Las declaraciones nada
diplomáticas del Papa Francisco sobre el genocidio de los armenios caerían mal
en Ankara. Ahora bien
En buena hora el Papa
Francisco, el pasado día 12 de abril, denunció el genocidio armenio, en este
año en que se cumple el primer centenario de este crimen contra la humanidad,
que las autoridades turcas, contradiciendo la evidencia histórica, insisten en
negar. Y lo hace de frente, sin componendas, llamando a las cosas por su
nombre: genocidio.
La muerte de un millón
y medio de armenios, o un millón setecientos mil, no es cosa Tepoca
importancia, ni puede ser silenciada u olvidada. No debe ser minimizad, ni
reducida a una insignificancia histórica. No es una cuestión interna de la
moderna Turquía, en cuanto sucesora del imperio otomano, ni afecta
exclusivamente a Asia Menor. Es un drama mundial que importa a todos, porque no
respeta los derechos humanos y se trata de la supervivencia de un pueblo y de
su cultura.
Armenia, aunque sin
presencia oficial en el mapa del mundo de los países soberanos, es una nación
de una riquísima tradición cultural y religiosa. Ya en el año 302, once años
antes del edicto que dio carta de ciudadanía a la religión cristiana en los
dominios del imperio romano, Armenia era un país oficialmente cristiano, tal
vez el primero que sumió esa identidad religiosa. Esta circunstancia no habría
sido ajena a la tentativa de su exterminio por el imperio otomano,
mayoritariamente islámico, como musulmana es también la moderna Turquía, no
obstante su constitución laica y su formal reconocimiento de la libertad
religiosa.
Un lado significativo:
entre 1915 y 1918, cinco obispos armenios fueron asesinados y otros tres
deportados, mientras 129 sacerdotes, de un total de 250, fueron también
asesinados. Dada esa persecución generalizada, muchos armenios se vieron
obligados a emigrar a Europa –como fue el caso de Calouste Gulbenkian- y a los
Estados Unidos de América, donde subsisten comunidades armenias que mantienen
vivas sus tradiciones.
La dimensión gigantesca
del exterminio de este pueblo mártir llevó al Papa Francisco a usar el término
genocidio, comparándolo al holocausto de los judíos durante el régimen nazi, a
las persecuciones estalinistas, al régimen comunista de Camboya y las matanzas
perpetradas, más recientemente, en Burundi y en Bosnia. Lo mismo podría haber
dicho de la actual masacre de cristianos en Nigeria, en siria, en Pakistán,
etc. Silenciar estos crímenes contra la humanidad es traicionar la historia y
ser cómplice, por omisión, de estos atentados. Quien calla, consiente.
El Papa no es sólo un
líder religioso, sino también la suprema autoridad moral mundial. Como máximo
representante de Cristo, le compete confirmar a los cristianos en la fe; y,
como portavoz de la consciencia ética internacional, tiene el deber de
denunciar públicamente todos los atentados contra los derechos humanos y la
dignidad e independencia de los pueblos y de sus culturas. Sin la menor animosidad
contra ninguna nación o tendencia ideológica o partidaria, el sumo Pontífice no
puede dejar de ser políticamente incorrecto cuando la verdad histórica, los
derechos inalienables de los pueblos y, principalmente, la dignidad humana, es pisoteada.
Las valientes
declaraciones pontificias cayeron mal en Ankara, cuyo gobierno pidió de
inmediato explicaciones al nuncio apostólico. Ahora bien. Cuando la Santa Sede decidió
abrir el proceso de la eventual beatificación de Pío XII, que salvó la vida a
millares de judíos, que acogió en el Vaticano, en Castel Gandolfo y en muchas
instituciones católicas, las autoridades israelitas también reaccionaron con
desagrado. Pero la Santa Sede no se dejó intimidar. Mal andaría el sucesor de
Pedro si se dejase envolver por una calumniosa campaña mundial contra el papa
Pacelli. O si, en el caso de los armenios, por respetos humanos, se excusase en
el cumplimiento de su deber moral. En algún caso, más por vía de excepción,
puede ser imperioso el silencio, si la denuncia pública pusiera en duda la vida
de los seres humanos inocentes, pero la omisión de la obligación humanitaria de
condenar la injusticia prepotente nunca se justifica por táctica política,
conveniencia momentánea u otros intereses mezquinos.
Precisamente para
ejercer, con plena libertad, este su magisterio universal, conviene que el vicario de Cristo no sea súbdito
de ningún gobierno nacional y tenga, formalmente, el estatuto de jefe de
estado. La creación del diminuto estado de la ciudad del Vaticano, por obra y
gracia de los tratados de Letrán, no obedece a una lógica de poder, ni a un
resquicio del gobierno temporal de los anteriores obispos soberanos de Roma, sino
una condición necesaria para que el romano pontífice pueda ejercer, en el seno
de la comunidad de las naciones y sin presión alguna, su misión de supremo
guardián de los principios morales.
También Cristo fue políticamente
incorrecto, siendo por eso condenado por las autoridades romanas, con la
aquiescencia del rey Herodes. Su realeza es verdadera, pero no es de este
mundo: no es ningún proyecto de poder político, sino el testimonio libérrimo de
la verdad a la que todos, sin excepción, tenemos derecho. Porque sólo la verdad
nos hace libres.
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