Hoy estaba saturada la oficina y fuera llovía sin descanso, pero la trabajadora social seguía siendo una y los demandantes aumentaban no sé si por simple coincidencia o porque el tiempo los empujaba a buscar un techo y calor.
Llegó la hora de cierre y hoy no fue posible, allí permanecían dos jóvenes hasta entonces silenciosos pero que de pronto, animados por las palabras que decía un voluntario refiriéndose a las historias tan terribles que se escuchan cada día, uno de ellos se decidió a contarnos su vida:
Huérfano desde temprana edad de padre y madre, con antecedentes de “malas muertes” en la familia; sin familiares que se hicieran cargo de él tiene que ingresar en un centro de menores, donde ya padece algún síntoma de enfermedad psíquica y de nervios; aparentemente recuperado de su enfermedad sale a la calle con dieciocho años, ignorante e inocente frente a la vida que le aguarda. Sale con una paga por minusvalía suficiente para alquilar una habitación, pero la propietaria lo tima y le saca los cuartos en poco tiempo. Poco después se verá obligado a prostituirse, porque el señor que le ofrece una casa no es una casa, sino la casa de “tocamerroque”, y antes que volver a la calle, aguanta un año. De nuevo en la calle, pero tiene suerte, porque la familia de una amiga lo recoge en su casa y lo tratan como uno más de la familia. Todo bien, hasta que él decide buscarse la vida por sí mismo y no ser una carga, encuentra trabajo, y luego una compañera, ya está feliz. No dura mucho sin embargo su felicidad porque su pareja se va con otro y es así como este hombre se viene abajo y se disparan los nervios y tiene que ir al psiquiatra, porque quiere acabar con su vida a toda costa.
“No soporto estar solo. Es que no soporto la soledad” nos confesó varias veces, y está en la calle, de ciudad en ciudad, sin tener reposo ni cariño; y ha venido hasta aquí con un amigo, que está todo callado, mirando con cara de piedad, como asintiendo en todo lo que su compañero dice. De veras que es impresionante comprobar una vez más cómo mira un sin techo por otro sin techo que está en peor situación que él, y más si este sufre algún problema que lo hace más vulnerable.
Es ante estas muestras de solidaridad tan auténticas cuando uno se siente verdaderamente interpelado, ¡y yo qué estoy haciendo, si no soy capaz de hacer algo semejante! A veces la parábola evangélica a la que tanto recurrimos para criticar a los demás: el buen samaritano, se nos queda corta, aquí el buen samaritano no tiene un solo euro, en cambio lo que le piden se lo da: ¡compañía!
Hay que ver cómo nos complicamos la vida cuando sólo pensamos en nosotros mismos, cuando tenemos que hacer frente a un cúmulo de necesidades creadas que ofenderían a una persona que vive en la calle, sin un techo donde cobijarse, ni cama donde acostarse, ni un capricho que darse, y la ropa que lleva es la que nos sobra, y lo mismo la comida que le dan en los comedores.
A veces piensa uno que tiene que haber muy pocos cristianos de verdad, porque si cada cristiano acogiera a una persona que anda por la calle, como nos pide el evangelio, o al menos hiciera lo posible para que hubiera muchos más centros de acogida, y muchos voluntarios para gestionarlos y sostenerlos, no habría tata necesidad llamando a las puertas de las iglesias, de las cáritas, de los comercios, o en cualquier calle.
No hay comentarios:
Publicar un comentario