domingo, 15 de febrero de 2015

D. MANUEL CLEMENTE. La púrpura y la pobreza



http://observador.pt/opiniao/purpura-e-pobreza/
14/2/2015, 2:55

¿En una iglesia pobre y para los pobres, es justo que aún haya cardenales?

Con la elevación al cardenalato del patriarca de Lisboa, D. Manuel Clemente, se cumple una antigua tradición, cual es la de honrar con esta dignidad al arzobispo metropolitano de la capital portuguesa. Los cardenales son, por así decirlo, los consejeros más cercanos del Papa en el gobierno de la Iglesia y, por eso, es corriente atribuirles la designación de príncipes de la Iglesia. Tal honra está asociada a la inherente responsabilidad de una serie de prerrogativas, algunas ya en desuso y otras, -como el tratamiento de “eminencia”, el color encarnado de la vestimenta púrpura, etc. - aún vigentes, auque tal vez parezcan anacrónicas, cuando no en contradicción con la pobreza evangélica, a la cual tan fuertemente apela el Papa Francisco.

Por eso, el actual pontífice romano, después de ser elegido, tuvo que escoger el nombre que pasaría a usar como sucesor del apóstol Pedro. Como el prelado que se sentaba a su lado durante el cónclave le sugiriera que, en su pontificado, no se olvidase de los pobres, Jorge Bergoglio escogió para sí el nombre de Francisco. Siendo jesuita, hubo quien pensó que se refería a S. Francisco Javier, el misionero de la Compañía de Jesús que fue apóstol en la India y en el extremo oriente.
Pero pronto el sucesor de Benedicto XVI aclaró que la razón de su nuevo nombre estaba en relación, no con este Francisco, sino al de Asís. Advirtió también que quería una Iglesia pobre y, para estimular la necesidad del desprendimiento, fue el primero en dar ejemplo: usando una cruz pectoral y un anillo de plata, en vez de oro como el que usaron sus predecesores; cambiando el apartamento pontificio por un cuarto en la casa de S. Marta; sustituyendo la limusina papal por un coche utilitario; prescindiendo de la residencia de verano de los papas, en Castel Gandolfo, etc.

¿En el contexto de una iglesia pobre y para los pobres, no sería más  lógico que se suprimiese la dignidad cardenalicia, cuyas honras principescas parecen chocar con la pobreza evangélica que el Papa quiere para sí y para todos sus colaboradores, comenzando por los más próximos? Siendo el colegio cardenalicio de origen eclesiástico, nada se opone a su eventual eliminación, que no podría realizarse, quizá, si fuese de institución divina, como es, por ejemplo, el episcopado. Por tanto, de la misma forma como la iglesia entiende que no puede aceptar la ordenación de mujeres, porque para tal no está autorizada por su divino Maestro, del mismo modo debería entender que no se justifica la dignidad cardenalicia, que tampoco tiene fundamento evangélico.

Si es saludable que todos los ministros ordenados, sean ellos diáconos, padres u obispos, imiten la vida pobre, casta y obediente de Cristo, también conviene que los cardenales procuren seguir el mismo ejemplo. No siempre fue así –piénsese por ejemplo, en los cardenales Richelieu y Mazarino –pero hace mucho que, gracias a Dios, las pompas y honores mundanos  de que se rodeaban esos príncipes de la Iglesia dieron paso a un ejercicio más sobrio y evangélico de su dignidad. Pero proceder a su extinción no estaría justificaría, no sólo porque obligaría a una revisión del procedimiento previsto para la elección del  sucesor de San Pedro, ahora elegido por los purpurados con menos de ochenta años, sino también porque sería perjudicial para la colegialidad de la Iglesia. La colaboración de los obispos en el gobierno eclesial universal ocurre por vía de los concilios ecuménicos y de los sínodos pero, como estos eventos tienen carácter extraordinario, es sobre todo a través de la participación habitual de los cardenales en los diversos departamentos de gobierno central de la Iglesia como se asegura la colegialidad.

El Papa Francisco, al universalizar el colegio cardenalicio, ha procurado garantizar su representatividad. Al nombrar cardenales a algunos obispos de diócesis periféricas y de menos recursos, en detrimento de los provenientes de sedes episcopales a que tradicionalmente estaba asimilada la púrpura, el obispo de Roma promueve el regreso a la sencillez y pobreza evangélicas del sacro colegio, al mismo tiempo que valora las cualidades personales de los obispos que eleva a la condición de sus más próximos consejeros y colaboradores en la pastoral de la Iglesia católica.

En este sentido, la elección del patriarca de Lisboa se justifica plenamente, no tanto por el antiguo privilegio de la mitra olisiponense, sino por los méritos pastorales –es obispo de Lisboa después de haberlo sido de Oporto, las dos ciudades más importantes portuguesas- y personales –recuérdese que, entre otras muchas distinciones ganó el premio Pessoa- que dan testimonio de la excepcional valía eclesial e intelectual del ahora nuevo cardenal.

En realidad, no sólo el titular de la sede lisbonense, o la archidiócesis de la capital, o la Iglesia portuguesa están de enhorabuena, sino todo el país. Este reconocimiento papal de los méritos del presidente de la Conferencia episcopal portuguesa y patriarca de Lisboa es una gran honra para Portugal.



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