Auto da Barca da Morte
En Portugal conviven,
pacíficamente, judíos, cristianos, musulmanes y muchas otras personas de los
cinco continentes y no hay, gracias a Dios, fuerzas políticas significativas
que sean racistas o xenófobas.
Los números son
aterradores: 800 personas del norte de África, entre las cuales cincuenta
niños, se ahogaron, el pasado día 19, en el Mediterráneo, en algún lugar entre
las costas de Libia y la isla de Lampedusa. Buscaban un mundo mejor y
encontraron la muerte, el mayor naufragio de emigrantes en el mare nostrum.
El elevado número de
personas en cuestión no constituye, con todo, una novedad. Según datos
oficiales italianos, sólo en estos últimos días fueron rescatadas, por navíos
de la marina mercante, cerca de diez mil personas en situación análoga. Pero, no
todos los que salen de las costas mediterráneas, consiguen llegar a su destino.
Muchos quedan por el camino, víctimas de naufragios debidos a la sobre dotación
de las embarcaciones, a la falta de condiciones de seguridad de los navíos y,
sobre todo, a la criminal responsabilidad de los armadores y las tripulaciones
que se dedican a este infame tráfico de vidas humanas.
Igualmente, los que
llegaron a Europa sanos y salvos, o sea, vivos, corren el riesgo de ser
repatriados, si no se les diera una nueva patria. Sólo en el año pasado
entraron, en la Unión europea, más de un millón cincuenta mil refugiados de distintas procedencias. Las
islas de Malta y de Lampedusa y las costas italianas, blancos preferidos de
esta desesperada migración, dada su proximidad con el norte de África, son
incapaces de acoger a todos los que huyen del hambre, de la guerra y del
fundamentalismo islámico, que continúa diezmando a tantos cristianos, como las
centenas de jóvenes nigerianas secuestradas y violadas por el Boko Haram, o los
etíopes recientemente asesinados por el Estado Islámico.
La apelación más
impresionante fue, más de una vez, la del Papa Francisco, que no en vano escogió
Lampedusa para su primer viaje pastoral. Refiriéndose a las 800 víctimas
mortales, recordó que “eran hombres y mujeres como nosotros, hermanos nuestros,
que buscaban una vida mejor. Hambrientos, perseguidos, heridos explotados, víctimas
de la guerra, que van en busca de felicidad”. Pero encontraron la muerte, tal
vez ante la indiferencia generalizada de muchos ciudadanos comunitarios, para
ya ni mencionar la hostilidad de los partidos xenófobos, en ascenso en algunos
países europeos.
El primer ministro de
Malta también deploró “la mayor tragedia de todos los tiempos en el Mediterráneo”,
lamentando que los países más expuestos a este flujo migratorio, están prácticamente
solos en este combate. Este drama no es sólo italiano, o de los malteses, sino
internacional. Aunque ya sea tarde para salvar a las víctimas mortales de este
terrible naufragio, es imperioso que no haya sido en vano el sacrificio de
estas vidas.
Portugal tiene una
antigua y honrosa tradición hospitalaria. Aceptó, durante la segunda guerra
mundial, muchos judíos perseguidos, generalmente de paso hacia otros lugares, y
no pocos jóvenes austríacos necesitados, que aquí encontraron familias que los
hospedaron, como si fuesen sus hijos. En nuestro país conviven, pacíficamente,
judíos, cristianos, musulmanes y muchas otras personas de los más variados
credos, o sin ninguna religión, procedentes de los cinco continentes. No constan,
gracias a Dios, fuerzas políticas o ideológicas, con significativa expresión
nacional, que sean racistas o xenófobos.
Nuestras autoridades
honrarían esta hidalga hospitalidad y sana convivencia multicultural, la cual
no es extraña a nuestra raíz cristiana, si también ahora se responsabilizasen de
coger a algunos de esos refugiados. También tenemos nuestra cuota parte en la
resolución de este drama humanitario porque como escribió Saint-Exupéry, “cada
uno es responsable de todos. Cada uno es único e irrepetible. Cada uno es el único
responsable de todos”
En el Auto de la Barca
del Infierno intervienen, entre otros, un ángel, un hidalgo, un fraile, un judío,
un corregidor, un prestamista, un tonto, un ahorcado y, aún, el diablo y un
compañero suyo. Así andan mezclados, en este mundo, el trigo y la cizaña que,
con todo, no se deben confundir.
No se puede omitir la protección
que es debida a los expoliados, pero sin desistir de la responsabilidad
criminal de los que el primer ministro italiano llamó “contrabandistas de
personas” y “esclavistas del siglo XX”. Así lo hace la Iglesia, durante siglos,
luchando contra la esclavitud, que también en países cristianos se practicaba. Para
los que trafican y explotan vidas humanas inocentes no puede haber lástima ni
piedad, porque no hay misericordia posible para el diablo. No habrá sido por
casualidad que éste y su compañero son, en la aludida pieza de Gil Vicente, los
barqueros del barco infernal. Igual que ahora, por comparación.
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