Ha sido una agradable sorpresa encontrarme a F. esta mañana y que me haya saludado con toda normalidad. Lo encuentro mucho mejor, más tranquilo, más dueño de sí, le digo abiertamente “F. da gusto hablar contigo ahora, de tú a tú”, y él sonríe y asiente. Su aspecto ha cambiado, y su modo de hablar, ya no titubea ni se trabuca, ya no se muestra dolido por todo y contra todos, incluso escucha atentamente, sin abrir la boca y con gesto serio.
Cuando yo conocí a F. por primera vez no era F., como bien claro me lo dijo hoy: “es que aquel no era F., no era yo”. Efectivamente, se había echado en manos del alcohol para mostrarse desinhibido inadecuadamente, para olvidar sus penas y para ocultar sus miedos: “yo no quiero dormir en la calle. Tengo miedo, tengo miedo. No, no, no quiero. Tú no sabes lo que es dormir en la calle”. Estas eran sus palabras un día que tenía que volver a dormir en la calle después de haber sido agredido la noche anterior. Se enfadaba, pataleaba como un niño pequeño, porque no le dábamos una plaza en el albergue.
Él había vivido con su madre tan ricamente, sin tener que preocuparse ni dar explicaciones de nada ni a nadie, y de pronto, al faltarle su madre, se ve sólo y en la calle, era como un niño huérfano al que le costaba crecer y madurar y se ocultaba bajo ciertas poses y en el alcohol para decir lo que quisiera; pero que no era lo que le convenía porque así alejaba a los demás y no era capaz de recibir la ayuda que se le podía ofrecer.
Un día y otro venía simulando alegría, cantándonos una copla detrás de otra, a deshora, a ver si conseguía quedarse en la oficina un rato más para no estar en la calle, para no estar solo, porque sabía que al menos le hablábamos, aunque luego protestara a cada observación que le hacíamos. Era un empeño indisimulado en demostrarnos su desesperación. Fue la primera vez que yo oía tan claramente “tengo miedo. No quiero dormir en la calle”, o, “no quiero vivir”. Yo no sabía qué hacer ni qué decir, sólo escuchar y no inmutarme oyera lo que oyera, hacer de parachoques y pararrayos hasta que cesara aquella carrera suicida en medio de la tormenta; hasta que se iba, agotado, sin esperanza, seguramente esperando la hora en que volviéramos a abrir, para repetir la misma escena, al menos alguien le regañaba un poco y con eso se conformaba, sabía que alguien se preocupaba por él.
Estuvo mucho tiempo sin venir, y nosotros de vez en cuando pensábamos en F., incluso un tiempo estábamos alerta, preparados para recibir cualquier noticia sobre F. Pero reapareció cualquier día en la nueva oficina en un estado más lamentable, sin ser capaz de articular una palabra, casi sin fuerzas para hablar; me obligó a sentarme con él, a pesar de que había muchas personas, y se desahogó cuanto quiso, hasta recuperar una cierta calma, y confesarme que me apreciaba y que lo perdonara. ¡Qué alivio!
Por aquellos días habíamos descubierto los Hermanos de la Misericordia y mandábamos a todos los que no podíamos atender al Hno. Juan Carlos, a Jerez, era nuestro ángel de la guarda, nuestra salida preferida cuando veíamos a alguien con verdadera necesidad de ser acogido en un albergue. Gracias a Dios fui lo suficientemente convincente y F. se comprometió a ir con el hermano Juan Carlos.
Desde entonces hasta hoy F. ha logrado mantenerse suficientemente sobrio y presenta un aspecto para mi desconocido, dueño de sí mismo, una persona agradable. Es un placer F. poder hablar hoy contigo sin caretas ni prevenciones, mirándonos a la cara, y que sea por mucho tiempo, y que puedas montar tu estudio o tu taller para dedicate a hacer esas pequeñas obras de arte que tú sabes hacer.
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