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Ilustração de Carlos Ribeiro
Nos debemos la verdad unos a otros. Son muchos
los errores que cometemos por nuestras vacilaciones. Sólo cuando someto lo que
soy a la mirada del otro es cuando esos errores se pueden evitar. Hay quien
considera la sinceridad una señal de bajeza de espíritu o incluso de
imbecilidad. La sinceridad no es flaqueza, sino una de las más audaces
actitudes continuadas de la voluntad.
La verdad es
simple y la sinceridad es un don divino. Si no puedo verme desde dentro sin la
ayuda de quien me ve desde fuera, ese es el momento en que pasamos de retrato a
pintor, de poema a poeta, de estatua a escultor. Dejamos los errores que nos
ataban y nos convertimos en la obra de nosotros mismos.
Hay quien finge
sinceridad y amenaza con la maldad, quien aprovecha para castigar a los que
abren su corazón con fe a palabras que consideran justas. Son frustrados,
intentan vengarse de sí mismos en los otros. No son francos, son débiles.
Hay muchos
narcisos en el mundo. Escogen no tener amigos que les digan la verdad, se
admiran con una locura patética. Deciden ser solo retrato, no se recrean ni
renacen. Retrato que se mira a sí mismo. Apariencias sin verdad. Pero si hay narcisos
que lo son siempre, la verdad es que la mayor parte de nosotros lo es muchas
veces…
¿Cuántas veces
preferimos las miradas y las palabras de los aduladores? ¿Cuántas veces
escogemos el dulce veneno de las falsas admiraciones? ¿Cuántas veces nos
negamos a admitir que somos más deformes de lo que nos creemos? ¿Tenemos conciencia
de que es nuestra vanidad la que nos vuelve manipulables?
El orgullo es la
raíz de todos los vicios. Privar a alguien de la verdad es condenarlo a la
desgracia del infierno, que es la prisión para el que es exterior.
Sepamos nosotros
abrir el corazón y mostrarnos, aceptando y agradeciendo a quien tiene la
lucidez, el coraje y la bondad de mirar y ayudar a ver lo que somos, aquello en que podemos ser mejores…
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