viernes, 11 de noviembre de 2011

¿Inocencia, o exceso de confianza?



Yo no me atrevo a juzgar, y cuantas más personas conozco, es tanta la variedad de comportamientos humanos y tantas y tan variada las razones que cada uno alega para actuar como actúa, que se me hace muy difícil juzgar por temor a caer en la ordinaria tentación de los prejuicios, y aquí, en este voluntariado, si algo sobra son los prejuicios, de otro modo cómo se podrá escuchar con la debida atención a quien está necesitado y su problema es único y sólo a él le preocupa , incluso le apremia. O cómo ofrecerle una ayuda adecuada si lo comparo con otras personas y le ofrezco una ayuda válida para otra persona pero no para ella; la sensibilidad está tan a flor de piel que una palabra dicha en un tono inadecuado, o utilizar una palabra en vez de otra, supone la pérdida de confianza y hasta provocar el desconcierto y una reacción agresiva por parte de la persona que acude en demanda de ayuda.

Sucedió una mañana cualquiera, puede que sea un espejismo propio de este enorme despiste social, de este caos de valores del relativismo imperante, sin ningún criterio para una selección conveniente y segura, de modo que algunas personas se pierden y dispersan, teniendo muy difícil un encuentro consigo mismo, con su verdad y con el sentido de su vida.

Entra un tanto precipitadamente en la oficina una señora de medina edad, de buen ver, de apariencia discreta, tirando de una maleta, no ve a nadie más que un sitio donde refugiarse, está como perdida. Nada más sentarse se echa a llorar, está visiblemente asustada. Como todos éramos hombres en la oficina, y la mayoría hombres hechos y derechos, pues todos tratamos de calmarla y animarla prometiéndole que su problema tendría una solución, como luego la tendrá.

He dicho todos hombres, me he precipitado, había una mujer, T., una mujer especial que al verla se volcó en la pobre señora, hablándole con dulzura y ofreciéndole su caravana para pasar la noche, esto después de hartarse a decir que no era justo que en San Fernando no hubiera un albergue para mujeres. De poco me valía a mí decirle a T. que hay albergues para mujeres en Cádiz, y otros pueblos cercanos, y que no se pueden ofrecer en un sitio todos los servicios, ni existe demanda suficiente.

Poco a poco esta buena mujer se va tranquilizando, le caemos bien y se siente acompañada, sobre todo le encanta cómo le habla T.,  mujer por voluntad propia, hasta nos pide permiso para sacarnos una foto con el móvil, y se dice entusiasmada, “esto tienen que verlo en La Palma”, a donde ella piensa ir mañana mismo.

Ha venido porque le han dicho que aquí le pueden decir donde podía pasar la noche, le asusta tener que dormir en la calle, y no tiene dinero. Entonces comienza a darnos alguna explicación de su presencia aquí, respondiendo a nuestra curiosidad natural de saber de dónde viene o de dónde es, dice que se encuentra aquí por un hombre, y sonríe, se vino de La Palma porque creyó haber encontrado un hombre con el que podría estar a gusto y no ha sido así. Ella se quedó un poco cortada, mirándome sonriente, y aclaró, “no he venido por trabajo, ya sabe, he venido por ocio”, pero no nos hemos entendido.

Seguimos charlando de todo mientras esperaba para hablar con la trabajadora social, pidió un vaso de agua, se tranquilizó y reía abiertamente y agradecía las atenciones, sobre todo de T., que insistía en que la señora aceptara su invitación. Quizá T. está también demasiado sola, y busca una compañía agradable con la que desarrollar todas sus capacidades como anfitrión y con quien hablar. De todos modos la trabajadora social buscó una solución adecuada para que esta señora, de la que no recuerdo el nombre, pasara la noche segura y descansara antes de regresar a su casa.

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