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14/2/2015, 2:55
¿En una iglesia pobre y
para los pobres, es justo que aún haya cardenales?
Con la elevación al
cardenalato del patriarca de Lisboa, D. Manuel Clemente, se cumple una antigua
tradición, cual es la de honrar con esta dignidad al arzobispo metropolitano de
la capital portuguesa. Los cardenales son, por así decirlo, los consejeros más
cercanos del Papa en el gobierno de la Iglesia y, por eso, es corriente
atribuirles la designación de príncipes de la Iglesia. Tal honra está asociada
a la inherente responsabilidad de una serie de prerrogativas, algunas ya en
desuso y otras, -como el tratamiento de “eminencia”, el color encarnado de la
vestimenta púrpura, etc. - aún vigentes, auque tal vez parezcan anacrónicas,
cuando no en contradicción con la pobreza evangélica, a la cual tan fuertemente
apela el Papa Francisco.
Por eso, el actual
pontífice romano, después de ser elegido, tuvo que escoger el nombre que
pasaría a usar como sucesor del apóstol Pedro. Como el prelado que se sentaba a
su lado durante el cónclave le sugiriera que, en su pontificado, no se olvidase
de los pobres, Jorge Bergoglio escogió para sí el nombre de Francisco. Siendo
jesuita, hubo quien pensó que se refería a S. Francisco Javier, el misionero de
la Compañía de Jesús que fue apóstol en la India y en el extremo oriente.
Pero pronto el sucesor
de Benedicto XVI aclaró que la razón de su nuevo nombre estaba en relación, no
con este Francisco, sino al de Asís. Advirtió también que quería una Iglesia
pobre y, para estimular la necesidad del desprendimiento, fue el primero en dar
ejemplo: usando una cruz pectoral y un anillo de plata, en vez de oro como el
que usaron sus predecesores; cambiando el apartamento pontificio por un cuarto
en la casa de S. Marta; sustituyendo la limusina papal por un coche utilitario;
prescindiendo de la residencia de verano de los papas, en Castel Gandolfo, etc.
¿En el contexto de una
iglesia pobre y para los pobres, no sería más lógico que se suprimiese la
dignidad cardenalicia, cuyas honras principescas parecen chocar con la pobreza
evangélica que el Papa quiere para sí y para todos sus colaboradores,
comenzando por los más próximos? Siendo el colegio cardenalicio de origen eclesiástico,
nada se opone a su eventual eliminación, que no podría realizarse, quizá, si fuese
de institución divina, como es, por ejemplo, el episcopado. Por tanto, de la
misma forma como la iglesia entiende que no puede aceptar la ordenación de
mujeres, porque para tal no está autorizada por su divino Maestro, del mismo
modo debería entender que no se justifica la dignidad cardenalicia, que tampoco
tiene fundamento evangélico.
Si es saludable que
todos los ministros ordenados, sean ellos diáconos, padres u obispos, imiten la
vida pobre, casta y obediente de Cristo, también conviene que los cardenales
procuren seguir el mismo ejemplo. No siempre fue así –piénsese por ejemplo, en los
cardenales Richelieu y Mazarino –pero hace mucho que, gracias a Dios, las
pompas y honores mundanos de que se
rodeaban esos príncipes de la Iglesia dieron paso a un ejercicio más sobrio y
evangélico de su dignidad. Pero proceder a su extinción no estaría justificaría,
no sólo porque obligaría a una revisión del procedimiento previsto para la
elección del sucesor de San Pedro, ahora
elegido por los purpurados con menos de ochenta años, sino también porque sería
perjudicial para la colegialidad de la Iglesia. La colaboración de los obispos
en el gobierno eclesial universal ocurre por vía de los concilios ecuménicos y
de los sínodos pero, como estos eventos tienen carácter extraordinario, es
sobre todo a través de la participación habitual de los cardenales en los
diversos departamentos de gobierno central de la Iglesia como se asegura la
colegialidad.
El Papa Francisco, al
universalizar el colegio cardenalicio, ha procurado garantizar su
representatividad. Al nombrar cardenales a algunos obispos de diócesis periféricas
y de menos recursos, en detrimento de los provenientes de sedes episcopales a
que tradicionalmente estaba asimilada la púrpura, el obispo de Roma promueve el
regreso a la sencillez y pobreza evangélicas del sacro colegio, al mismo tiempo
que valora las cualidades personales de los obispos que eleva a la condición de
sus más próximos consejeros y colaboradores en la pastoral de la Iglesia católica.
En este sentido, la
elección del patriarca de Lisboa se justifica plenamente, no tanto por el
antiguo privilegio de la mitra olisiponense, sino por los méritos pastorales –es
obispo de Lisboa después de haberlo sido de Oporto, las dos ciudades más
importantes portuguesas- y personales –recuérdese que, entre otras muchas
distinciones ganó el premio Pessoa- que dan testimonio de la excepcional valía
eclesial e intelectual del ahora nuevo cardenal.
En realidad, no sólo el
titular de la sede lisbonense, o la archidiócesis de la capital, o la Iglesia
portuguesa están de enhorabuena, sino todo el país. Este reconocimiento papal
de los méritos del presidente de la Conferencia episcopal portuguesa y
patriarca de Lisboa es una gran honra para Portugal.
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