Por José Luís
Nunes Martins
publicado em 29 Jun
2013 - 05:00
La consciencia del don me obliga. Por eso en portugués decimos sabiamente: obrigado. Lo que me ha sido dado me compromete.
El mundo es una
pregunta. Es la respuesta.
Muchos son los que
exploran lo que hay en las montañas, en los mares y en los desiertos… pero son
pocos los que llegan a descubrir la divinidad que tiene a la vuelta de su
corazón.
Cada vida es un don.
Tiene que aceptar esa verdad que se esconde hasta en las cosas más sencillas.
Cada hombre tiene algo de extraordinario así como cada cosa tiene su lugar. Despreciar
a una persona, o cualquier trozo de mundo, es ignorar que hasta el
más pequeño de los fragmentos de un espejo partido consigue reflejar la luz del
sol e iluminar la oscuridad.
Aquel que se preocupa
tanto de su prójimo como de sí mismo, perdonándole como se perdona a
sí mismo, conoce el valor de la vida y el camino para la felicidad. Nunca es
complicado. Se trata, en la mayor parte de los casos, de conseguir respetar al
otro, aceptándolo como igual y no como alguien de una humanidad diferente. Hay
corazones ciegos, al mismo tiempo que los ojos ven.
En este lugar sagrado
de nosotros mismos, donde los instantes no se miden, reside una idea muy simple: cada
hombre es del tamaño de su fe; las desesperanzas que consigue vencer; no del
tamaño de sus años, posesiones o ambiciones… Sólo quien reconoce que la vida le
llegó a las manos como un puro presente puede llegar a comprender la
esencia del amor. Su absoluta gratuidad.
La consciencia del don
me obliga. Por eso en portugués decimos sabiamente: obligado. Lo que me ha
sido dado, me compromete.
No vivir bien. Esa es
la consecuencia de uno de los mayores miedos ante la muerte. Se teme, no tanto lo que
hay después sino lo que puede no haber acontecido antes.
Tener la propia muerte
cerca nos obliga a vivir mejor en nuestra vida, con una urgencia absoluta que a
penas nos permite valorar lo importante. Sólo quien cree que va a vivir aquí
para siempre (como si la vida eterna fuese esta) se permite el lujo
irresponsable de despreciar una hora de las suyas; los demás, aquellos que son
conscientes de que el tiempo es limitado, pueden, cara a cara con su muerte,
abrazar lo mejor de esta vida y, cuando les llegue el fin no le temerán… porque
se habrán dado a sí mismos una vida buena, bella y verdadera… que no acaba con
la muerte. Una vida bien vivida es eterna, a pesar de la muerte.
Aceptar el don de la
vida implica honrar con la felicidad a Quien es el supremo talento.
Hay que aprender a
moderar los juicios, sin condenar ni despreciar nada con precipitación. La
realidad es efímera y la mayor parte de nuestras certezas son a penas
transitorias, mundanas. Muchas tristezas nacen de las prisas. Pero no hay mayor
desgracia que la de aquel que, en el amor, no se entrega todo…de quien no está
dispuesto a dar su vida por aquello en lo que cree…
Una vida sin nada por
lo cual valga la pena morir, tampoco es digna de ser vivida.
Hay que respirar
paciencia. Respirar la verdad de que la vida nos llega en cada segundo…respirar,
percibiendo que cada respiración es una simple onda de vida que nos ilumina el
interior.
¿Puede la belleza
tornarse más bella? Sí, por el amor. El don de quien da, de la misma manera que
recibe.
En el amor, el más
sabio y atrevido no es el que se defiende bien y ataca al que se
rinde y entrega…