La laicidad no es una invención del iluminismo,
sino cristiana, pero el laicismo es una herencia del terror revolucionario
francés, que tuvo seguimiento en los regímenes totalitarios del siglo XX.
Ahora es en serio: el
Cristo Rey es inadmisible. No el propio, entiéndase, que tiene ciertamente
lugar en el reino de los Cielos, aunque no en esta república nada dada a
realezas, sino su gigantesca estatua, en la orilla del río Tajo. ¿Por qué?
Porque su dimensión y su forma en cruz son un atentado a la laicidad nacional.
Es lo que resulta de la
decisión del tribunal administrativo de Rennes, que ordenó la retirada de un
monumento, de ocho metros de altura, a San Juan Pablo II, en Ploërmel, en
departamento de Morbihan, en la Bretaña francesa, por entender que el mismo
infringe las normas vigentes sobre la laicidad del Estado.
La estatua del santo
Papa polaco, que ciertamente fue menos perseguido por los comunistas de su
tierra natal que lo es ahora en la patria de la revolución francesa, está encuadrada en un monumental arco de
piedra, a su vez sobre una enorme cruz que, por su colocación y sus
dimensiones, tiene, según el veredicto judicial “características ofensivas”
según el principio constitucional de la laicidad. Patrick Le Diffon, autarca de
Ploërmel, para evitar cualquier connotación anticlerical o persecutoria de los
cristianos, afirmó que el monumento fuera erigido al hombre de Estado y no al
pontífice. Estrafalaria disculpa que no cuela, incluso porque Karol Woltyla
está representado con los ornamentos litúrgicos, o sea, como Papa y no como
estadista.
¿Si una cruz, un arco y
un santo revestido son un insulto a la laicidad, no lo son también la fachada
de Notre Dame y las torres señeras de todas las iglesias francesas, también
ellas de grandes proporciones y, en general, rematadas por un crucifijo? ¿Y la
estrella de David de las sinagogas judías, o la media luna de las mezquitas
musulmanas, no son también agresivas para los incrédulos? ¿Y las pinturas y
esculturas de temática religiosa del Louvre y otros museos, por
ejemplo, no serán
también un ataque a quien no cree? ¿No sería entonces prudente que, además de
la retirada de la estatua de San Juan Pablo II, se destruyesen también todas
esas señales de cultura religiosa de la hija primogénita de la Iglesia?
Esta furia iconoclasta
no es nueva, ni exclusiva del laicismo francés. Es vieja como el fanatismo,
religioso o ateo, de todos los tiempos y eras. También los talibanes y los
guerrilleros del llamado Estado Islámico piensan y actúan del mismo modo: por
este motivo ya han destruido innumerables monumentos históricos y tesoros
religiosos de incalculable valor. Por el contrario, la Iglesia católica, aunque
también haya tenido, más por excepción que por regla, actitudes de esta
naturaleza, colocó en el centro de la
emblemática plaza de San Pedro, en Roma, un obelisco egipcio, como pedestal de
la cruz de Cristo. También muchos papas, auténticos mecenas de la cultura,
coleccionaron obras de arte pagano, que aún hoy se pueden contemplar en los
museos vaticanos.
El laicismo es para la
laicidad como el fundamentalismo para las religiones: en ambos los casos no son
más que perversiones autoritarias y tiránicas, bajo apariencia,
respectivamente, del respeto por la libertad, e, incluso, de Dios.
La laicidad no es una
invención de la revolución francesa, ni del iluminismo, sino cristiana, porque
es en el Evangelio donde se declara, perentoriamente, la separación entre poder
temporal y el espiritual: “dad al César lo que es del César y a Dios lo que es
de Dios”. (Mt. 22, 21). El mismo Cristo, al contrario de otos líderes
religiosos, rechazó siempre la tentación del poder y rehusó dar, más de una
vez, cualquier connotación política a su realeza exclusivamente sobrenatural. El
laicismo sí, es una herencia del terror revolucionario francés, que tuvo continuidad
en los regímenes totalitarios nazi y comunista, ambos también furiosamente
contrarios a la libertad religiosa.
Como dijera
recientemente el Papa Francisco, “En la óptica
cristiana, razón y fe, religión y sociedad son llamadas a iluminarse recíprocamente,
apoyándose la una a la otra y, si fuere necesario, purificándose mutuamente de
los extremismos ideológicos en que pueden caer. La sociedad europea entera sólo
puede beneficiarse de una revitalizadora conexión entre los dos ámbitos, tanto
para hacer frente a un fundamentalismo religioso que es sobre todo enemigo de
Dios, como para objetar a una razón “reducida” que no honra al hombre”. (Discurso
al Consejo de Europa, 2-11-2014)
¡Del fanatismo laicista
y del fundamentalismo religioso, líbranos, Señor! ¡Y viva Cristo Rey que, de la
orilla del Tajo, abraza Lisboa y esta tierra de Santa María, mientras que, del
otro lado del Atlántico, sonríe para Río de Janeiro desde lo alto del Corcovado
y bendice la tierra de la Vera cruz!
Sacerdote católico
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