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11/4/2015, 0:38
La incredulidad de Tomás
favoreció la credibilidad científica de la resurrección de cristo.
Ver para creer –es la
frase que, en cierto modo, inmortalizó al incrédulo apóstol Santo Tomás. Ausente
durante la primera aparición de Cristo resucitado a los restantes apóstoles, se
negó después a creer en lo que los otros redijeron. Pero aún, impuso, como
condición para aceptar la resurrección del crucificado, tocar, con sus manos,
sus llagas, para tener la certeza de que era el mismo cuerpo que había muerto
en la cruz.
La actitud de Tomás
revela, es cierto, falta de fe. El que necesita ver para creer no tiene fe,
porque la fe es, precisamente, creer sin ver. Para creer en la resurrección de
Cristo no era necesario, en sentido exacto, que nadie viese nada, porque bastaba
que él había revelado que así iba a suceder.
Ahora bien Jesús de
Nazaret dice que había de resucitar con ocasión de su transfiguración, sobre la
cual impuso el embargo de la noticia, hasta que ese hecho se realizase. Se lo
dice también cuando, por tres veces, anuncia su pasión, muerte y resurrección,
que ocurrirá exactamente altercar día. Por tanto, en teoría, ningún cristiano
necesita haber visto a Cristo vivo después de su crucifixión, para creer en su
resurrección. Deberá ser suficiente su palabra y la ausencia de su cuerpo,
misteriosamente desaparecido del sepulcro, al que los soldados hicieron
guardia, durante el tiempo transcurrido entre su depósito en el sepulcro y sus
primeras apariciones.
Con todo, convenía que
el resucitado se apareciese y así aconteció en aquel mismo día de Pascua:
primero, a las mujeres; después, sólo a María Magdalena; seguidamente, a Simón
Pedro, individualmente; más tarde, a los discípulos de Emaús; y, ya al fin del
día, al conjunto de los apóstoles. Por lo tanto, no fue sólo en la palabra de
Cristo en lo que Tomás no creyó, sino que tampoco en la de las santas mujeres,
en la de María Magdalena, la de Cleofás
y la de su compañero de viaje a Emaús, en la de Simón Pedro y, por último, en
la de los restantes apóstoles que también lo vieron, al final de aquel día.
A pesar de ser tanta la
gente que lo vio, en momentos y sitios diferentes, Tomás no creyó y se mantuvo
firme en su incredulidad. Él que, por no haber estado presente, en teoría no se
podía pronunciar sobre un acontecimiento del que no había sido testigo, no cedió,
hasta ser confrontado con una prueba definitiva de la resurrección de Jesús.
Por eso, Cristo reapareció
a los apóstoles en el domingo siguiente a la Pascua. Estando Tomás presente,
fue instado a verificar lo que, hasta ese momento, aún no había creído, lo que
hizo exclamando, lleno de admiración y devoción: “Señor mío, y Dios mío” (Jo
20, 28). Lo tocó, lo oyó e incluso lo vio comer un bocado de pez asado. Pero no
se libró de la reprensión del Maestro, que le censuró su falta de fe.
Si es verdad que Tomás
mereció esa censura, también es cierto que su actitud revela un espíritu crítico
que es, en términos científicos, muy laudable. Si el hubiese aceptado acríticamente
algo tan sorprendente como la resurrección de un muerto, quizá hoy hubiese
quien dudase de la historicidad de ese
acontecimiento. Tal vez
algunos pensasen que se había tratado de una sugestión colectiva, de una
interpretación simplista de aquellos hombres y mujeres, rudos y sin instrucción.
¿¡Quién podría afirmar que no fue todo, al final, más que un error de percepción
de sus discípulos!? Que Inconscientemente, habían tomado por algo real lo que,
de hecho, sólo habría acontecido en su imaginación…
¡Gracias a Tomás, esas
dudas no tienen sentido, no son mínimamente sustentables, precisamente por su
falta de fe… y extraordinario espíritu científico! Sí, en verdad, él se condujo
como un escrupuloso hombre de ciencia que, en principio, no acepta una tesis
que no ha sido previamente verificada. Un científico, por lógica, sólo admite
como verdadero un axioma comprobado experimentalmente o, por lo menos,
susceptible de verificación empírica. El acontecimiento científico, por
supuesto, requiere siempre, por lo menos un punto de partida para su propia
especulación, esa referencia a la experiencia, que lo caracteriza en relación a
otros saberes no menos verdaderos.
No fue la Iglesia la
que impuso la resurrección de Cristo, sino que fue la resurrección de Jesús de
Nazaret la que se impuso a la Iglesia, con la evidencia de un hecho indudable. Pocas verdades de fe tienen tan firme fundamento
racional. Si lo debemos a alguien, es sobre todo a Tomás, el apóstol
inicialmente incrédulo, por cuya exigencia intelectual y riguroso análisis se
vino a saber, en buena medida, la consistencia científica de este misterio
cristiano.
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