hacia las víctimas inocentes de malos tratos familiares, que merecen la mayor compasión y total solidaridad. Es sólo un ejercicio de argumentación que, por la aplicación, al ‘amor digno’, de los criterios usados a favor de la eutanasia y del aborto, se procura denunciar, con alguna ironía, esa justificación falaz.


domingo, 13 de marzo de 2016

El mal se combate con el bien


José Luis Nunes Martins




                                                  (ilustração de Carlos Ribeiro)

Nuestro peor enemigo debe ser combatido con la mejor de nuestras fuerzas. El mal se combate con el bien, nunca con otro mal. Por más pequeños que seamos, tenemos en nosotros algo grande y bueno.

Cada uno de nosotros puede ser un humilde caballero. No es fácil ni lleva a alegrías inmensas. Antes bien, a algo muy difícil, doloroso y que permite alcanzar solo una, pero la más profunda de las alegrías: la felicidad.

Es necesario  garantizar que cada amanecer comprendamos que esta lucha interminable no es una guerra para destruir cosa alguna, pero sí, la única forma de defender el bien que nos anima y da sentido a la vida. Y, cada anochecer, cerrar los ojos por un instante y agradecer el don de continuar queriendo el bien, a pesar de todo lo malo.

Las tentaciones que nos atacan deben siempre ser mantenidas a distancia. No entrar en duelo con el mal es el primer golpe contundente contra la fortaleza de ese enemigo que nos quiere esclavizar. No hay males inocentes e inofensivos. Quien niega la realidad del mal, sólo le está dando espacio y tiempo para que crezca.

El bien no deja de ser bueno porque muchos lo rechazan, ni el mal deja de ser malo sólo por estar de moda.

No hay nada que no podamos perder… incluso nuestra propia vida… y es a la vita del abismo de esa nada cuando debemos dar nuestro mayor salto, aquel que nos (e)lleva hasta el cielo de la existencia… donde cada uno de nosotros será juzgado de acuerdo con el fuego con que hubiera conseguido mantener vivo su corazón.


Luchar por el amor es la única forma de que podamos ser felices, y sólo quien ama esa lucha hace de sí un verdadero rey.

sábado, 5 de marzo de 2016

Dos óscar para romper un silencio ensordecedor



http://observador.pt/opiniao/dois-oscares-quebrar-um-silencio-ensurdecedor/

Aunque Spotlight retrate na situación vergonzosa para los cristianos, la denuncia de este terrible escándalo tuvo efectos positivos para la Iglesia católica.

La película que cuenta la historia de la investigación periodística que denunció el abuso de menores por sacerdotes y religiosos de la archidiócesis de Boston fue galardonada por la Academia de Hollywood con dos óscar, especialmente el que premia la mejor película. Un premio para la película que recuerda el proceso, a caso el más doloroso y humillante, de la historia reciente de la Iglesia católica, puede parecer una mala noticia para todos los que confiesan la fe cristiana, sobre todo para los católicos. Es probable incluso que muchos creyentes vean esta película, si no como una provocación anticlerical, por lo menos como una actitud de mal gusto, que obviamente hiere los sentimientos más íntimos.

Algunos católicos, ante esta confrontación con hechos tan dolorosos, tal vez intenten el discurso relativista, a cuenta de que el fenómeno de la pedofilia infecta a otras iglesias, especialmente las de denominación evangélica o protestante o, en mayor medida incluso, entre los entrenadores deportivos y profesores de educación física. Pero, convengamos, son disculpas de mal pagador. De poco o nada sirve, para el caso, recordar que la mayoría de los pedófilos son padres y que es en el ámbito de las familias donde más acontecen estos crímenes hediondos.

Tampoco sería moralmente honesto, para minimizar eta vergüenza y este escándalo, intentar la victimización de la Iglesia católica, como si el hecho de ser, como ciertamente es, perseguida en muchos países del mundo, eximiese de responsabilidad a sus miembros pedófilos, o de las autoridades eclesiales que sistemáticamente los encubrieron. En este sentido, en buena hora el Vaticano, precisamente para que ningún fiel caiga en la tentación de esgrimir el tópico de la persecución religiosa contra la película ahora premiada,  declara que Spotlight no es, ni puede ser interpretado, como anticatólica.

Otro tanto, además, ya ha sido hecho por la propia archidiócesis de Boston, en un comunicado que, con gran humildad, reconoce la objetividad de la película, al retratar la pasada realidad de aquella diócesis, mientras tanto totalmente reformada por su nuevo pastor, el cardenal O’Malley, que, para indemnizar a las víctimas de aquellos abusos, vendió la sede del arzobispado y se deshizo de todo su patrimonio. No en vano fue escogido por el Papa para presidir la comisión eclesial que, a nivel mundial, tiene a su cargo la protección de las víctimas de los casos de pedofilia en que se ven envueltos clérigos católicos, así como la implicación de estos últimos.

