lunes, 20 de abril de 2015

Un Papa políticamente incorrecto





Las declaraciones nada diplomáticas del Papa Francisco sobre el genocidio de los armenios caerían mal en Ankara. Ahora bien

En buena hora el Papa Francisco, el pasado día 12 de abril, denunció el genocidio armenio, en este año en que se cumple el primer centenario de este crimen contra la humanidad, que las autoridades turcas, contradiciendo la evidencia histórica, insisten en negar. Y lo hace de frente, sin componendas, llamando a las cosas por su nombre: genocidio.

La muerte de un millón y medio de armenios, o un millón setecientos mil, no es cosa Tepoca importancia, ni puede ser silenciada u olvidada. No debe ser minimizad, ni reducida a una insignificancia histórica. No es una cuestión interna de la moderna Turquía, en cuanto sucesora del imperio otomano, ni afecta exclusivamente a Asia Menor. Es un drama mundial que importa a todos, porque no respeta los derechos humanos y se trata de la supervivencia de un pueblo y de su cultura.

Armenia, aunque sin presencia oficial en el mapa del mundo de los países soberanos, es una nación de una riquísima tradición cultural y religiosa. Ya en el año 302, once años antes del edicto que dio carta de ciudadanía a la religión cristiana en los dominios del imperio romano, Armenia era un país oficialmente cristiano, tal vez el primero que sumió esa identidad religiosa. Esta circunstancia no habría sido ajena a la tentativa de su exterminio por el imperio otomano, mayoritariamente islámico, como musulmana es también la moderna Turquía, no obstante su constitución laica y su formal reconocimiento de la libertad religiosa.

Un lado significativo: entre 1915 y 1918, cinco obispos armenios fueron asesinados y otros tres deportados, mientras 129 sacerdotes, de un total de 250, fueron también asesinados. Dada esa persecución generalizada, muchos armenios se vieron obligados a emigrar a Europa –como fue el caso de Calouste Gulbenkian- y a los Estados Unidos de América, donde subsisten comunidades armenias que mantienen vivas sus tradiciones.

La dimensión gigantesca del exterminio de este pueblo mártir llevó al Papa Francisco a usar el término genocidio, comparándolo al holocausto de los judíos durante el régimen nazi, a las persecuciones estalinistas, al régimen comunista de Camboya y las matanzas perpetradas, más recientemente, en Burundi y en Bosnia. Lo mismo podría haber dicho de la actual masacre de cristianos en Nigeria, en siria, en Pakistán, etc. Silenciar estos crímenes contra la humanidad es traicionar la historia y ser cómplice, por omisión, de estos atentados. Quien calla, consiente.

El Papa no es sólo un líder religioso, sino también la suprema autoridad moral mundial. Como máximo representante de Cristo, le compete confirmar a los cristianos en la fe; y, como portavoz de la consciencia ética internacional, tiene el deber de denunciar públicamente todos los atentados contra los derechos humanos y la dignidad e independencia de los pueblos y de sus culturas. Sin la menor animosidad contra ninguna nación o tendencia ideológica o partidaria, el sumo Pontífice no puede dejar de ser políticamente incorrecto cuando la verdad histórica, los derechos inalienables de los pueblos y, principalmente, la dignidad humana, es pisoteada.

Las valientes declaraciones pontificias cayeron mal en Ankara, cuyo gobierno pidió de inmediato explicaciones al nuncio apostólico. Ahora bien. Cuando la Santa Sede decidió abrir el proceso de la eventual beatificación de Pío XII, que salvó la vida a millares de judíos, que acogió en el Vaticano, en Castel Gandolfo y en muchas instituciones católicas, las autoridades israelitas también reaccionaron con desagrado. Pero la Santa Sede no se dejó intimidar. Mal andaría el sucesor de Pedro si se dejase envolver por una calumniosa campaña mundial contra el papa Pacelli. O si, en el caso de los armenios, por respetos humanos, se excusase en el cumplimiento de su deber moral. En algún caso, más por vía de excepción, puede ser imperioso el silencio, si la denuncia pública pusiera en duda la vida de los seres humanos inocentes, pero la omisión de la obligación humanitaria de condenar la injusticia prepotente nunca se justifica por táctica política, conveniencia momentánea u otros intereses mezquinos.

Precisamente para ejercer, con plena libertad, este su magisterio universal,  conviene que el vicario de Cristo no sea súbdito de ningún gobierno nacional y tenga, formalmente, el estatuto de jefe de estado. La creación del diminuto estado de la ciudad del Vaticano, por obra y gracia de los tratados de Letrán, no obedece a una lógica de poder, ni a un resquicio del gobierno temporal de los anteriores obispos soberanos de Roma, sino una condición necesaria para que el romano pontífice pueda ejercer, en el seno de la comunidad de las naciones y sin presión alguna, su misión de supremo guardián de los principios morales.

También Cristo fue políticamente incorrecto, siendo por eso condenado por las autoridades romanas, con la aquiescencia del rey Herodes. Su realeza es verdadera, pero no es de este mundo: no es ningún proyecto de poder político, sino el testimonio libérrimo de la verdad a la que todos, sin excepción, tenemos derecho. Porque sólo la verdad nos hace libres.


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