El genocidio de los
cristianos en el Medio Oriente requiere una respuesta internacional. Sí,hay un
mar rojo, pero este no es el que, con este nombre, separa Egipto de Arabia y
que, según la Biblia, el pueblo judío atravesó a pie enjuto, huyendo del faraón
y de su ejército, camino de la tierra prometida. Este “mar rojo” no lo es en
sentido figurado, como aquel, más real, porque fue teñido por la sangre de los 21
mártires coptos que los jihadistas, o los guerrilleros del autoproclamado
Estado islámico, que los árabes prefieren designar por Daash, asesinaron en una
playa de Libia. El Mediterráneo es ahora rojo, a cuenta de la sangre inocente
que ha sido derramada en él. Es también, como decían los romanos, el ‘mare
nostrum’. Es hora de que Europa y el mundo se pongan de acuerdo para esta dramática
realidad: nuestro mar es rojo y es la sangre de nuestros hermanos la que lo tiñe.
La Iglesia cristiana
copta es antiquísima, porque nace de una escisión primitiva de la Iglesia católica,
por razones doctrinarias que se mantiene desde el concilio de Calcedonia, en el
año 451, y tiene, curiosamente, un papa para presidirla. Aunque tiene alguna
representación en el Medio Oriente, no tiene dimensión, ni influencia política
capaz de hacer frente a las pretensiones hegemónicas de los grupos islamistas
radicales, del que el Daash, después de Al Quaeda es, en la actualidad, el más
temible exponente. Pero fue el objetivo escogido por aquella milicia fundamentalista
que, aprovechándose de la guerra civil en Libia y de la existencia, simultánea,
de dos gobiernos nacionales, ya domina grandes zonas del país. No habrá sido en
vano que las imágenes de la decapitación, en una playa mediterránea, de los 21 cristianos egipcios, hayan
sido filmadas en Libia, precisamente para demostrar que su implantación en este
país no es ficticia.
Es verdad que esta
guerra no es un enfrentamiento entre religiones, pero es innegable el propósito
de Daash de crear una región internacional prohibida a todos los creyentes que
no sean de su fe islámica, lo mismo que se definen también devotos de Alá y de
su profeta. Los 21 egipcios, inmolados en el altar de la intolerancia religiosa
y del fundamentalismo bárbaro de unos asesinos, eran cristianos. En la
declaración que acompaña las horribles imágenes de ese múltiple homicidio se incluyen
referencias a Alá, pero también amenazas contra los cristianos en general y, más
en particular, los católicos. Por eso, el cabecilla de esa funesta expedición
punitiva afirma su propósito de conquistar Roma, con la bendición de Alá. ¿¡Si
son ellos quienes lo dicen, quién se atrevería a negarlo!?
De hecho, fue la fe
cristiana de las víctimas de esta carnicería, en tierras libias, la razón
principal de su muerte. Si murieron por odio a la religión cristiana, como
consta de hecho, nada se opone a que la Iglesia copta los considere mártires de
la fe. Según el ‘Avvenire’, son perceptibles, en las terribles imágenes que
registran su sacrificio, palabras de fe pronunciadas por las víctimas, ante la
inminencia de su muerte violenta.
De algún modo, no sólo
el Daash sino todas las fuerzas políticas que apuestan por la expulsión de los
cristianos radicados en Medio Oriente, son, tal vez de forma encubierta, cómplices
del fundamentalismo islamita en su cruzada contra la libertad religiosa y los
derechos humanos. Hay que reconocer, a todos los ciudadanos y comunidades religiosas
naturales de Asia menor, el indeclinable derecho a la tierra que es su patria y
a la práctica de la religión, sea cual fuera la que profesan. Esta ha sido la
posición reiterada por la Iglesia católica que, sobre todo a través del
patriarcado latino de Jerusalén y de la Orden pontificia del Santo Sepulcro,
luchan desesperadamente por defender la presencia cristiana y de otras minorías en Tierra Santa, a pesar de la hostilidad de los
sectores israelitas más radicales y de los extremistas musulmanes.
Portugal y la comunidad
europea, que felizmente reaccionó con tanta determinación frente a los ataques
de parís, no pueden cruzarse de brazos ante esta tragedia humanitaria, que ocurre
a sus puertas, en su propio mar. Son las costas españolas, francesas, italianas
y griegas que las aguas del Mediterráneo bañan, están ahora teñidas por la
sangre de estos 21 mártires. Es nuestra sangre la que puede ser derramada y,
por eso, es también nuestro dolor de este terrible luto. Por desgracia, vuelve
a ser verdad el triste lamento del poeta: “¡Oh mar salda, cuánta de tu sal son
lágrimas de Portugal!
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