Hoy, como tenemos de baja a la trabajadora social, la actividad en la oficina es menor por lo que aprovechamos para tomar un café y charlar. Mi amigo J. que ahora está de manera permanente en el albergue de San Juan en Jerez me había prometido una visita y efectivamente, allí estaba, a las diez. Nos saludamos efusivamente y yo le pregunté enseguida por el hermano Juan Carlos.
En pocos minutos la oficina fue llenándose y entre los que llegaron estaba J.A., quien se alegró de encontrar allí a J.. Me llamó la atención cómo sintonizaban dos personas que han convivido en el mismo hogar, que dirige el hermano de la Misericordia, Hno. Juan Carlos. Todo son elogios del trato que allí reciben y las muestras de agradecimiento por la recuperación emocional y física conseguida, lo que les permite encarar la vida con mayor optimismo.
El albergue nace de la confianza en la Providencia, y de la labor del Hno. Juan Carlos que canaliza la generosidad de muchos y con ello satisface las necesidades vitales a otros muchos, menos afortunados, que se acogen con humildad y agradecimiento a la ayuda que se les ofrece. La misericordia acoge y no humilla, atrae más bien al que se encuentra necesitado o perdido. De este modo el Hno. se ha ganado el afecto y la admiración de numerosas personas, como mis dos amigos de esta mañana.
Viven en un albergue estupendo, bien gestionado y dirigido, todos los acogidos colaboran en alguna tarea, según su grado de compromiso y sus capacidades. Todos se encargan de la limpieza y mantenimiento, (el sábado, zafarrancho, me dice muy ufano J.A., incluso un día se rompió una pierna reparando una antena.) cada uno lava y plancha su ropa . Me dice J. que el servicio para los transeúntes ya es diario, allí pueden asearse y cambiarse de ropa los que lo necesiten cualquier día de la semana. Además de atender a los transeúntes el centro ofrece la posibilidad de una larga estancia para los que están interesados en seguir un proceso más exigente hasta alcanzar su reinserción en la sociedad. Este centro ofrece así un servicio completo, coherente con el ejercicio de la caridad, permitiendo que los marginados se reincorporen a la sociedad con todos sus derechos y deberes de un ciudadano cualquiera.
Un ejemplo vale más que mil palabras. Así lo corroboran J. y J.A., el primero está encantado ayudando en distintas tareas no sólo en el albergue sino en alguna parroquia de la ciudad; el segundo expresa su deseo de dedicarse a los demás, la estancia en el albergue y el trato con el Hermano J.C. lo han marcado para siempre, confiesa que ve la vida de una manera muy diferente, ahora distingue mejor lo esencial y desprecia la vida fácil o marginal. Nos narra cómo un día que no estaba el Hermano él acogió a una persona que llegó en un estado lamentable, golpeado y chorreando. “No podemos dejarlo así” les dijo a los compañeros, tenemos que cuidarlo, y así lo hicieron. Tan bien lo hicieron que al volver el hermano los felicitó. Por eso dice que él ahora si ve a alguien que sufre no duda en echarle una mano. ¡Qué lección tan bien transmitida y qué bien aprendida!
No existen muchos centros así, o yo no los conozco, por eso me atrevo a escribir estas palabras, para animar a otros centros a seguir estos mismos pasos que responden a una demanda cada día mayor.
A cualquiera se le ocurriría preguntarse cuántos hermanos de la misericordia hay en este albergue, pues nada más que uno, bueno, uno con hábito y fiel a una rigurosa vida religiosa, pero, a mi me parece que son muchos, sin hábito, pero muchos hermanos: más de sesenta voluntarios y los mismos acogidos, que como J. y J.A. han aprovechado la estancia en el albergue no sólo en su beneficio sino como una lección para andar por la vida y hacersela más humana a quienes pasan ahora por momentos difíciles.
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