Al contrario de otras resurrecciones de las que n os hablan los
Evangelios, la de Cristo no fue un mero regreso a la existencia anterior a la
muerte.
Los relatos evangélicos relativos
a la resurrección de Cristo esconden varios misterios y, como escribió
Benedicto XVI en ‘Jesús de Nazaret’, una paradoja.
El primer misterio respecto a la
resurrección. Los soldados que estaban de guardia en el sepulcro, no refieren
ningún acontecimiento extraordinario entre el cierre del sepulcro y su
apertura, en la madrugada del domingo, cuando se descubrió que estaba
sorprendentemente vacío. Las mujeres que, esa mañana, se dirigían al sepulcro,
no solo no vieron ninguna resurrección, como creyeron, sino que parecía obvio,
que el cadáver había sido robado (Jn. 20,2).
Aquel mismo primer día de la
semana, Cristo se aparece a María Magdalena (Jn 20, 1-18); a Simón Pedro (Lc
24,34); a los discípulos de Emaús (Lc 24,13-35); y por último, a los apóstoles,
ya excluido Judas Iscariote y faltando Tomás (Jn 20, 19-23). Todos lo ven, es
cierto, pero ninguno de ellos lo vio resucitar y, por eso, más que testimonios
de la resurrección de Jesús, son solo testimonios del resucitado.
Un segundo misterio se refiere al
momento en que tuvo lugar la resurrección de Jesús de Nazaret, pues no se sebe
con certeza cuando fue. Se supone que ocurrió en la madrugada del domingo,
porque era el tercer día, tal como fuera profetizado repetidas veces.
Los científicos forenses que han
estudiado el sudario de Turín –que no es objeto de fe, aunque la Iglesia, en la
medida en que es científicamente creíble, lo venera como reliquia de la pasión
y muerte de Cristo – envolvieron en lienzo de lino puro, perfumados con mirra y
áloe, cadáveres ensangrentados y observaron que “después de 36 o 34 horas de
contacto (…) las imágenes de los cuerpos quedaron impresas en los respectivos
lienzos, pero muy lejos de la perfección que la síndone presenta”. Muy al
contrario la precisión y permanencia extraordinaria de la imagen del sudario de
Turín lleva a creer que su impresión se debe a causas trascendentales, es
probable que el tiempo de contacto del sudario con el cuerpo en él retratado
haya sido también de 36 horas, aproximadamente. Siendo así, si Jesús fue
sepultado a la 18h del día sexto, la resurrección habría acontecido a partir de
las 6h de la madrugada del domingo siguiente.
Como en tantos otros episodios
bíblicos, algunas apariciones del resucitado son anunciadas por los ángeles.
Aparecen a las santas mujeres (Lc 24 1-7), especialmente a maría Magdalena, que
ve dos ángeles sentados en el sepulcro vacío, uno a la cabecera y otro a los
pies de donde estuviera el cuerpo de Jesús (Jn 20, 12-13). Es curiosa esta
certeza de que eran ángeles, por cuanto deben haberse aparecido con figura
humana, como siempre acontece pues, en caso contrario, no se les podría ver ni
oír fácilmente.
Aunque Pedro hubiese sido
confundido con su ángel (Hch 12,15), nadie cree que se le apareció un ángel y
no Jesús de Nazaret. Inicialmente, es cierto, no es reconocido por aquellos
que, siendo sus discípulos más próximos, lo conocían muy bien, pero nadie lo
confundió nunca con un ángel. Cuando María Magdalena, estaba buscando a su
Maestro y Señor –que trata siempre con la veneración debida por la criatura a
su creador y nunca con intimidades de esposos o amantes- lo ve pero no lo
reconoce, piensa que se trata del hortelano y no de un ángel (Jn. 14-16)
¿La misteriosa volatilidad de la
enigmática y vaporosa presencia del resucitado –aparece en el cenáculo estando
las puertas cerradas (Jn 20,19)- sería señal de que allí estaba solo su alma y
no su cuerpo?! Sería una hipótesis razonable, si no fuesen las palabras y
acciones del mismo Cristo: “’Mirad mis manos y mis pies, porque soy yo mismo;
tocad y ved, porque un espíritu no tiene carne, ni huesos, como veis que yo
tengo’. Dicho esto les mostró las manos y los pies. Pero, estando ellos, por
causa de la alegría, aún siempre sin querer creer y estupefactos, les dice:
‘¿Tenéis ahí algo de comer?’Ellos le presentan un trozo de pez asado. Habiéndolo tomado, comió
a la vista de ellos” (Lc 24, 39-43)
¿A pesar de todo, cómo es posible
que los apóstoles, que ya lo habían visto resucitado dos veces por lo menos, y
Pedro tres, no sean capaces de identificarlo, ni siquiera por la voz, cuando
Él, desde la orilla les dice que echen las redes al mar?! (Jn 21, 1-14).
Más escandaloso es aún el caso de
los discípulos de Emaús que, hablando
largamente con Él sobre su propia pasión y muerte, no lo identifican durante
toda aquella larga conversación, que termina solo al final del día, cuando
finalmente lo descubren, en la fracción del pan (Lc 24, 13-35). ¡Están con Él,
hablando de Él y no lo reconocen!
Al contrario de otras
resurrecciones de las que nos hablan los Evangelios –de la hija de jairo (Mt.
9, 18-26), del hijo de la viuda de Naím (Lc 7, 11-17) y de Lázaro (Jn 11,
1-46)- La resurrección de Jesús no fue un mero regreso a la existencia anterior
a la muerte. Aquellos tres resucitados volvieron a ser los que eran antes de
morir y, más tarde, como cualquier mortal, morirán. Pero no así Cristo. ¡Los
apóstoles tal vez pudiesen ‘inventar’ una resurrección como las que Jesús había
realizado delante de ellos, pero nunca podrían imaginar que Él, resucitando, fuese
verdaderamente el mismo, siendo totalmente diferente!
Jesús, al resucitar, reasumió su
humanidad de una forma totalmente original. Su naturaleza divina permaneció
inmutable, pero su naturaleza humana era ahora, visiblemente, muy diferente –
de ahí la dificultad de su reconocimiento, incluso para sus más próximos- pero
siendo absolutamente Él: ¡He ahí la paradoja de la Pascua! Es el mismo, pero de
otro modo e, incluso, con otro aspecto: la misma identidad, con el mismo cuerpo
resucitado, pero totalmente diferente. Más que un mero regreso a la vida,
Jesucristo, con su resurrección, inauguró una nueva vida, que es también para
todos los que son salvados en su nombre.
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