sábado, 7 de junio de 2014

El secreto






Cuando comenzó a correr el rumor de que Cristo resucitaría, al tercer día, como había profetizado, hubo discípulos que no quisieron creer en la buena noticia. San Lucas, el evangelista, aclara que esa prudente reacción fue debido a la alegría. De hecho, la resurrección parecía ser buena en demasía para que pudiera ser verdadera y, por eso, sería preferible no creer, para después no tener que sufrir una terrible decepción. Hay sueños más amargos que las pesadillas, porque estos tienen siempre, cuando se recuerdan, un final feliz, mientras que aquellas se deshacen en tristeza cuando, por fin, se impone la realidad desnuda y cruda.

Pero la alegría, aunque tímida en la madrugada pascual, se transforma en una explosión apoteósica en la mañana de Pentecostés. Incuso los más timoratos de los apóstoles se quedaron tan atolondrados que, entre la multitud que se juntó a la puerta del cenáculo, hubo quien pensó que ellos estaban bebidos. San Pedro, para deshacer el equívoco, aclaró que era aún muy pronto para que ya estuviesen cargados de mosto. Pero no niega aquella providencial embriaguez espiritual, de cuya resaca la Iglesia aún vive hoy.


Un crimen monstruoso hace el título de los diarios, pero la alegría de un niño no es noticia en parte alguna del mundo. La belleza de la alborada pasa desapercibida la mirar sombrío de las multitudes. El entrecejo fruncido de los adultos no es capaz de oír la armonía celestial que se desprende de una carcajada infantil.

“La alegría, que era la pequeña publicidad del pagano –escribió Chesterton- es el gigantesco secreto del cristiano”. Para revelarlo vino el Hijo de Dios a la tierra, murió en una cruz, resucitó y subió al Cielo. Fue para que en nosotros habitase de nuevo la alegría pura de los niños por lo que vino, después, el Espíritu Santo. Y renovó la faz de la tierra.

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