Por coincidencia, el  pasado jueves, el Cardenal George Pell se encontró en Roma con una docena de víctimas de un diócesis australiana. Sorprendido con los testimonios que oyó, lamentó profundamente “el mal que se había hecho”, al mismo tiempo que reafirmó la determinación de la Iglesia australiana y universal en ayuda de las víctimas y en la total erradicación de este tipo de crímenes.

La Iglesia católica tiene una relación con la verdad de la que no puede abdicar, sin perder su propia identidad. En cuanto representante de Cristo en la tierra, no puede olvidar que Cristo es el camino, la verdad y la vida (Jo 14, 6). Por lo tanto, negar la vida o negar la verdad es, para un católico, negar a Cristo, traicionar su fe.

Luego en los primeros tiempos del cristianismo, este deber de obediencia a la verdad estaba muy presente. Por eso, los evangelistas no omitieron el nombre del traidor: Judas Iscariote, uno de los doce apóstoles. Podrían haber silenciado el nombre del traidor, una vez que, obviamente, la revelación de su identidad comprometía al propio colegio apostólico y, además, el Maestro lo había escogido personalmente. Otro tanto se diga de la triple negación de Simón Pedro, que los evangelistas relatan con tanto realismo y que también podrían haber omitido, por motivos pastorales, ya que, divulgando aquel triste episodio, la imagen del primer Papa resultaba muy débil y, por lo tanto, debilitada también su autoridad. Con todo, los evangelistas, actuando bajo inspiración divina, entendieron preferible ser fieles a la verdad, en perjuicio del buen nombre y prestigio de la propia institución eclesial y de su máximo representante. De otro modo, de cierto no habrían sido fieles a Cristo.

La Iglesia no existe para sí misma, sino para dar testimonio de Cristo, o sea, de la verdad, aún cuando esa misma verdad es incómoda, como es el caso. En este sentido Spotlight, la dolorosa revelación del escándalo que minaba la credibilidad eclesial, fue tan necesaria: si ese silencio cómplice no se hubiese roto, si esa denuncia no  hubiese sucedido, tal vez no se hubiese podido hacer frente a ese vergonzoso escándalo, del que tantos niños y familias fueron víctimas inocentes.

San Pablo decía que todo es para bien de los que aman a Dios (Rm 8, 28). Esta dolorosa provocación fue eso mismo: una bendición de dios para la purificación de su Iglesia, una saludable penitencia cuaresmal, en esta su peregrinación hacia la gloria pascual.



Aquellos a quien nadie quiere escuchar


José Luis Nunes Martins


                                              (ilustração de Carlos Ribeiro)

Hay personas que no tienen a nadie que les escuche… Esta ausencia de amor no es tristeza, es algo mucho más profundo.

En el mundo de hoy estamos cada vez más cerrados y nos sentimos a gusto en esa nuestra comodidad. Llegamos incluso a pensar que los problemas del mundo acaban cuando desenchufamos la televisión. Esta ilusión de que dirigimos la realidad, nos da la falsa convicción de que son otros los que necesitan de nosotros que los escuchemos, y no nosotros a ellos.

Es preciso luchar mucho para que cada uno de nosotros sea capaz de evadirse de la prisión donde se encuentra.

En cualquier caso, no basta escuchar, es necesario aprender a ecuchar al otro, en sus espacios, tiempos y modos. Con humildad, aprender con él… valorarlo hasta el punto de reconocer, en los éxitos y fracasos, posibilidades de enriquecernos.

Es más importante aún escuchar cuando no hay palabras. Los silencios íntimos se llenan de luz cuando son compartidos, cuando alguien está ahí, con nosotros.
Juntos. Unidos en la presencia. Compartiendo el mismo espacio, el mismo tiempo y el mismo modo de decir lo que se  piensa y siente... un silencio lleno de emoción y de verdad que a nadie deja indiferente. A veces, los amigos, incluso los que ya han muerto, parece que no están, pero están. Siempre de forma consistente y auténtica, están y son. Son lo que somos, porque quieren estar con nosotros… lo mismo que nosotros.         
       
Hay quien consigue escucharnos, siendo capaz de hacerlo sin cansarse. Sin siquiera interrumpirnos para contarnos sus problemas, miedos, angustias. ¡Para estos, ningún elogio es bastante! Pero, a veces… estos son aquellos que nadie quiere escuchar.