No, esta Julieta no es
la homónima heroína del drama de Shakespeare, sino un personaje mucho más
corriente. Pequeña -no levantaba del suelo más que metro y medio- y con dos
diminutos ojos oscuros siempre chispeantes, esta Julieta era vieja costurera
que iba a nuestra casa a trabajar. Para nosotros, los niños, ella era nuestra
principal contadora de historias.
Sentada en su silla pequeña,
en el cuarto de costura, junto a la cocina, sabía un montón de leyendas
fantásticas, que nos repetía incansablemente, mientras sus manos zurcían unas
medias gastadas, cosían un dobladillo, reforzaba las rodilleras de unos
pantalones, o remendaba las coderas de
alguna camisa más gastada. De sus cuentos emergían monstruos y hadas, árboles
que hablan y princesas encantadas, toros furiosos y castillos encantados, que
tenían siempre la virtud de entretener y divertir.
Se llamaba Julieta
Patraquim de los Ríos, pero era una Julieta sin Romeo, porque sus historias no
eran dramas de faca e alguidar, sino
enredos maravillosos, que nos ponían la imaginación a bailar. Su extraño
apellido, Petraquim, tal vez por rimar con Arlequim, estaba perfectamente
ajustado a su arte de distraer, mientras sus laboriosas manos iban trabajando las
piezas de ropa que descansaban en su regazo, a veces entre los vestidos de
alguna muñeca que, a escondidas de nuestra madre, mis hermanas le pedían que
cosiese. En cuanto a su último apellido, de los Ríos, no podía ser más adecuado
a su condición de cronista cotidiano del reino fuera de la casa: ¡lo mismo de
los reyes, de los príncipes y princesas, de los caballeros y las damas, de los
pajes y las brujas, de los duendes y de los más insólitos personajes que
imaginarse pueda!
No se lo que fue de Julieta,
fallecida de hecho hace mucho tiempo, ni de su dedal, ni de la tijera que traía
colgada al cinto. Le perdí el rastro, pero no el de sus historias, que volví a
encontrar… en la Sagrada Escritura. Sí, la Biblia es el libro más fantástico y
realista del mundo. Y, por ser palabra de Dios, es necesariamente, verdadero.
En las historia de Julieta
había animales que hablaban y, en el Génesis, es una serpiente la que habla con
Adán y Eva. Había princesas enterradas, cuyo cabellos eran las ramas de los árboles,
y en la Biblia, el fruto prohibido fue envenenado por la desobediencia del
primer matrimonio. Había toros azules, pero infinitamente inferiores a la zoología surrealista del Apocalipsis –“los
cuatro seres vivientes tenían cada uno seis alas, cubiertas de ojos por fuera y
por dentro (Ap 4, 8) – que sobrepasa, en su creatividad ilimitada, la
prodigiosa imaginación de Bosch, o de Dalí.
Fue así como aprendí
que la Biblia es un libro infantil, del primero al último texto. Si, en el Génesis,
la primera mujer es hecha de una costilla masculina, en el Apocalipsis, miríadas
y miríadas de ángeles se enfrentan en luchas cósmicas, que dejan la Guerra de
las Galaxias reducida a la insignificancia de un folletín de cordel. El arcángel
Miguel pelea y gana una lucha infernal al “gran dragón de fuego, con siete
cabezas y diez cuernos” que, “con su cola, barrió la tercera parte de las
estrellas del cielo, y las lanzó a la tierra” (Ap 12, 3-4). Comparado con
ellas, el superhombre, de capa al viento y tanga llamativo, es de un ridículo
atroz, para no hablar del Zorro y su antifaz carnavalesco, o de otras criaturas
inferiores.
Si la Biblia fuese solo
para los eruditos, sería un tratado de fórmulas matemáticas, inaccesibles para
el común de los mortales. Como es para todos, recurre a una lengua universal,
cual es la de los cuentos de hadas. Pero no se piense, con todo, que el Antiguo
y el Nuevo Testamentos no pasan de fábulas para ingenuos. Al contrario, son una
explicación realista del mundo y del hombre, donde constan todas las virtudes y
vicios, como en las tradicionales historias infantiles, también plagados de
bellas y buenas princesas y brujas feas y malas. También en la poesía de un
salmo, o en la lengua figurada de una parábola, hay, aunque no del mismo modo
como en los compendios científicos y filosóficos, verdadero saber.
Cristo dice, en un
momento de jubilosa exaltación, que Dios se reveló a los simples y no a los
sabios (Lc 10, 21). Por eso, al viejo Nicodemo le fue dicho que tenía que nacer
de nuevo, o sea, hacerse niño, porque el reino de los cielos es de los
pequeños. Gracias a la Biblia, pequeños y grandes aprenden a conocer la
realidad, no como una doctrina aburrida, sino como la maravillosa y verdadera
historia de amor y de aventura de Dios con la humanidad.
¡Muy agradecido,
Julieta, por haberme enseñado a soñar porque, como decía el poeta, es por el
sueño como vamos … a Dios!