domingo, 8 de febrero de 2015

Los hippies de Dios



Hacen falta hippies de Dios que, con el testimonio de su llamativa entrega y desprecio de los bienes materiales, recuerden la fugacidad del mundo y de sus engañosas seducciones.

¿Qué diría de un joven de buena familia, un poco afrancesado, que en plena ciudad se desnuda totalmente, se viste de andrajos, se retira a las ruinas de una capilla y habla con los animales, las plantas, e incluso con los astros, como si fuesen sus hermanos? Pues bien, aunque tal vez el sentido común nos obligase a considerarlo un loco, la Iglesia lo declaró santo y lo colocó en los altares. Se llama Francisco de Asís y millares de hombres y mujeres de todo el mundo lo siguieron y lo siguen, haciendo propia su locura de amar a Dios, a los hombres y a la vida en total pobreza, despreciando las riquezas materiales, los poderes y las honras mundanas e, incluso, la sabiduría de este mundo.

El Papa Francisco, jesuita, que no en vano optó por ser homónimo del santo de Asís, dedicó el año 2015 a los religiosos, o sea, a cuantos siguen a Cristo por la profesión de los votos de pobreza, castidad y obediencia, como aquel otro Francisco, Benito, Domingo de Guzmán, Ignacio de Loyola, Teresa de Calcuta, etc. Algunos, lo hacen en el aislamiento del claustro, como los cartujos y los carmelitas descalzos; otros, como los salesianos, a través del apostolado de la enseñanza, o, como los jesuitas, a través de la defensa de la fe y de la promoción de la justicia por el diálogo cultural e interreligioso; otros todavía a través del servicio a los más necesitados y enfermos, como las hermanitas de los pobres o las misioneras de la caridad. Pero todos con la misma radicalidad evangélica.

Viene de los primeros siglos del cristianismo esta forma peculiar de vivir la fe. Cuando la iglesia dejó de ser perseguida y se tornó más remota la hipótesis del martirio, algunos cristianos, para huir del aburguesamiento en que muchos creyentes caerían, sintieron la necesidad de abandonar la vida familiar y social, o sea, el mundo. Pasaron entonces a vivir en lugares desérticos, entregados a la contemplación y la penitencia. Como, viviendo solos, no era posible su supervivencia, se constituyeron en comunidades de vida religiosa, según una regla aprobada por la autoridad eclesial.

El mundo tiene dificultad en comprender a estas mujeres y hombres, en general jóvenes, que dejan todo para dedicarse sólo a la contemplación y a la expiación. Su vida parece irracional, y masoquista su sacrificio. Recluidos en clausura, muchos creen inútil su existencia, que consideran apagada y silenciosa. Y, con todo, esta experiencia de desprecio del mundo, y afirmación radical del amor, no es exclusiva de la religión católica, ni de sus órdenes religiosas. También hubo personas que, aunque  formalmente ateas o agnósticas, siguieron, de algún modo, el mismo camino: los hippies!

¿Quién no recuerda aquellos jóvenes de largas cabelleras y guitarras en ristre que, allá por los años 60 y 70 del siglo pasado, despreciaban las leyes y las convenciones sociales dominantes, para vivir apartados, en comunidades de amor libre? Hubo entonces quien se sorprendió con sus bizarras vestimentas, sus cabelleras y mechones de colores, olvidando que los hábitos y las tonsuras de los frailes mendicantes no eran, entonces o ahora, menos insólitos. Unos, los hippies, se entregaban a la extravagancia en nombre de un amor anónimo, en general egoísta e inútil; otros, los religiosos, lo hacen en nombre del amor que es alguien, Dios y el prójimo.

Para un rico comerciante del siglo XII, como el padre de Francisco de Asís, no podía dejar de ser escandalosa la opción radical de quien deja todo para hacerse pobre con los pobres y predicar la libertad suprema de no tener nada como propio, para así poder amar mejor a todos. Pero, para un industrial norteamericano de mediados del siglo XX, no sería menos chocante que un hijo suyo, prometedor corredor de bolsa, novio de una bien dotada niña de sociedad, de un día para otro dejase todo, para juntarse a un grupo de estrafalarios que viven comunitariamente en un cuchitril cualquiera, felices por celebrar el amor. En común, la radicalidad del estilo de vida, si bien los diferencia el alcance del amor del que, cada cual a su modo, es devoto.


El mundo y la Iglesia necesitan ejemplos vivos del Evangelio, según el carisma de la vida religiosa. Hacen falta hippies de Dios que, con el testimonio de su llamativa entrega y desprecio de los bienes materiales, recuerden la fugacidad del mundo y de sus engañosas seducciones. Es preciso que, por las calles de nuestras ciudades, se vean de nuevo hombres descalzos por pobreza voluntaria, hermanas de hábitos rozagantes, que sean anuncio escatológico de eternidad y desprecio de la futilidad mundana. Sobre todo, hacen falta almas apasionadas y felices que, por su consagración religiosa, sean una expresión viva de la plenitud del amor de Dios.

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